miércoles, noviembre 26, 2008
La Brujería
Nacimiento de la Brujería.
La brujería es tan antigua como la condición humana. Su nacimiento tiene lugar en el mismo instante que lo tiene la magia y la religión. Sin embargo, fue la más desdichada de las hermanas esotéricas. Con el tiempo se la consideró como una práctica maléfica y se la ocultó, motivo por el cual no tuvo carta de naturaleza hasta el siglo XV, cuando se reconoció su existencia oficialmente.
El 5 de diciembre de 1484 la Tierra todavía no era redonda para los habitantes que la poblaban; en los confines del mundo cristiano se sabía que existía la brujería, y lo que aún era peor: las brujas y los brujos. Precisamente por ello, en este tiempo el papa Inocencio VIII proclamó la bula "Summis desiderantes affectibus" (que sería conocida popularmente como "canto de guerra del infierno") a la vez que se publicaba el Maellus maleficarum o "Martillo de herejes", un libro de texto escrito por dos inquisidores dominicos de Alemania y a través del cual la Iglesia reconocía oficialmente la existencia de la brujería. Este reconocimiento se resumía en tres conclusiones:
1 La brujería es una realidad.
2 La brujería se funda en un pacto con el Diablo.
3 El pacto se basa en la negación de la fe cristiana.
De este modo dio comienzo la creencia oficial cristiana en los poderes del maléfico personificados sobre la Tierra, y así fue como se reconoció en el mundo que pululaban por doquier brujos y brujas.
Aunque empezó siendo considerada por la Iglesia una herejía entre tantas, acabó acaparando todo lo relativo a lo maléfico y lo oculto (las artes adivinatorias, la magia negra, la hechicería, el curanderismo, los heterodoxos y hasta el satanismo). La clásica imagen horrible que nos ha llegado de la brujería fue una realidad a lo largo de los siglos XV y XVII, doscientos años en los que realmente se manifestaba de la forma más violenta, sangrienta y terrible que pueda imaginarse.
Naturalmente, el reconocimiento oficial de la existencia de la brujería conmocionó al mundo cristiano, pues en ella hallaba un nuevo y poderoso enemigo. Las medidas que adoptó la Iglesia no pudieron ser más descabelladas: sólo durante la primera mitad del siglo XVII se condujo a la hoguera indiscriminadamente entre 250.000 y 300.000 personas en toda Europa, acusadas de practicar la brujería. Pero ¿existía realmente en aquel momento la brujería? ¿eran auténticas aquellas brujas o inocentes víctimas?, y en el caso de que hubiese brujas: ¿llegaron a establecer pactos reales con el Diablo?
Por los caminos de la Brujería.
El viraje que hizo la Inquisición en el siglo XV, dando entrada en sus actas a Satán y a la brujería, extremó aún más un sistema ya de por sí refinado, pero no varió esencialmente nada. Por simple denuncia, los acusados eran encarcelados y sometidos a juicio. Las pruebas eran siempre circunstanciales... pero la mayor parte de las veces definitivas a los ojos del jurado. Cualquier indicio, por nimio que fuera, era identificado como un signo demoníaco. Una de las acciones más perseguidas era el pretendido hechizo maligno contra otra persona. Cualquier enfermedad de síntomas no identificables era diagnosticada por los médicos como obra de hechicería... y se buscaba inmediatamente al brujo o bruja causante de la tropelía. L. De Gérin-Ricard, en su famosa "Histoire de l’Occultisme", da una relación completa de los extremos que eran considerados médicamente como obra de brujería. Creemos sumamente interesante citarlos aquí:
-Si la enfermedad es tal que los médicos no la pueden descubrir ni conocer.
-Si aumenta en vez de disminuir, a pesar de haberse procurado todos los medios posibles.
-Si, desde el comienzo, presenta grandes síntomas y dolores, contra lo acostumbrado en otras enfermedades, que crecen poco a poco.
-Si es inconstante y variable en sus días, sus horas, sus períodos, y además que tenga en efecto muchas cosas diferentes de las naturales, aunque en apariencia se muestre semejante.
-Si el paciente no puede decir en qué parte del cuerpo siente el dolor, aunque esté muy enfermo.
-Si lanza suspiros tristes y desgarradores sin ninguna causa legítima.
-Si pierde el apetito y vomita lo que ha tomado de carne; si tiene el estómago como encogido y apretado y que le parezca tener dentro algo pesado o bien si siente en él algún trozo que sube hacia el esófago y luego vuelve a su lugar primitivo, y que no pueda tragar, cuando está en la parte superior, así como si por sí mismo desciende súbitamente.
-Si siente calores punzantes y otros pinchazos agudos en la región del corazón, de tal forma que prefiera que éste se le parta en pedazos.
-Si se le ven las arterias latir y temblar alrededor del cuello.
-Si está atormentado por algún cólico de dolor vehemente de los riñones, o si tiene acerbas punzadas en el ventrículo; o también si siente un viento frío o caliente exagerado recorrerle el vientre u otra parte del cuerpo.
-Si se vuelve impotente para el oficio de Venus.
-Si tiene algún sudor ligero, incluso durante la noche, cuando el aire es bastante frío.
-Si tiene los miembros y partes del cuerpo como ligados.
-Si llegan a faltarle fuerzas por todo el cuerpo, con suma languidez. Si siente la cabeza pesada y se complace en decir simplezas, como les sucede a los melancólicos.Si está afligido por varias clases de fiebres que no llegan a explicarse los médicos. Si tiene movimientos convulsivos que le hagan parecerse a los atacados por el mal caduco. Si sus miembros se ponen rígidos por forma de convulsión o espasmo. Si todas las partes de la cabeza se le hinchan, o si está con tal lasitud que no se puede casi mover. Si se pone de color amarillo y ceniciento por el cuerpo, pero principalmente por la cara. Si tiene los párpados tan apretados que pueda apenas abrir los ojos, y sin embargo que tenga los ojos muy claros y transparentes. Si tiene los ojos extraviados. Si le parece ver algún fantasma o nube.
-Si no puede mirar al sacerdote fijamente o que le cueste trabajo y dificultad mirarle. Si el blanco de los ojos le cambia diversamente.
-Si se trastorna, se asusta, o recibe algún cambio notable cuando el que es sospechoso de haberle pasado el mal entra en el lugar donde está.
-Finalmente, si cuando para la cura del mal el sacerdote habrá aplicado algunos ungüentos sagrados en los ojos, en los oídos, en la frente o en otras partes del cuerpo, estas partes llegan a transpirar o presentar algún otro cambio.
Ante la naturaleza de estos "indicios", en muchos de los cuales pueden reconocerse enfermedades y trastornos hoy sobradamente conocidos, uno no puede extrañarse de que se cometieran un sinnúmero de errores y aberraciones. El miedo al demonio podía muchas veces más que la cordura, y se prefería condenar a un inocente antes que dejar la posibilidad de que un culpable escapara sin castigo. Se creía demonio omnipotente en el arte de engañar a los inquisidores, y muchas pruebas presentadas a favor de los acusados eran rechazadas inmediatamente, considerándolas "engaños diabólicos". Michelet, en su obra "La bruja", cita el caso de una mujer que es acusada por la Inquisición de haber extraído del cementerio es cadáver de un niño para hacer uso de él en sus pociones mágicas. El marido, para demostrar su inocencia, exige que sea exhumado la tumba. Se realiza esto, y el cuerpo del niño aparece intacto dentro de su ataúd. Pero el juez no variará por ello su opinión: el diablo lo puede todo, dice, el cuerpo del niño no está dentro del ataúd, todo es una ilusión infernal. La mujer es condenada a la hoguera.
Cualquier detalle inexplicable en la conducta de una persona puede ser obra del diablo. Los locos, los epilépticos, son endemoniados, y como tales han de ser exorcizados. Cuando el exorcizador no podía arrojar al diablo del interior del cuerpo poseído, daba rápidamente la explicación: no era uno, sino varios los diablos que poseían el cuerpo de aquel infeliz, y de este modo todos sus esfuerzos eran inútiles. No quedaba más solución que librar al desgraciado pasándolo por la hoguera.
Una de las pruebas básicas en que se fundaron durante mucho tiempo los juicios contra los brujos fue la "marca de Satanás". En principio, la marca de Satanás podía ser cualquier cosa: un grano, una verruga, una antigua cicatriz, una peca... algo que pudiera ser tomado como la marca infamante dejada por el diablo como signo de su posesión sobre la persona del brujo. Más tarde se descubrió un nuevo refinamiento a esta "marca": la "marca de Satanás" era un punto en el cuerpo del pretendido brujo, la mayor parte de las veces invisible al ojo desnudo, pero que tenía la propiedad de ser insensible al dolor. De este modo, para probar si tenían en su cuerpo la "marca de Satanás", los inquisidores desnudaban al reo y, con ayuda de un fino punzón, iban pinchando las diferentes partes de su cuerpo hasta descubrir la marca infamante. ¿La descubrían realmente? Casi siempre... ya que hoy sabemos que algunos puntos de la epidermis humana son relativamente insensibles al dolor, y que el pinchazo de una afilada aguja no causará reacción en nosotros... sobre todo si han estado pinchándonos anteriormente en otras partes más sensibles. El hallar el punto insensible era sólo cuestión de suerte y paciencia. Así, muchos reos fueron condenados como cómplices de Satanás solamente por la existencia de esta prueba, cuya validez sería discutida hoy por cualquier jurisconsulto.
Existieron realmente las brujas?
Los incontables procesos registrados por la Inquisición en todos los países, el enorme número de brujas que fueron ahorcadas o llevadas a la hoguera por tener tratos con el demonio, nos hace pensar que si existió realmente una epidemia de brujería en toda la Europa medieval, ¿o fue una locura colectiva absurda e inexplicable? Que nació y murió al socaire de unas circunstancias bien delimitadas.
¿Es increíble que tantos miles y miles de hombres y mujeres fueran condenados sin motivos, o realmente hubo algo en torno de ellos que motivó las condenas con un fundamento de causa? La lectura de las actas inquisitoriales nos muestra, a menudo, detalles sorprendentes. Así como algunos casos muestran evidentísimos la coacción por el miedo y la tortura, y la inocencia de los inculpados es tan prístina como un cristal, en otros los acusados no vacilan en aceptar de principio las acusaciones, declaran libremente sus pactos con el demonio, cuentan sus orgías nocturnas, sus reuniones con el Príncipe de las Tinieblas, sus concupiscencias.
¿Puede ser todo esto imaginación... o existieron realmente las brujas? ¿Hubo pactos verdaderos con el demonio?
Dejando aparte el hecho de que el imperio del demonio en la Edad Media fue en gran parte la obra de la Iglesia, dejando aparte también la posibilidad de la existencia real de los pactos con el demonio (de la que nos ocuparemos en un próximo tema), hay que admitir que, en la Edad Media, hubo gran número de hombres y mujeres que creían realmente tener tratos con Satanás y oficiar de brujos. ¿Los tenían realmente? Tal vez algunos sí. Pero en gran parte de estos casos de embrujamiento convencido, este convencimiento no era más que una ilusión de las mentes de los propios pretendidos brujos y brujas, cuyos orígenes eran una desenfrenada insatisfacción sexual, una imaginación tan rica como desequilibrada, el uso de algunos ungüentos que, como se comprobó posteriormente, tenían en su composición drogas alucinógenas...
Pero, aunque los fundamentos de sus creencias no fueran más que producto de sus propias imaginaciones enfebrecidas, sus obras eran reales. Al respecto se cuentan verdaderas atrocidades: según Sprenger, dominico comisionado por Roma para extinguir la hechicería en Alemania, los brujos se entendían con los médicos y los parteros para comprarles los cadáveres de niños recién nacidos. Los parteros daban muerte a las criaturas en el mismo momento en que nacían, clavándoles largas y finas agujas en el cerebro, tras lo cual declaraban que el niño había nacido muerto y procedían a enterrarlo. Llegada la noche, los brujos desenterraban a la víctima y la llevaban a sus cuchitriles, en donde la hervían en un caldero con hierbas narcóticas y venenosas y procedían luego a varias operaciones de laboratorio para obtener como resultado una especie de gelatina. El residuo líquido se vendía como elixir de larga vida, y la parte sólida se mezclaba, bien triturada, con grasa de gato negro y sebo, de lo cual salía una pomada que era usada para las fricciones mágicas.
Las brujas alcanzaban su paroxismo cuando relataban sus uniones carnales con Satanás, en cuyos relatos se incluían todos los excesos. Posteriormente se ha querido explicar todo ello a través de una sexualidad profundamente frustrada, pero por aquel entonces no se conocía aún la psicología y lo único que cabía hacer era exorcizar a la bruja... o llevarla a la hoguera. Los exorcizadores profesionales de la Inquisición formaron una verdadera legión... y las hogueras también.
La captura de una bruja era algo sumamente difícil y complicado... y ponía en grave peligro a sus captores si no sabían ser listos. Era preciso, en el momento de capturarla, levantarla inmediatamente del suelo, ya que sólo así se rompían los contactos con los poderes infernales, transmitidos a través de la tierra. Para facilitar las capturas se usaban muchas veces unas jaulas de madera de grueso piso, dentro de las cuales eran metidas rápidamente... tras lo cual ya no había ningún peligro, ya que una vez en manos de la Inquisición el diablo ya no tenía nada que hacer.
Sin embargo, Satanás era tan atrevido que no se detenía ni antes los representantes de la Iglesia.
Numerosos eran los sacerdotes, incluso los Inquisidores, que habían sido tentados por Satanás, aunque éste demostraba una predilección especial por los conventos de monjas. María de Sains, religiosa de Lille, confesó en 1615 haber mezclado hostias y sangre consagradas, polvo de macho cabrío, huesos, cráneo de niño, pelos, uñas, carne, con trozos de hígado y de cerebro, para destruir a toda la comunidad. Declaraciones como esta pueden hallarse a cientos en los anuales de la Inquisición. Hoy en día tal vez nos merecieran el concurso de un psiquíatra, pero entonces la psiquiatría aún no existía.
Las brujas sólo podían ser destruidas por el fuego y la muerte. A veces, cuando ni el juicio ni la tortura conseguían nada, se utilizaba otro medio para saber si el acusado era culpable o inocente: se le ataba de pies y manos, se le introducía en un saco y se le arrojaba al agua: si flotaba era evidentemente culpable, y se le llevaba rápidamente a la hoguera. Si se hundía, su inocencia quedaba probada... aunque la mayor parte de las veces, cuando se sacaba de nuevo al desgraciado, éste ya se había ahogado, con lo que el fin de la prueba era siempre el mismo: la muerte del sujeto acusado.
Regreso a la normalidad.
Como ya hemos comentado anteriormente, la fiebre de la "caza de brujas" pudo ascender a 250.000 o 300.000 víctimas en Europa.
Aunque es imposible obtener cifras exactas, se calcula que, a principios del siglo XVIi, habían muerto convictos de brujería, más de 200.000 personas en toda Europa... y éste, se afirma, es un cálculo moderado. Alemania, que combatió la brujería con un ardor que no conoció rival en toda Europa, se atribuye un mínimo de 100.000 de estas víctimas, y España más de 30.000, mientras que Inglaterra "solamente" ejecutó a unos 1000 brujos. Salvador de Madariaga, en cambio, va en sus cifras un poco más lejos: 300.000 para Europa, 200.000 para Alemania, 70.000 para Inglaterra (cifra que es dada también por otros autores)... De todos modos, estas cantidades tienen una importancia transitoria, y nunca podrán ser absolutas. Además, a los ajusticiados habría que añadir los condenados a diversas penas más leves, los encarcelados de por vida... De 1575 a 1700, dicen algunos cronistas, la Inquisición inculpó a un millón de brujos, cuyas confesiones, obtenidas siempre bajo tortura, hacen hoy sonreír: haber acudido a los sabbats en forma de lobos, serpientes o machos cabríos, haber devorado niños, haber cometido los excesos más absurdos. Todo, absolutamente todo, va a ser creído durante ese período...
Pero, a partir del siglo XVI, la Inquisición empieza a retroceder. Primero deja paso a los tribunales seculares, que al principio seguirán sus huellas con el mismo fanático rigor. Esto durará hasta finales del siglo XVII. Entonces, y debido a que este clima de terror y persecución no era bueno para el comercio, el rigor decrecerá poco a poco. En Holanda, primer país que terminó con la "caza de brujas", la última ejecución pública ocurre en 1610. Inglaterra le sigue en 1684. En 1682, en Francia, un edicto de Luis XIV suprime absolutamente la pena de muerte por brujería. La última ejecución pública en Francia ocurre en 1745. Como un mar que, tras una tempestad, se va calmando, va cediendo su oleaje; y aunque en algunos rincones apartados el populacho siga, durante un tiempo, atacando supersticiosamente a los pretendidos brujos, y se produzcan algunas ejecuciones populares aisladas, el remanso, iniciándose en las grandes ciudades y extendiéndose poco a poco, va haciendo volver a renacer la calma en todos los lugares.
Así, como durmiéndose, progresiva y suavemente, termina uno de los períodos más discutidos de la historia de la humanidad... un período que, pese a todo, palidecerá ante las 34.000 ejecuciones ocurridas en Francia en el transcurso de ¡sólo dos años! Del Reinado del Terror, y ante los pretendidos 6.000.000 de judíos exterminados por el nazismo. Un período que tendrá algunos tímidos rebrotes, como en España, donde, tras haber sido abolida en 1813, la Inquisición es restablecida temporalmente por Fernando VII... pero que, pese a todos sus fallos y excesos, cumplida ya su misión histórica, no volverá a renacer.
Brujas ahorcadas en Inglaterra. Esta pena era menos común que la de la hoguera, aunque en algunos lugares, por humanidad, los reos eran estrangulados antes de ser arrojados al fuego a fin de evitarles la agonía de una muerte lenta y cruel.
La prueba del agua. Fuera culpable o inocente, el final del acusado era, en esta prueba, siempre la muerte...
La Esencia de la Brujería.
La práctica de la brujería era en realidad sinónima de perpetuación del culto a la naturaleza, a través de la cual trataban de entrar en relación con otras naturalezas superiores que se manifestaban en forma de fuerzas desconocidas. En aquel momento, el hombre anhelaba alcanzar elevadísimos objetivos que no podía obtener por sus limitados medios físicos; quizás el principal empeño de los seguidores de la brujería era lograr vivir en libertad, cosa que el feudalismo y el cristianismo les impedían constantemente.
A lo que los inquisidores cristianos llamaban brujería era en realidad la práctica de las religiones autóctonas de la Tierra. Cuando se luchaba contra la brujería, no se estaba haciendo más que batallar contra una invencible religión ancestral. De este modo fue necesaria la artificial introducción de la figura del Diablo, que originalmente no tenía ninguna relación con las antiguas religiones. El Diablo, el mal, era el elemento clave para desacreditar a quienes no se sentían cristianos y la excusa ineludible para exterminar a éstos y a la herética cultura cosmogónica que habían heredado.
La brujería, entendiéndola únicamente como culto a la Naturaleza, empezó a practicarse en forma de rito mágico-religioso en las reuniones de druidas, hace unos 5.000 años. Estos brujos eran los componentes de la casta intelectual, y representaban la figura del sabio-sacerdote-mago propia del pueblo celta. Su filosofía esotérica del mundo y sus conocimientos mágicos arraigaron profundamente en la mayoría de las tribus del continente europeo. Sus tradiciones se perpetuaron a través de los siglos hasta llegar al fatídico siglo XV, época en la que un cristianismo violento y expansionista decidió acabar con las sucesivas explosiones heréticas populares, que se producían, y no por casualidad, exactamente en los mismos lugares en los que ancestralmente se habían celebrado los cultos paganos.
Queda así el culto a la Naturaleza como génesis de todo el fenómeno brujeril. En realidad este culto consistió en una cosmogonía que tiene al Sol como gran dios hacedor de luz y dador de vida, representado en la Tierra por la Madre Naturaleza, la cual proporcionaba comida. De la misma necesidad de alimentación surgió el culto a la caza, entendiendo esta tarea como acto mágico; y enseguida apareció un dios de la caza simbolizado en forma de animal totémico con cuernos, con los que indicaba su fortaleza y bravura. Esta figura evolucionó hasta llegar al macho cabrío, bestia que adoraron los viejos euskaldunaks y a la que llamaron Akerra.
El Akerra o macho cabrío negro era venerado en un ritual de fertilidad las noches de plenilunio, para que la diosa lunar les iluminara con sus rayos femeninos y facilitara la fecundación de la Tierra y la procreación de todas sus criaturas, manteniendo constante de este modo el ciclo vital del Universo. Aún hoy en día, el macho cabrío continúa siendo el animal protector del ganado y del bosque en algunas zonas forestales.
Por derivación etimológica, el lugar donde se celebraban los cultos a la Naturaleza recibió el nombre de aquelarre. En un principio, nada tenía que ver con el maléfico esta inocente descripción geográfica (el prado del macho cabrío). Mas con el tiempo, esta hermosa palabra fue adquiriendo nuevas connotaciones de un modo que está concisamente narrado por el antropólogo vasco José Mari Apalategui:
El sentido etimológico del término "Aquelarre" en la lengua vasca es el siguiente: AKE LARREN LARREA que quiere decir "el prado del macho cabrío", pero también tiene otra acepción: "el lugar en donde se reúnen las personas que participan en el Aquelarre"; y tiene hasta un tercer sentido simbólico que es importantísimo, "la celebración de cultos heterodoxos en contraposición a la celebración de cultos de la religión cristiana", bien fuera en su versión católica como también en la versión del protestantismo. Resumiendo, el término "Aquelarre" significaba el origen o manifestación de un sentido de rebeldía contra las normas establecidas, y que ha trascendido hasta nuestros días a través de los medios de la religión cristiana.
Eso es, en verdad, lo cierto de la tenebrosa brujería: un simple culto natural practicado por los pueblos que no quisieron abandonar sus viejas tradiciones. La resistencia la pagaron cara; con el tiempo, a las persecuciones se fueron añadiendo nuevas imputaciones. Todo ello provocó que las prácticas no cristianas fueran exterminadas, pero nadie podrá borrar jamás el hecho de que la brujería se hubiese cimentado sobre la religión más antigua del mundo hasta formar parte de ella.
Todos recordamos cuentos infantiles en los que algún protagonista se encuentra -al amanecer, casi siempre- con la bruja del pueblo, dedicada a recoger hierbas para sus pociones en las cercanías de un arroyo o en un claro del bosque. Con esas hierbas confeccionaría después los bebedizos para curar el dolor de espalda o el mal de amores, para cicatrizar la herida o para que el hijo volviera sano y salvo de la guerra. No conviene olvidar que durante la Baja Edad Media y el Renacimiento el mundo campesino vivió librado a sus propios medios y estas brujas, con conocimientos que debían pasar de madres a hijas, era lo más parecido a un médico, psicólogo y hasta abogado de que disponían las sencillas e ignorantes gentes de las aldeas perdidas de la Europa de la época.
Esto de las hierbas puede explicar, además, la persistencia de ciertos "delitos" que aparecen en las confesiones. Casi todas las brujas afirmaban volar, pero la moderna farmacopea ha descubierto que varias de las hierbas que usaban con más frecuencia, como la belladona, tiene efectos alucinógenos. Si pudiéramos resucitar a algún inquisidor y hacerle escuchar el relato de quien ha utilizado LSD, el inquisidor no dudaría que está ante un brujo o un poseso. De modo que quizá las pobres brujas no eran más que unas curanderas que acabaron por creerse las alucinaciones que aparecían en sus fugas de la realidad, realizadas por medio de las drogas que se hallaban a su alcance.
En Resumen.
En realidad, la brujería que practicaron nuestros antepasados no tuvo ninguna relación con el Diablo ni gozó de ningún poder maléfico sobrenatural. Las brujas que realmente puedan tener tratos con el maligno, nunca saldrán a la superficie, no lo hicieron entonces y no lo harán ahora. Pero desde luego, esas son una minoría.
La "caza de las brujas" se trató, simplemente, de un fenómeno sociológico producido a raíz de la intolerancia de las autoridades de la época, que no quisieron transigir con la pervivencia de los viejos cultos religiosos de tipo pagano. Estas religiones fomentaban las costumbres de la libertad social, de la igualdad, y no admitían una estructura social superior que no fuera la de los dioses encarnados en la propia Naturaleza. Ello, naturalmente, no fue aceptado por la nueva moral cristiana, que estructuraba la sociedad de forma vertical y bajo premisas de intolerancia.
Sin embargo, el cristianismo nunca acabó del todo con la práctica del viejo culto; aunque lo exterminaron prácticamente en los países latinos, en los anglosajones, y principalmente en Gran Bretaña, la brujería nunca murió del todo. Además, si entendemos que el ocultismo es una forma de brujería, podemos afirmar que ésta está presente en el mundo moderno como otra forma más de las numerosas manifestaciones culturales tradicionales del hombre occidental.
Si bien parece cierta la celebración de reuniones sabáticas que tenían lugar las noches de viernes a sábado, y que se conocieron con el nombre de aquelarres, también lo es que, en los últimos tiempos del siglo XVII, se renegaba del dios cristiano y se luchaba contra él, porque su actuación, transmitida al pueblo a través de la imposición y la arrogancia, era despótica, intolerante, injusta y cruel, y además protegía a las clases pudientes; por ello, es lógico que durante el transcurso de estos aquelarres surgieran algunos levantamientos contra el sistema social protegido por el dios cristiano.
Todavía hoy, en el siglo XXI, aquellas personas que no siguen las normas establecidas por la imperante cultura y moralidad religiosa, continúan siendo perseguidas hasta lo que es posible, produciéndose auténticos linchamientos morales. Hoy, la Iglesia sigue condenando oficialmente el esoterismo.