G. W. Leibniz
El problema del mal en la filosofía de Leibniz ha atraído tradicionalmente el interés de los investigadores. Su vinculación con el optimismo metafísico, ha dado lugar a que fuese considerado a menudo uno de los "puntos débiles" de la filosofía leibniziana, y con harta frecuencia malinterpretado como un rasgo de conformismo. En las últimas décadas, ha comenzado a ser interpretado de un modo más profundo, a partir de la especificidad de sus diversas dimensiones: no sólo la ética, sino también la metafísica y cosmológica. El objetivo del presente trabajo consiste en apuntar algunas reflexiones en torno al fundamento metafísico del mal en la filosofía leibniziana.
Para abordar esta cuestión, es necesario atender a los diversos modos de pensamiento asimilados por Leibniz, entre ellos algunos elementos del Judaísmo, sobre todo de la versión cristianizada de la Kabbalah luriánica[1], en la que profundizó a través de sus contactos con F. M. van Helmont y el círculo platónico de Cambridge[2], en especial las obras De arte cabalística, de J. Reuchlin[3], y la Kabbalah denudata, publicada por Ch. Knorr von Rosenroth[4].
La tendencia de Leibniz a la conciliación de posiciones opuestas, a partir de la síntesis de los elementos positivos contenidos en cada una, se hace aquí evidente: la autonomía y realidad de la sustancia individual, ya había sido afirmada por el hilozoísmo neoplatónico renacentista, del cual Leibniz es heredero. Téngase en cuenta que Marsilio Ficino, Pico della Mirándola y Francesco Patrizi, entre otros, también establecieron doctrinas estrechamente relacionadas con la Kabbalah judía en su versión cristianizada y sintetizada con las concepciones neoplatónicas[5].
Un aspecto fundamental de estas doctrinas era la reflexión sobre la prisca theologia o prisca sapientia, revelación anterior a las Escrituras Bíblicas recibida directamente de Dios por los primeros hombres y diseminada por todos los pueblos: Moisés, Hermes Trismegisto, Zoroastro, Orfeo o los pitagóricos habrían sido otros tantos representantes de dicha sabiduría[6]. Estos pensadores renacentistas también habían intentado la concordancia entre diversas doctrinas, sobre todo las de Platón y Aristóteles, en función de construir una philosophia perennis, deudora de la prisca theologia, justamente lo que más tarde se propondría Leibniz[7], quien se declara deudor de todas aquellas disciplinas portadoras de algún elemento de verdad[8]....
Spinoza se había propuesto fundamentar el origen del universo a partir de un único principio, a la vez inmanente y trascendente, desde perspectivas metafísicas y no propiamente religiosas, de modo tal que los fundamentos de la moral humana quedaran expresados en el propio orden universal, pero en su caso el mayor acto de libertad humano consistía en reconocerse dependiente de esa totalidad. Leibniz, quien tenía sobradas noticias de la relación de Spinoza con la Kabbalah[9], aprendería del uno y de la otra--conocida sobre todo a través de los helmontianos[10]--para construir su visión sobre Dios desde otra perspectiva, lo cual expresa de este modo: "Mais Spinoza, qui était versé dans la cabale des auteurs de sa nation, et qui dit (Traité politique, ch. 2, n. 6) que les hommes, concevant la liberté comme ils font, établissent un empire dans l'empire de Dieu, a outré les choses. L'empire de Dieu n'est autre chose, chez Spinoza, que l'empire de la nécessité, et de une nécessité aveugle, comme chez Straton, par laquelle tout émane de la nature divine, sans qu'il y ait aucun choix en Dieu, et sans que le choix de l'homme l'exempte de la nécessité[11]". Según Leibniz, el Uno es suficiente para generar todas las cosas. Sobre esta base se construyeron sus tratados filosóficos de madurez que abordan la relación entre Dios, el hombre y lo creado a partir de la idea de mónada[12], y aun en el Discours sur la théologie naturelle des chinois. Este principio, que vincula las verdades de la metafísica, de la teología y de las matemáticas con su concepción vitalista sobre la naturaleza, se expresa en un escrito de mayo de 1696 titulado: "Wunderbarer Ursprung aller Zahlen aus 1 und 0", según Leibniz destinado a proporcionar una explicación del "secreto de la Creación[13]". Esto explica la doctrina de la creación-emanación de las mónadas por "fulguraciones" de la divinidad[14]. Por cuanto todos los sephirot, desde el Uno o mónada pitagórica, corresponden también al nivel de lo creado, Dios, como Creador, es decir, en la medida en que nos resulta accesible, debe ser "mónada de las mónadas", es decir, unidad absoluta.
Admitir la presencia de Dios en las sustancias, no elimina la dependencia de éstas con respecto a Dios, que está presente como chispa en ellas, sino que la conjuga con la relativa autonomía de todas. Así lo afirma Leibniz al ponderar el caso del hombre y sus pensamientos: el alma pensante no está vacía, puesto que "contiene las razones iniciales de diferentes conceptos y doctrinas[15]", para añadir a continuación los nombres que distintos filósofos han dado a esas razones iniciales, a las cuales Julio Escalígero llamaba "también Zephyra, que quiere decir fuego vivo, trozos luminosos ocultos en nuestro interior que brotan al contacto de la experiencia, al igual que las chispas que saltan al disparar el fusil. No sin razón se cree vislumbrar en esta fulguración las huellas de algo divino y eterno que se manifiesta ante todo en el asentimiento a las verdades necesarias[16]". Este gnosticismo no debe hacernos olvidar que Dios, la "mónada de las mónadas" leibniziana, es una sustancia que posee, a un nivel concebible, pero intrínsecamente incomprensible para el hombre, inteligencia--y por tanto sabiduría--, bondad, justicia, poder y ubicuidad. Todo ello en un grado absoluto, de modo tal que, en el racionalismo leibniziano, la condición mistérica de estas características se explica por su infinito nivel de complejidad y profundidad, análogo al del entendimiento humano, pero lejano hasta ser inalcanzable a causa de su grado, del nivel supremo que ocupa en la escala del ser, pero no antitético en relación con el entendimiento humano, pues uno y otro responden a lo que Leibniz entiende como razón[17].
La doctrina cabalística, en especial la luriánica, explica que la Creación se lleva a cabo mediante el zimzum, es decir, la concentración del Creador en un punto único, a partir del cual se amplifica en un segundo, éste en un tercero y así sucesivamente. Esto se lleva a cabo mediante el Pensamiento divino expresado en Palabra. De tal modo, no es la esencia divina la que se expresa directamente en las cosas, sino su proyección en la Palabra[18].
Dios entonces, está en todo como fuerza creadora o Palabra, y a la vez fuera de todo como infinito, por lo cual el mundo conserva simultáneamente la autonomía sin dejar de depender de la Divinidad[19]. A la vez, la retirada del Creador, como infinito, del punto que constituye el origen de la Creación, dió lugar a la imperfección del universo o las "tinieblas". Esto abrió las puertas al mal, a través de la destrucción física y del pecado, por lo cual en el mundo--a partir del pecado adámico--se produciría la mezcla entre el bien y el mal en el mundo y en el corazón humano, en cuyo corazón el mal impulso (yeser horá) habita junto al bien que lo constituye esencialmente.
Es por esto por lo que el bien y el mal se integran forzosamente en el orden universal, y emanan a menudo de una misma fuente. De ahí que la conducta humana debiera estar dirigida a colaborar en la tarea cósmica de restituir el estado de orden o bien original; en otras palabras, de pasar del estado de confusión (olam ha-Tohu) al orden o redención (olam ha-Tikkun). Al valorar la interpretación leibniziana acerca del mal, debe tenerse en cuenta que, según Maimónides y también según la Kabbalah, el mal posee en sí mismo naturaleza divina[20]: es la negatividad propia de la Creación, en la totalidad de la cual se expresa la gloria divina. Constituye una fuerza que oculta la luz, pues proviene de la pugna entre justicia y misericordia divinas, como un medio para equilibrar ambas. Es la otredad del bien, la estructura destructiva dispersa en la Creación, el ídolo o dios extraño oculto en el hombre y coexistente con la chispa divina[21]. Esto puede ser interpretado como privación (el mal no sería sustancia y su carácter de ídolo provendría del pecado), o como un principio oscuro presente en el propio Creador, lo cual le otorgaría sustancialidad, como ocurre en la doctrina cabalística de Rabí I. Luria, aunque la primera interpretación tuvo importantes partidarios[22]. El Zohar, libro cabalístico fundamental, lo presenta como real, pero muerto, y animado por la Luz Divina que inunda toda la Creación o por el pecado humano[23].
De acuerdo con lo anterior, el hombre tendrá que elegir constantemente cuál de sus tendencias internas seguirá: la correspondiente a la chispa divina o al dios extraño. Esta última lo conducirá a la soberbia y el egoísmo, justamente a la auto deificación. La primera, a una actitud dadora, basada en el obrar a partir del sometimiento al Creador, según afirma Leibniz en el Discours sur la générosité. El mal no es para él una potencia independiente pero posee una fuerza que puede vencer o ser vencida, según la voluntad de resistencia del hombre. Esto supera el gnosticismo dualista a la vez que refuerza la idea de que todas las cosas, todo poder, toda fuerza provienen del Uno, idea vital para Leibniz y fundamento también de su diádica.
No se olvide que para Leibniz todo espíritu es, "una pequeña divinidad en su departamento[24]", por lo cual el alma humana "imita, en su recinto y en su breve mundo, en el que le es permitido ejercitarse, lo que Dios hace en el grande[25]". A su elección queda la dirección que esta imitación tomará, ideas en las cuales se evidencia la influencia cabalística, pero también la de Maimónides[26].
Leibniz emplea las figuras tradicionales de la teología cristiana en su exposición sobre el origen del mal a partir del pecado original. También se trata en su caso de evaluar el punto de vista agustiniano, que persigue también eliminar el dualismo gnóstico. Para ello, apela a concepciones judías donde el papel del Mesías como reinstaurador de la antigua era de armonía es interpretado por los primeros cristianos en función de Jesús, expresadas en Juan I, III, 8: "La première méchanceté nous est connue, c'est celle du diable et de ses anges: le diable pèche dès le commencement, et le fils de Dieu est apparu afin de défaire les oeuvres du diable[27]".
La cita prosigue en un tono que, sin dejar de emplear textos neo testamenterios-atribuídos a los discípulos directos de Jesús, judíos practicantes--evoca las concepciones judías acerca de la negatividad opuesta a la luz divina: "Dieu n'a point épargné les anges qui ont péché; mais les ayant abîmés avec des chaînes d'obscurité, il les a livrés pour être réservés pour le jugement (...). Il a réservé sous l'obscurité en des liens éternels (c'est-à-dire durables), jusqu'au jugement du grand jour, les anges qui n'ont point gardé leur origine (or leur dignité) mais ont quitté leur propre demeure[28]".
En Agustín de Hipona, figura fundamental para Leibniz, y para el protestantismo en general, el mal no es sustancia, sino la corrupción del bien, aunque acepta la inmanencia divina en el mundo, lo cual replantearía el problema del mal como obra divina. Esta doctrina de la inmanencia conduciría a la larga a un ecumenismo no siempre aceptado por judíos y cristianos[29].
En el plano humano sin embargo, la lucha entre la "Ciudad de Dios" y la "Ciudad terrena" depende del libre albedrío del hombre al elegir entre las dos tendencias arraigadas en él por el pecado. Leibniz critica la inclinación agustiniana a establecer la voluntad de pecar como algo casi inevitable en ciertos hombres[30], lo cual daría paso a la doctrina de la predestinación a la salvación o la condenación eternas.
Esta doctrina sobre el mal como corrupción del bien difícilmente sería conciliable con la idea leibniziana sobre la metamorfosis y la muerte como "cambio de escenario". Pues ellas no implican mal, sino que conducen a una restitución universal--aunque existan la recompensa y el castigo--, en cuyo proceso el hombre desempeña un importante papel. La resurrección es un proceso natural que afecta a todos los seres, es un cambio de escenario que convierte la muerte en algo relativo, transitorio, justamente como afirma la Kabbalah[31]. La diferencia estriba en que la unidad cuerpo-espíritu que constituye al hombre posee una conciencia de sí, una identidad personal y una memoria de sus actos que se conserva.
Del mismo modo como, en el caso de los individuos, la lucha entre lo mejor y lo peor que anida en el corazón humano puede encauzarse de modo que predomine lo positivo, en el caso del género pueden reunirse las personas ilustradas y de buena intención para lograr el mismo fin, obra similar a la de reunir las chispas de luz dispersas en el mundo (galut) para restaurar en éste el orden perdido.
Para ello es necesario un hombre libre, pero dispuesto a servir de instrumento a los planes divinos, por lo cual "l'homme tombé et non régénéré est sous la domination du péché et de Satan, parce qu'il s'y plaît; il est esclave volontaire par sa mauvaise concupiscence. C'est ainsi que le franc arbitre et le serf arbitre sont une même chose[32]".
En el Judaísmo, y en especial en la Kabbalah, también se concibe este mundo en cierto como "el mejor de los posibles"[33], idea presente en la Guía de perplejos de Maimónides, obra conocida por Leibniz[34]. No porque todo en él sea provechoso y feliz para todos en todo momento[35], según malinterpretó Voltaire, sino porque aun la imperfección, el dolor y el mal en general contribuyen a la generación de estados superiores[36]. La función de dicha negatividad y del mal que trae aparejado consiste en permitir el tránsito hacia lo mejor. Esto puede redundar en la desdicha del individuo, pero a la larga genera siempre lo mejor para la totalidad, idea también presente en Leibniz.
Dios es la sustancia que encierra en sí toda verdad, necesaria o posible--también el mal es verdad--, y actúa según un encadenamiento de verdades y no podría actuar de otro modo, so pena de ir contra su propia esencia, lo cual es imposible, o quebrantar el orden que El mismo ha creado, lo cual también es, según Leibniz, imposible. Y su poder se manifiesta en el funcionamiento de tal orden y no en constantes intervenciones, ya fuese a modo de las "causas ocasionales" de Malebranche, o de repetidos milagros claramente contrarios a las leyes naturales.
Dios obra de acuerdo con las leyes de la razón y por ello aun los milagros se hallan incluidos en el orden universal. Ha elegido precisamente este a causa de su máxima eficacia con la mayor economía de principios. Su omnipotencia sólo está "limitada por la receptividad de la criatura[37]", por lo cual hay que pensar que no quebranta el orden existente debido a que éste constituye la mayor expresión de su sabiduría y de su libertad, y por lo tanto, de su poder[38], pues entre ambos existe una correlación indisoluble.
Cualquier orden pudo haber sido creado, pero cualquiera que no reuniese las características correspondientes al mejor hubiera resultado indigno del amor, el saber y el poder divinos, fuertemente vinculados. Todo lo positivo está sujeto en el mundo a la limitación de las criaturas a las cuales afecta, y la posibilidad de bien y de felicidad posee grados que dentro del ámbito de lo creado no pueden sino tender al infinito-Dios-- pues alcanzarlo sólo es posible en el plano escatológico: "aunque la razón no puede instruirnos acerca de los detalles del gran porvenir reservado a la revelación, podemos estar seguros, por esta misma razón, de que las cosas están hechas de una manera tal que sobrepuja nuestros anhelos[39]".
Es notable también el tratamiento que reciben las nociones de recompensa y de castigo, los cuales sólo superficialmente responden a los esquemas de las teologías cristianas. Como en el caso de la Kabbalah, todas las almas--animales y humanas-comienzan con el mundo y acaban con el mundo[40]--el cual no está destinado a ser destruido, sino a la evolución hacia la restauración final de las cosas--de modo tal que existe una continua metamorfosis, aunque no el renacimiento o metempsicosis tal y como se entendía en aquel momento (migración de toda el alma, como entidad, de un cuerpo a otro), y los castigos y recompensas vienen dados por el orden natural.
El tikkun cabalístico, tal y como lo concibió Rabí I. Luria, establece también la necesidad de reparar los errores de cada existencia en el orden de las siguientes vidas, dispuestas de tal modo que su discurrir permite, mediante las leyes de la naturaleza, cumplir con el sentido encomendado a sus vidas, contenido en la ley interna que rige al individuo y predetermina sus actos, según se ha examinado en un acápite anterior.
Como ya e ha dicho, Leibniz rechazaba la metempsicosis en el sentido burdo en el que se ha concebido muchas veces, pero no negó la posibilidad de la metamorfosis como transmisión de chispas del alma al despertar del sueño de la muerte, lo cual haría posible no sólo la reparación personal, sino la participación en la reparación universal.
Esto explica también que uno de los cometidos fundamentales de la vida humana sea reproducir en la sociedad el orden establecido por Dios en el universo, de modo tal que se cumpla la correspondencia entre causas eficientes y finales: "los que son sabios y virtuosos trabajan en todo lo que parece conforme con la voluntad divina presunta o antecedente[41]". Reconocer la comunidad sustancial con Dios, comprender la naturaleza de sus leyes, ha de disponer moralmente al hombre a trabajar en pos de un fin: la realización de la Ciudad de Dios sobre la tierra.
¿Es el Dios leibniziano básicamente una solución para el problema de la unidad de los "dos laberintos[42]" plasmada en sus raíces en la unidad de los "dos reinos"?[43]. De ser sólo eso, la religión constituiría, como en todo el siglo XVII, el inevitable fundamento de la moral y de un orden social basado en principios universales y no en el relativismo controlado, o mejor en el control tolerante de la libertad humana, basado, eso sí, en las raíces de dicha naturaleza, desde el punto de vista metafísico.
¿En qué se diferencia del deísmo este punto de vista? Lo primero que se observa es que Dios no sólo es necesario para garantizar los elementos arriba apuntados. Ha creado un orden que no desea cambiar, porque es el mejor de los posibles, pero en el que su omnipresencia determina el cumplimiento de sus leyes por las vías de la actividad de los cuerpos y de las direcciones elegidas por la libertad humana y las cadenas de consecuencias acarreadas, en las cuales el mal, ligado a la condición creatural, desempeña un papel porque forma parte de ese orden. Pero Dios mismo también forma parte de dicho orden, a través de su presencia en los espíritus. Pues la creación supone también emanación[44]. Sin ser un místico, Leibniz asimila en este aspecto las ideas de los místicos medievales sobre la "chispa divina" presente en el alma[45], de modo tal que las vías de la naturaleza conducen a la Gracia por las propias características de la Creación-emanación. La presencia de Dios en el hombre no lo convierte por sí misma en anima mundi. Pues el universo es una infinitud de seres sistémicamente organizados, o mejor, un sistema de sistemas, por lo cual no puede aceptarse en el caso de Leibniz la existencia de un panteísmo[46].
Como en cualquier teología cristiana, sucede también que posee una infinita capacidad de dar, de otorgar propiedades a las criaturas sin enriquecerse él mismo: éste es el principio de la Gracia, íntimamente relacionada con el amor de Dios a la Creación[47]. Es por ésto por lo que Dios es Intelligentia supramundana[48], como reiterará en sus obras posteriores[49]. Como en el caso de Nicolás de Cusa, conocemos a Dios a través de su obra creadora, porque está presente en ella.
Llama la atención especialmente el tratamiento de la figura de Jesús por parte de Leibniz. Si bien le llama "divin fondateur de la religión la plus pure et la plus éclairée[50]", hace siempre hincapié en sus enseñanzas y no en la obra redentora, idea sobre la que hay aún mucho que decir. Esto ya había sido formulado en el Discurso de metafísica, 37, donde se establece la superioridad de la religión cristiana, pero se fundamenta a la luz del mensaje de Jesucristo, en el grado óptimo que con el Evangelio han alcanzado las verdades formuladas en el primer estadio de la Revelación, al pueblo hebreo, sin hacer referencia a su sacrificio, que en las teologías cristianas constituye el núcleo de la Redención y por lo tanto, la esencia de lo crístico.
Pese a todo entonces, existe en el caso de Leibniz un punto oscuro sobre su posición cristiana: la poca importancia, o al menos la poca atención brindada a la práctica eclesial y a los sacramentos[51], cuya existencia y validez sin embargo parecía reconocer y discutía en sus escritos. Fe y vida acorde con el Evangelio parecen ser los preceptos fundamentales de la práctica de un hombre que, sin embargo, se esforzó por la conciliación de las diferencias teológicas de todas las iglesias cristianas. Esta era precisamente la actitud vital de Spinoza, quien no frecuentaba la sinagoga ni vivía según todas los preceptos derivados de la Ley entregada a Moisés, y sobradamente conocidos son sus conflictos con las autoridades judías. Pero expresaba sus puntos de vista todo lo sinceramente que las circunstancias le permitían. Leibniz, quien se confesó siempre cristiano y perteneciente a la Iglesia, en el sentido amplio del término, tampoco asistía a cultos religiosos.
La vida encaminada al bien como establecimiento del orden universal parece haber sido para Leibniz, como para Spinoza, la actitud religiosa por excelencia, el compromiso con el Creador desde los propios fundamentos metafísicos de la criatura[52]. En este aspecto se muestra por excelencia el Leibniz no sólo capaz de sintetizar diferentes tradiciones, sino convencido de la necesidad de dicha síntesis para arribar a conclusiones verdaderas.
Philosophia perennis y prisca sapientia han de ir estrechamente unidas. La segunda, al desarrollarse de diferentes formas en las respectivas tradiciones, muestra la necesidad de complementación de todos los puntos de vista en el plano del filosofar, al igual que, en el plano metafísico, las mónadas, innumerables puntos de vista sobre el universo, infinitos en número y contenido, pero parciales, conforman su totalidad como "mejor de los mundos posibles".
La inmanencia de Dios además hace pensar en las distintas religiones como manifestaciones externas, más o menos perfectas, de la Unidad del Espíritu, esencia de todas, de esa verdad "plus répandue qu'on ne pense", idea ya sugerida por Nicolás de Cusa[53]. Plasmar esta unidad en un proyecto de reforma social, que incluye el aspecto ecuménico, es para Leibniz la mejor manera de reducir al mínimo el mal en el ámbito humano, "reino de la Gracia". Lourdes Rensoli Laliga.