domingo, marzo 29, 2015

Los herederos del Temple.

por Javier García Blanco

La disolución de la Orden del Temple tuvo como consecuencia la disputa por los bienes hasta entonces en manos de los monjes guerreros. Mientras en el resto de Occidente estas propiedades recayeron en los hospitalarios, en los reinos peninsulares su destino fue dispar, propiciando en varios casos la aparición de un nuevo fenómeno: la creación de órdenes militares “monarquizadas”.
Tras el inicio de la conjura contra los templarios iniciada por Felipe IV en octubre de 1307 (ver artículo anterior), y la detención y tortura de la mayor parte de sus miembros en los distintos reinos cristianos de Occidente, la “estocada” final contra la orden de los pobres caballeros de Cristo se produjo en el Concilio de Vienne (1311-1312) durante el cual se emitieron distintas bulas papales que pretendían zanjar de una vez por todas el incómodo incidente. El 22 de marzo de 1312, Clemente V promulgaba la bula Vox in excelso, mediante la cual se anunciaba la disolución total de la Orden del Temple y, poco después, en el mes de mayo, la bula Ad providamintentaba dar solución al problema de la “herencia” de los bienes templarios, anunciando que, como solución general, pasarían a formar parte de la Orden de San Juan del Hospital. Una resolución que se cumpliría a rajatabla en la práctica totalidad de los reinos cristianos, con una única excepción: la de ciertos reinos hispánicos de la Península Ibérica.

Jacques de Molay, el último gran maestre del Temple.
En apenas cinco años, el Temple había pasado de ser una de las órdenes militares más poderosas de la cristiandad –su extensión e influencia sólo encontraba rival en la Orden del Hospital–, con numerosas y ricas posesiones en todos los reinos cristianos y un importantísimo patrimonio económico –no en vano fueron los primeros banqueros y prestamistas de Occidente–, a desaparecer por completo de la peor de las formas: envuelta en acusaciones de herejía y otros graves pecados. De poco sirvió que las “pruebas” presentadas por sus enemigos no sirvieran para demostrar las graves acusaciones. Cientos de aquellos monjes guerreros –especialmente los que se encontraban en territorio francés– murieron a causa de las terribles torturas a las que fueron sometidos durante los interrogatorios, o bien perecieron devorados por las llamas cuando defendieron tercamente su inocencia. Ese fue, precisamente, el triste final del último Gran Maestre de la orden, Jacques de Molay, quien tras haberse mostrado como un débil líder en sus últimos años al mando, terminó dando muestras de coraje al renegar de su inicial confesión y defender su inocencia y la de sus hermanos. Un último arranque de valor y orgullo que le costó la muerte en marzo de 1314, ardiendo en medio de las llamas de una hoguera dispuesta en el centro de París, cerca de la hermosa catedral de Nôtre-Dame.

El nacimiento de la orden de Montesa
Aunque como ya hemos dicho, el Concilio de Vienne establecía que por decreto general los bienes del Temple debían pasar a manos del Hospital, esa norma tuvo una excepción en los reinos peninsulares, donde el destino del patrimonio templario quedaba pendiente de resolución a la espera de negociar con los distintos monarcas de la península.
Todo parece indicar que en esta notable excepción tuvo una gran importancia el papel desempeñado por el monarca de la Corona de Aragón, Jaime II, quien supo realizar un importante despliegue diplomático a través de sus embajadores, primero con el papa Clemente V y, tras la muerte de éste en abril de 1314, con su sucesor Juan XXII.
La postura pontificia de retrasar una decisión sobre los bienes del Temple en la península pudo deberse –además de la apropiada actuación del rey aragonés–, a las especiales circunstancias que se vivían en los reinos hispánicos: los territorios peninsulares contaban con la presencia de varias órdenes militares autóctonas y, por otro lado, seguía existiendo en nuestros suelos un notable peligro encarnado en la presencia musulmana que seguía resistiendo en el sur, manteniendo la necesidad de una cruzada para culminar la ansiada Reconquista.
En cualquier caso, y con la intención de resolver el engorroso asunto lo antes posible, el papado solicitó a los monarcas hispánicos que enviaran sus respectivas embajadas para negociar la cuestión. En el caso de Mallorca y el condado del Rosellón, dominios en manos del rey Sancho I (1311-1324), la cuestión se resolvió por sí sola, pues el monarca no envió a sus embajadores y, pasado el plazo estipulado, el papa entregó las posesiones templarias de aquellos territorios al Hospital, siguiendo la decisión general establecida en Vienne.
El caso de la Corona de Aragón fue bien distinto. Jaime II pretendía evitar a toda costa que los antiguos bienes del Temple recayeran en manos hospitalarias, lo que habría supuesto un notable fortalecimiento de los dominios señoriales de la orden en territorios de la Corona, que eran ya de por sí bastante notables. Además, la Orden de San Juan era de carácter internacional, lo que podía suponer un escollo importante en algunas de las aspiraciones en la política exterior de la Corona. Por...otro lado, Jaime II aspiraba a dar forma a una nueva orden que sirviera a sus propósitos y acatara sus órdenes, reduciendo así el poder de la propia Iglesia y de algunos nobles.
Por estos motivos, no es de extrañar que el monarca aragonés se apresurara en buscar un embajador que velara por sus ambiciones. Así, en febrero de 1316 el rey nombró a Vidal de Vilanova como defensor de los intereses de la Corona de Aragón ante la curia pontificia. Jaime II había planeado dos opciones para lograr sus objetivos: la primera de ellas consistía en la creación de una nueva orden militar, inspirada en la regla de la de Calatrava, aunque independiente de ésta; la segunda opción era similar, aunque suponía el establecimiento de los propios calatravos en los territorios aragoneses, aunque con la peculiaridad de que debería contar con un maestre propio, una maniobra de Jaime II para asegurarse que no se produjeran intromisiones por parte del reino de Castilla, pues la orden tenía allí su origen.

Finalmente, las negociaciones –en las que participaron el embajador Vilanova, el visitador general del Hospital, Leonardo de Tibertis y varios miembros de su orden– alcanzaron un acuerdo en 1317. El 10 de junio de aquel año, el papa Juan XXII emitió una bula por la que se daba carta de fundación a la nueva Orden de Santa María de Montesa, que debía regirse por la regla calatrava y cuya misión –al menos en teoría– sería defender las fronteras ante las posibles incursiones musulmanas. Aunque la solución no cumplía todas las aspiraciones de Jaime II –la nueva orden no iba a establecerse en toda la Corona, sino únicamente en el reino de Valencia–, no resultó del todo negativa. La nueva orden recibiría todas las posesiones templarias existentes en el reino valenciano, además de la mayoría de los bienes que la Orden del Hospital tenía allí, por lo general antiguas fortalezas musulmanas –a excepción de la casa principal de los sanjuanistas en la ciudad de Valencia–, así como el monasterio y villa de Montesa, donada por el rey, y que pasaría a convertirse en cuartel general de la nueva orden. Estas donaciones se concentraban principalmente en la zona norte del reino de Valencia, en lo que es hoy la provincia de Castellón y especialmente la comarca del Maestrazgo. Entre las posesiones que pasaron a manos de la nueva orden se encontraban fortalezas como las de Peñíscola, Xivert, Cervera, Vilafamés o Pulpis, además de numerosas alquerías musulmanas y multitud de tierras. Por otra parte, la relación de Montesa con la ya extinta Orden del Temple no se redujo a la recepción de sus posesiones valencianas sino que, en sus inicios, buena parte de sus miembros resultaron ser antiguos templarios que, tras haber sido declarado inocentes, decidieron seguir ejerciendo como monjes guerreros en el seno de la milicia valenciana.
En compensación de las pérdidas en el reino de Valencia, la Orden de San Juan del Hospital recibía a cambio la práctica totalidad de las posesiones templarias existentes en el reino de Aragón y los territorios catalanes. Este último punto de la negociación fue sin duda el menos provechoso para Jaime II, pero aún así había logrado parte de sus intenciones: menguar el poderío del Hospital y, lo que era más importante, asistir a la creación de una nueva orden militar que terminaría quedando bajo las directas riendas de la monarquía, lo que constituía un importantísimo instrumento político.

Aunque el nacimiento de la Orden de Montesa quedaba establecido mediante la bula papal de 1317, su constitución no se hizo efectiva hasta dos años después, el 22 de julio de 1319, cuando durante un acto celebrado en Barcelona al que asistieron el rey, el abad de Santes Creus y el comendador de la orden de Calatrava en Alcañiz, el noble Guillen de Erill –propuesto directamente por Jaime II– fue investido como primer Gran Maestre de la Orden de Santa María de Montesa. El mandato de Erill sería muy breve, pues falleció ese mismo año, pero su muerte sirvió para evidenciar que la nueva milicia estaba bajo la influencia directa de la monarquía aragonesa. Aunque en la teoría Montesa debía estar bajo la supervisión de los calatravos castellanos, lo cierto es que el hecho de que Jaime II consiguiera colocar a un hombre de su confianza, Arnau de Vilanova, como nuevo maestre, suponía una demostración de la servidumbre de la orden a la monarquía. Una autonomía que se haría aún más evidente con el paso del tiempo, y en especial tras su reconocimiento en 1321 por parte de la Orden del Císter.

Entre los argumentos empleados por el embajador aragonés ante la delegación pontificia que debía decidir sobre el destino de los bienes templarios, se había citado con insistencia la necesidad de defender las fronteras de la Corona, y en concreto las del reino valenciano, no sólo por la cercanía de los dominios islámicos del sur, sino también por la presencia de una nutrida población musulmana en el interior del propio reino. En realidad, la población musulmana existente en aquellos años en el reino de Valencia apenas alcanzaba el cinco por ciento del total, por lo que difícilmente suponía peligro alguno. Se trataba, sin duda alguna, de una excusa más de Jaime II para lograr sus objetivos de crear una nueva milicia que quedara bajo su control. Una evidencia indiscutible de este punto lo encontramos en el hecho de que las posesiones y fortalezas de Montesa se concentraban, precisamente, en los lugares más alejados de las zonas bajo riesgo de ataque musulmán. En este sentido, la comarca con mayor peligro eran las tierras dellá Xixona y, curiosamente, éstas quedaban bajo la protección de castillos en manos de nobles laicos del sur, sin que Montesa jugara papel alguno en su defensa.
El nulo papel defensivo de la nueva orden quedó de manifiesto durante los primeros años de su existencia. En 1331 y 1332, el caudillo musulmán Ridwan atacó los enclaves cristianos de Guardamar y Elche, y en 1337 se produjo un terrible saqueo en Benissa, en el que tomaron parte musulmanes del reino de Valencia y los temibles benimerines del norte de África. Los freires de Montesa, pese a su supuesta misión defensiva en aquellos territorios, no participó en ninguno de los ataques mencionados.

De hecho, habría que esperar hasta el año de 1339 –veinte años después de su constitución oficial–, para asistir a la primera participación montesina en una defensa del territorio valenciano. En aquellas fechas, el rey Pedro el Ceremonioso (1319-1387) hizo reunir a todas las órdenes militares para defender las peligrosas tierras dellà Xixona frente a un posible ataque musulmán. En aquella ocasión, el entonces maestre de Montesa, frey Pere de Tous, acudió a la llamada real enviando cincuenta caballeros dispuestos para la batalla. La siguiente participación activa de los montesinos se produciría en 1342, cuando el rey volvió a convocar a las órdenes ante el temor de que el sultán de Marruecos pudiese intentar un ataque contra el reino valenciano. Ya en las postrimerías del siglo, hacia 1384, los musulmanes de Granada realizaron numerosas incursiones en distintos enclaves valencianos, atacando enclaves como Alcoy, Alicante o Paterna. Ante aquellos asaltos, se decidió que el maestre de Montesa dirigiera una galera que patrullara las costas del reino. Una misión que, sin embargo, nunca llegó a materializarse.
Por el contrario, y ante la tímida función de la orden como defensora de los territorios de la Corona frente al enemigo musulmán, Montesa jugó un papel más destacado en enfrentamientos de mayor interés para la Corona, dejando en evidencia su carácter de orden “monarquizada” y al servicio de los intereses del rey. Durante la guerra con Castilla –conocida como Guerra de los dos Pedros–, el Ceremonioso convocó a la orden para que defendiera algunos de los territorios que su adversario Pedro el Cruel reclamaba para Castilla.

El fracaso de Castilla
Frente al relativo éxito de la Corona de Aragón en sus aspiraciones por hacerse con las antiguas posesiones templarías de su territorio, el caso de Castilla supuso un fracaso rotundo en este sentido. En el artículo anterior ya explicábamos que algunas de las fortalezas de los templarios habían sido vendidas a nobles laicos –como Fregenal de la Sierra– o a otras órdenes, como sucedió con Capilla, que quedó en manos de la Orden de Alcántara. Sin embargo, el resto de las posesiones, al igual que sucedía en los otros reinos hispánicos, quedó pendiente de la resolución papal.

Para desgracia de la corona castellana, esta decisión pontificia coincidió con la minoría de edad de Alfonso XI (1312-1325), que había recibido la corona tras la muerte de su padre, Fernando IV. Fueron años difíciles para Castilla, envuelta en luchas por la sucesión y enfrentamientos con las fuerzas musulmanas. Estas circunstancias negativas impidieron el envío de embajadores ante el Papa para velar por los intereses castellanos en relación con el patrimonio templario. Cuando Alfonso XI alcanzó la mayoría de edad y se dispuso a reclamar sus derechos ya era demasiado tarde. El monarca castellano, en un intento de seguir el ejemplo aragonés, quiso dar vida a una nueva orden militar, sustentada en los antiguos bienes del Temple, que quedara íntimamente vinculada a la monarquía. Sin embargo, la respuesta de Juan XXII, emitida en 1331, fue negativa. El pontífice tenía argumentos de sobra para rechazar la propuesta: por un lado, el reparto de los bienes templarios había sido decidido años atrás, y un cambio de decisión supondría un grave perjuicio para los sanjuanistas, receptores de buena parte del patrimonio; por otra parte, el Papa reforzó su negativa apoyándose en la nula funcionalidad que habían demostrado las órdenes de nuevo cuño surgidas en Aragón (Montesa) y Portugal (donde se fundó la Orden de Cristo, como veremos un poco más tarde). Sin duda, Juan XXII no iba a repetir el error cometido en estos dos reinos peninsulares, donde las nuevas órdenes habían demostrado ser únicamente instrumentos al servicio del poder real, escapando cada vez más a los intereses de la Iglesia.

A pesar de este primer fracaso, la monarquía castellana realizó un nuevo intento años más tarde, cuando Juan I (1379-1390) propuso al papa Clemente VII de Aviñón (el papado se encontraba ya inmerso en el célebre Cisma de Occidente) la creación de una nueva orden militar que, bajo el nombre de San Bartolomé, tendría como finalidad defender los territorios próximos al Estrecho de Gibraltar, entonces bajo control de los temibles benimerines del norte de África. Se trataba, por tanto, de una orden de carácter naval, que patrullaría las aguas cercanas a Tarifa, la que debía ser su base. El papa Clemente vio con buenos ojos la iniciativa, e incluso emitió una bula en la que autorizaba la creación de la orden en 1388. Sin embargo, y por causas desconocidas, tal y como explica Enrique Rodríguez-Picavea en Los monjes guerreros en los reinos hispánicos (Ed. Esfera de los Libros, 2008), parece que la Orden de San Bartolomé nunca llegó a convertirse en una realidad.

La orden de Cristo
Durante el penoso proceso contra los templarios, el rey portugués, Dinís I, ya había dejado bien clara su postura. Los monjes guerreros de sus territorios no sólo no fueron detenidos, sino que tampoco se confiscaron sus posesiones. El monarca luso decidió esperar a que todo se aclarase antes de actuar, a pesar de las claras órdenes dictadas por el papa Clemente V. Un caso verdaderamente singular, que no se repitió en ningún otro reino cristiano.
Cuando finalmente la disolución del Temple fue una realidad, Dinís I siguió una táctica similar empleada a la de Jaime II, aunque con mucho mayor éxito, como veremos. El rey portugués argumentó que el traspaso de los bienes templarios a la orden sanjuanista supondría una gran dificultad en su reino, y además destacó el notable acoso que ejercían los musulmanes en muchos puntos de su territorio. Como solución, el monarca propuso a Juan XXII la creación de una nueva orden, a la que cedería la fortaleza de Castro Marim, en el Algarve, con la intención de defenderse de los hipotéticos ataques sarracenos.

La diplomacia portuguesa resultó más efectiva que la aragonesa, pues en 1319, el pontífice aprobaba la creación de la nueva Orden de Cristo, que recibía todos los bienes templarios portugueses. En la misma bula de creación se citaba a Gil Martins, antiguo maestre de la Orden de Avis, como nuevo maestre de la recién nacida orden. A todos los efectos, sin embargo, la Orden de Cristo no era sino una remodelación del Temple portugués, pues además de que conservaba todos sus bienes, la mayor parte de sus hombres eran antiguos templarios. De hecho, incluso el atuendo de los monjes cristeños recordaba en exceso al de los templarios, con hábito blanco únicamente decorado con una cruz roja sobre el pecho, a la que se añadió una blanca más pequeña en la parte central.
Si en el caso de Montesa la servidumbre a la monarquía había sido bastante disimulada, al menos en un principio, en el caso de la Orden de Cristo la propia bula de fundación mencionaba explícitamente que los nuevos freires se sometían por vasallaje al monarca luso. Dinís había logrado todos sus objetivos: conservó para sí –aunque indirectamente– los bienes del Temple, y contó desde ese momento con una orden militar dispuesta a servir de instrumento político del reino. Una buena prueba de ello fue que la fortaleza de Castro Marim, la que supuestamente iba a ser sede de la nueva milicia, nunca llegó a utilizarse como tal. En su lugar, los maestres de Cristo se trasladaron a Tomar, uno de los primeros y más importantes bastiones templarios de Portugal. Con los años, la devoción de la orden hacia los reyes portugueses fue en aumento, como evidencia el hecho de que se reconociera al rey como auténtico fundador y patrón de la misma. No en vano, la mayor parte de los grandes maestres de Cristo fueron, en su mayoría, hombres afines a la Corona.
Un siglo más tarde, en 1420, la Orden de Cristo tuvo como Gran Maestre al infante don Enrique, más conocido como El Navegante, por lo que aumentaron aún más sus lazos con la monarquía. El hermano del rey invirtió buena parte de las riquezas de la orden en la exploración y conquista de nuevos territorios allende los mares y, de hecho, los navíos portugueses que protagonizaron la floreciente etapa de los descubrimientos, portaban en sus velas la cruz roja y blanca de la Orden de Cristo. Una aventura marítima que convertiría a Portugal en una de las grandes potencias mundiales. Pero esa ya es otra historia.

ANEXO
BREVE HISTORIA DE LAS ÓRDENES MILITARES PENINSULARES
Aunque la presencia en los reinos peninsulares de las órdenes militares “universales” como el Temple y el Hospital fue notable desde poco después de su creación, las peculiares circunstancias de la Península, escenario de otra cruzada contra los musulmanes durante los siglos que duró la Reconquista, propiciaron la aparición de órdenes militares autóctonas.
El germen de las mismas habría que buscarlas en el nacimiento de algunas cofradías de caballeros, como la de Belchite y la de Monreal, creadas por Alfonso I el Batallador para servir de defensa de los territorios recuperados tras la conquista de Zaragoza. Dichas cofradías, aunque carecían de reglas monásticas y estaban formadas por laicos, fueron el caldo de cultivo de las futuras órdenes peninsulares.
La primera de todas ellas fue la Orden de Calatrava. La fortaleza de Kalaat-Rawa, tomada por Alfonso VII de León a los musulmanes, y ubicada al sur de Toledo, había sido donada a los templarios para su defensa pero éstos se declararon incapaces de conservarla ante la presión almohade. Tras la “deserción” templaria, el rey Sancho III de Castilla la cedió a un grupo de monjes cistercienses de Fitero, a los que se unieron algunos laicos y varios templarios. Poco después, en 1164, el papa Alejandro III dictó una bula en la que se confirmaba la regla de la nueva Orden, que recibiría el nombre de la fortaleza.
En 1176, el monarca leonés Fernando II concedía en una carta los bienes del lugar de San Julián del Pereiro –hoy en suelo portugués– a un tal Gómez, que sería el primer fundador de aquella casa. Ese mismo año, el papa puso a la nueva orden del Pereiro bajo su protección, y siete años después, el nuevo pontífice, Lucio III, les encomendó la defensa de la cristiandad. Ya en el siglo XIII, tras la victoria de Las Navas de Tolosa, se tomó posesión de Alcántara, cedida inicialmente a la Orden de Calatrava. Sin embargo, el maestre de la misma la cedió a los caballeros de San Julián, que a partir de entonces tomarían el nombre de Orden de Alcántara.
Algunos años antes, en 1211, el monarca portugués había arrebatado a los sarracenos la fortaleza de Avis, y dos años después se instaló allí una pequeña cofradía, que terminaría tomando el nombre de la fortaleza en 1223: había nacido la Orden de Avis.

Según la tradición el nacimiento de la Orden de Santiago se remontaba al siglo X, con la finalidad de proteger los peregrinos que se dirigían a Compostela. En realidad, la orden nació en Cáceres, después de que Fernando II conquistara la plaza y la cediera a una cofradía conocida como “Hermanos de Cáceres”. Fue en 1171 cuando el arzobispo de Compostela acordó con dicha cofradía la protección de sus posesiones en aquel lugar y, a cambio, les ofrecía la protección de Santiago y el honor de portar su estandarte. Fue así como en 1175 terminaría creándose su regla, a pesar de que los caballeros de Santiago habían tenido que abandonar Cáceres –recuperada por los musulmanes–, estableciéndose en Castilla.

La victoria de Las Navas de Tolosa y la expansión de Castilla por Andalucía propiciaron también la aparición de otra orden, la de Santa María de España. La corona castellana pretendía defender el Estrecho de Gibraltar para aislar al reino de Granada de sus aliados en el norte de África, los benimerines. Para ello, Alfonso X decidió crear esta orden, que tenía un carácter puramente naval, con sedes especiales en cuatro puertos distintos: Cartagena, La Coruña, San Sebastián y Puerto de Santa Maria. Años más tarde, a finales del siglo XIII, la orden terminó fusionándose con la de Santiago.

Otras órdenes menores fueron la de Montjoie o Montegaudio, fundada en torno a 1174, y que una década después se dividió en dos ramas, una aragonesa y otra castellana. La primera de ellas se fusionaría con el Temple en 1196, y la segunda haría lo propio con la de Calatrava en 1221. También a comienzos del siglo XIII, Pedro II fundó la Orden de San Jorge de Alfama, que tenía como misión proteger las costas catalanas de los ataques de piratas musulmanes.