sábado, agosto 29, 2015

Cuando te censuro o me censuro... No acepto

Alicia Escaño Hidalgo

Si existe un comportamiento absurdo, ese es la censura, tanto a uno mismo como hacia los demás.
La censura nace del sentimiento de culpa que recae sobre lo que hemos hecho, o bien sobre el odio hacia el prójimo, el cual no ha actuado conforme a mis valores o ideas.

Cuando censuro a alguien o a mí mismo, lo que está ocurriendo es que estamos abrazando ciertas ideas absurdas, como que determinadas personas son ruines, malas y merecen ser severamente censuradas y castigadas por sus faltas.
Para liberarnos de esta idea ilógica y falsa, lo primero que tenemos que hacer esconfrontarla con la realidad. Eso nos hará desecharla para siempre de nuestra mente, y provocarnos sentimientos más sanos, permitiéndonos llevar a cabo actos más coherentes y beneficiosos.
Uno de los argumentos que nos pueden servir para ser conscientes de la falta de racionalidad de esta creencia, es dejar de confundir a las personas con sus actos.

El hecho de que yo cometa un acto deleznable o deletéreo no quiere decir que yo soy, indudablemente y totalmente, un gusano.
Todos los seres humanos cometemos errores, en menor o mayor grado, porque esa es nuestra naturaleza. Pero aún así, con todo nuestro equipaje de fallos y actos reprobables, seguimos siendo seres humanos dotados de un valor intrínseco que no va asociados a nuestros actos.
Por otro lado, la censura no nos va a servir para que el acto considerado por nosotros como negativo, se arregle.
Lo hecho, hecho está y censurarme a mí mismo o al otro por las acciones cometidas, no hará otra cosa que aumentar los sentimientos negativos de culpa, rechazo, odio…mermando, todavía más, mi felicidad. Por lo tanto, no nos conviene.

A veces, nos comportamos de manera tan infantil, que despotricamos horas y horas contra nosotros mismos y contra los demás, desvalorizándonos, automachacándonos, criticando o culpabilizando a los otros, porque “debería haber sido de otra manera”.
Nos cuesta muchísimo aceptar, que porque alguien no actúe tal y como a mí me gustaría, no quiere decir que debería haberlo hecho.
Las cosas no son como nosotros queremos. Pensando de esta manera, nos convertimos en niños que patalean porque “su padre debería comprarle un balón de fútbol nuevo”. Nada hay que demuestre que los demás seres humanos estén obligados a satisfacer mis deseos.
Nadie ha venido al mundo a cumplir nuestras expectativas. Es verdad que tenemos perfecto derecho en desear y preferir cosas y en intentar luchar por ellas, pero hay que ser consciente de que el otro también tiene perfecto derecho a negarse a hacer lo que yo quiero.
En ocasiones nos encolerizamos por este motivo y lo único que conseguimos es el resultado contrario al que pretendíamos: la otra persona, que evidentemente, no le agrada que se le censure, se aleja aún más de nosotros.

¿Pero no queríamos que actuara conforme a nuestros deseos? ¿Es que encolerizándonos con ella lo vamos a conseguir?
Y entonces, ¿qué hacemos? La clave está en sugerir amablemente a la otra persona, exponiéndole nuestras razones, pero haciendo hincapié en que tiene perfecto derecho a no sucumbir a nuestros deseos y a hacer lo que le de la gana.

Por otro lado, cuando se trata de la educación de un niño, es cierto que hay que hacerle ver que ha hecho algo mal y es necesario que aprenda este concepto para que no lo repita en el futuro, pero la diferencia entre hacerlo con castigos o haciéndolo con penalizaciones es esencial.
Si mi hijo ha roto el jarrón de cristal del salón, será absurdo que me enfrasque con el en una pelea, que le grite o le diga que es un torpe. Eso no arreglará el jarrón, y de paso le hundiremos la autoestima, haciéndole creer que él es totalmente un torpe por un acto en concreto.
La mejor opción es explicarle, sin tensión, que se ha equivocado y que ahora deberá reparar el daño, bien recogiendo los fragmentos rotos del jarrón o limpiando el suelo.

La idea es interiorizar que nuestros actos tienen consecuencias, que somos responsables pero no culpables. La diferencia es clave y salva nuestra autoestima.

Por lo tanto, si eres de esas personas que se irritan exageradamente contra sí mismo o contra los demás, es probable que estés comulgando con las ideas irrealistas antes descritas, como que los demás “deberían” o con que tú mismo “deberías” y si no…”son gusanos” o “soy un miserable”.
Es necesario entonces que te pongas en marcha para ahuyentar de tu mente esas exigencias, facilitando el cambio o la oportunidad de rectificar lo que consideramos que hemos hecho mal.