Eugenio Sánchez Arrate
Es uno de los conceptos peor abordados por la profesión terapeútica, pues implica un esfuerzo de autocrítica evidente que nos cuesta muchísimo hacer pero es necesario.
El terapeuta “cree saber” desde su sistema de creencias particular (que solo le sirve a él… y a menudo ni eso) lo que le pasa al paciente, lo que le conviene al paciente, lo que es mejor para el paciente y cómo debería ser la cura o que comportamiento debería ejecutar o tener el paciente para estar mejor.
Este esquema es especialmente férreo en los sistemas cognitivos conductuales que presuponen lo que a la gente le conviene hacer y no hacer para curarse y que establecen parámetros y sistemas ya prefijados, programas de curación para distintos esquemas de comportamiento (programas para la ansiedad, para la depresión, para los pensamientos negativos, para las distorsiones cognitivas etc…) cuando cada persona es un mundo y lo que es bueno para uno puede ser literalmente un infierno para otro.
Esta presunción, de lo que es bueno, es sano y es conveniente, para mi o para otros, constituye lo que se denomina la Omnipotencia del terapeuta. La frase que lo resume es:
Yo se lo que a ti te pasa y te voy a curar. ( o su variante, Yo se lo que a ti te pasa y, si haces lo que yo te digo y te recomiendo, te vas a curar).
Imponiendo éste criterio particular (que proviene de un sí mismo y una forma concreta de ver el mundo), el terapeuta no deja que las personas, sus pacientes y clientes, incluso la gente que está alrededor, sean ellos mismos y se autosanen, eligiendo las mejores soluciones y caminos para su mejora y bienestar.
Pero la realidad es la siguiente:
-Tu no sabes lo que le pasa al paciente (solo lo crees saber)
-El paciente posiblemente tampoco sabe lo que le pasa (a menudo también cree saberlo)
Y de la combinación de ambas realidades, surge un proceso terapeútico en el que dejar que suceda lo que ha de suceder, dejar al otro ser, encontrar sus propias respuestas y caminos, encontrar su rumbo, sea éste cual sea, es lo mejor que puede pasar.
Somos acompañantes, facilitadores… poco más.
Cuanto más rígido es el sistema de creencias del terapeuta, más posibilidades hay de que pretenda imponer a sus pacientes, de manera activa o soterrada, a veces inconsciente, sus ideas acerca de cómo debería comportarse, lo que es bueno o tóxico para él, lo que le beneficia y lo que no. Con quién debería estar, con quién no debería, qué le conviene y qué le hace daño.
Recuerdo un episodio del Ministerio del Tiempo, la serie española de ciencia ficción en la que los protagonistas viajan a distintos periodos de la historia a través de puertas. Uno de los protagonistas, un médico español viaja a su pasado, la época en la que él mismo tenía cinco años y, en el transcurso de la misión ve a su padre teniendo un romance con una chica en la barra del bar. El protagonista se enfada al ver la infidelidad de su padre e interviene, se hace pasar por policía (pues es un adulto y su padre no puede reconocerle) y los intimida, al día siguiente consigue abordar a la muchacha para decirle que su padre no es un hombre de fiar, que lo deje porque anda engañando a chicas ingenuas como ella, a las que promete amor pero luego abandona.
El protagonista cree que eso es lo conveniente, que si hace que su padre y la muchacha rompan, así salva la relación, el matrimonio de sus padres y todo vuelve a su ser.
Pero, al volver al presente, un día habla con su progenitor en una cafetería y éste le confiesa que el gran amor de su vida no fué su madre, como el protagonista pensaba, sino una chica a la que conoció cuando él tenía solo cinco años de edad, una chica estupenda a la que amó más que a nadie en el mundo y que le abandonó entonces de manera inexplicable cuando él – el padre del protagonista- se estaba planteando dejar a su madre para irse a vivir con ella. El padre siempre pensó que esa mujer era la mujer de su vida y confiesa que siempre se ha sentido un poco desgraciado por haberla perdido.
El protagonista, al escuchar aquellas palabras, se queda completamente aturdido porque, pretendiendo creer saber qué era lo mejor, el protagonista descubre que metió la pata hasta el fondo al separar a su padre de esa mujer, pues de alguna manera no dejó que lo que tenía que suceder entre ambos, sucediera, que su padre y esa mujer eligieran lo mejor para ellos si así lo sentían.
Esa es la clase de Omnipotencia que un terapeuta siempre debe evitar.
El único indicador que debemos tener en consideración para actuar es la felicidad futura del paciente. Si algo no le hace feliz, no es bueno para él, si le hace feliz (aunque a nosotros nos parezca inadecuado), posiblemente es lo mejor que puede hacer. Y si algo le duele inicialmente, pero le aporta verdad, autenticidad y le hace afrontar ciertas verdades, también es bueno, aunque al principio al paciente le duela. A veces una buena dósis de confrontación y de verdad no mata a nadie y nos hace ver el mundo en el que estamos inmersos.
Pero lo cierto es que no somos nadie para dictar directrices de comportamiento, para invadir la vida de las personas, para forzar a la gente o sugerirle que haga las cosas que nosotros suponemos que son buenas para ellos desde nuestra propia visión subjetiva del mundo.
Cuando un terapeuta juega a ser Dios y cree saber lo que le conviene a uno de sus pacientes… mal asunto.
Una cosa es poner límites, establecer pautas y sugerir comportamientos y otra muy distinta inducir a la gente a realizar acciones solo por el hecho de que nosotros creemos que son convenientes.
Además solemos imponer a los otros la llamada tiranía de la neurósis. Los neuróticos (que somos la gran parte de la población y nos tenemos por sanos) imponemos nuestros criterios de comportamiento y adecuación a los psicóticos (a los que consideramos locos, estigmatizados y gente a la que hay que arreglar o curar de una determinada manera que es la nuestra, la socialmente aceptada). Esto es más que discutible.
Somos terapeutas, pero ni de lejos sabemos lo que es lo mejor o lo peor para otra persona.
A veces no lo sabemos ni para nosotros mismos.
La cura para la Omnipotencia es la Humildad.
En serio, no sabemos tanto como creemos saber… y eso es una de las pocas certeza que podemos tener en terapia.