Bajo estas cuatro metáforas del terapeuta se reflexiona sobre diversos aspectos del rol profesional y las expectativas que animan la demanda del cliente.
Voy a especular sobre cuatro representaciones mentales que posiblemente puede hacerse el cliente: el psicoterapeuta como sacerdote, como prostituta, como científico y como gurú, y voy a sostener que cada representación se ampara en una expectativa o falacia propia, que anima el fondo de la demanda. El psicoterapeuta como sacerdote estaría basado en una expectativa o falacia de ser consolado. El sacerdote como prostituta en una expectativa o falacia de ser amado. El psicoterapeuta como científico en una expectativa o falacia de ser entendido. El psicoterapeuta como gurú en una expectativa o falacia de ser guiado.
A efectos de ubicación en algún referente teórico, me gustaría mencionar los estudios de Jerome D. Frank (1.982). Para Frank, los elementos terapéuticos compartidos por todas las psicoterapias son básicamente tres. Primero, el reconocimiento social de la figura del terapeuta, sus credenciales, prestigio y ubicación profesional, que facilite al cliente “una relación emocional, de confianza con una persona que ayuda”. En segundo lugar, la existencia de un mito, compartido por cliente y terapeuta. El mito refiere cualquier teoría o marco de referencia compartido. Y el tercero es la utilización de un rito. El rito refiere las técnicas concretas utilizadas, independientemente de que sean unas u otras.
En mi opinión, estas ideas estarían en línea con la noción de la realidad plural u opciones de realidad, en el sentido de que cada persona construye su propio mapa o interpretación de la realidad, y despliega las condiciones implícitas en él, y para el caso concreto de vivencias de malestar físico y psicológico, la persona pondrá en marcha los recursos de sanación coherentes con su representación del mundo, utilizando los canales que se adecuen a él, y buscando la figura que se haga receptora del merecimiento sanador, ya sea el amigo, el psiquiatra, el sacerdote, la prostituta, el médico, etc.
Lo que nos interesa aquí es el reconocimiento social de la figura del terapeuta, y como éste se articula en la representación mental del cliente. En sociedades avanzadas se van desfigurando progresivamente los mecanismos y figuras arcaicas de contención y sanación, ya sea el jefe tribal o familiar, el brujo, el curandero, el sacerdote, el chamán, etc. y va tomando relieve la figura del psicólogo o terapeuta que va siendo progresivamente reconocido como catalizador o receptor social de las mismas y viejas demandas. El psicoterapeuta será el que puede amar, el que puede consolar, el que puede comprender, el que puede guiar. Digamos que habría una demanda básica, camuflada entre otras posibilidades, destinadas a una sola figura: el psicoterapeuta.
EL TERAPEUTA COMO SACERDOTE...
Históricamente, el sacerdote, al menos en la religión católica, ha cumplido entre otras una función confesional, de hacerse receptor de culpas u malestares, creando un espacio para la catarsis, y gozando del poder de reconfortar, perdonar, y consolar. Podríamos decir que cubría una función de regulación emocional, ofreciendo consuelo a los dolores evocados por los propios demonios interiores y a las conductas sentidas como disonantes en relación de los mandamientos y reglas, a la par que tratamientos expiatorios y re conductores, en un intento de promover nuevamente el estado de gracia para el alma perdida y extraviada. Si bien el sacerdote ha ido perdiendo progresivamente su enclave social, su lugar preeminente, al abandonar gran parte del público su inserción en esta teoría-ficción religiosa compartida, no es menos cierto que pervive en el ser humano un anhelo de referentes externos de regulación emocional, y un afán de consuelo, expiación y reencuentro con su verdadera esencia, que podría ser equiparable al estado de gracia y que habitualmente se experimenta cono un estar en paz con uno mismo y en armonía con el resto de seres humanos.
El terapeuta como sacerdote es el terapeuta que atiende lo emocional, que empatiza en este nivel, que acompaña en un proceso de limpieza (función toilette de los emergentes intestinales), que reconforta y consuela (a menudo calladamente, desde la simple aceptación), y que reconduce, acompaña y co-transita hacia el espinoso y “grato” camino del ser.
EL TERAPEUTA COMO PROSTITUTA
Me gustaría rescatar la figura de la prostituta como metáfora y también como realidad, que involucra una mayor complejidad de motivaciones, sentimientos y pasiones, en la persona usuaria, que el grado habitualmente vano y peyorativo con que suele ser tratada, quizá, precisamente por esto. La prostituta como figura aglutina una doble función, aparentemente paradójica. En primer lugar se la hace receptora de una ficción de amor, y en segundo lugar se vehicula esta ficción de amor por la vía del encuentro primordialmente sexual. ¿Podría ser de otro modo?. Lo que voy a sostener es que la prostituta, como persona y evento real o fantaseado, es la metáfora explicativa por excelencia de las transferencias más profundas.
En mi opinión, uno de los anhelos más profundamente sentidos por los seres humanos es el anhelo de ser intensamente amados, y la principal representación que nos hacemos de ese intenso amar es la unión sexual, donde se desvanecen las diferencias entre yo y tú, donde yo soy tú y tú eres yo, y ambos somos una vibración del universo.
Es el paraíso perdido y permanentemente anhelado.
En el escenario materno-filial, el niño va sufriendo progresivamente la pérdida del paraíso, aprendiendo a diferenciarse y a lograr un Yo progresivamente separado y autónomo. Pero este proceso suele implicar dolores, rechazos, rabias, frustraciones, y una multiplicidad de pasiones y asuntos inconclusos, que entrarán a formar parte del Yo y configurarán el carácter, a la par que van a convivir con el anhelo siempre latente de ser intensamente amado, de reencontrar el paraíso perdido. La ficción de amor continuará gatillando en la oscuridad del inconsciente sus fuegos errados.
La prostituta real o fantaseada ocupa un lugar de privilegio como canalizadora y depositadora del anhelo y a la vez de la falacia del ser amado, donde se articula y activa toda la transferencia parental en el peor de sus modos, como pasos a la acción (actings) de las vergüenzas, las venganzas, las sumisiones, los terrores, etc. Fáciles caminos para conseguir una excitación fugaz, y atisbar, muy, muy de lejos, el profundo deseo de amor. Los fuegos gatillados desde la oscuridad del inconsciente seguirán errados, y la falacia del amor seguirá renovándose como falacia una y otra vez.
El terapeuta como prostituta se hace depositario de esta demanda o anhelo de amor. Involucra también su cuerpo en este inter juego parental, donde en el lenguaje de la psicoterapia Gestalt los tonos “simpáticos” (aceptación y refuerzo de los aspectos más sanos y auténticos de la persona) se combinan con los “frustrantes” (puesta en cuestión y desafío de los más neuróticos y manipulativos), recreando constantemente ese vínculo transferencial, jugándolo, pero ahora ya, sujeto a la mirada consciente del cliente, a la posibilidad de análisis, y a la posibilidad de ser trascendido. Porque reencontrar el paraíso perdido es un camino de vuelta. Hacer brotar el universo en uno presupone haber trabajado con la herida de la expulsión, haberla asumido, haberse reconciliado y haber entendido profundamente el yo so yo y el tú eres tú. El terapeuta como prostituta enfatiza su función de cuidado del cuerpo, de las tensiones, de las enfermedades del alimento, de los aspectos más primarios y viscerales, etc. y de protección ante los entornos demasiado indigestos y destructivos. (Función nutricia para los emergentes orales).
EL TERAPEUTA COMO CIENTÍFICO
Vivimos en la era dorada de la ciencia. El mero calificativo de científico causa un pasmo reverente y cautiva la mente del hombre progresivamente racional. Todo es, o ha de ser, explicable, y, por tanto, sujeto a control. El hombre se enseñorea, con su potente encéfalo, ante los misterios de la naturaleza, no obstante los peligros ecológicos constituyen lo obvio de la vida cotidiana. El hombre cabalga, orgulloso y vencedor, a lomos de su dragón interior que aparenta esclavitud, no obstante nos catapulta al abismo creciente de la ansiedad. La ciencia constituye, en fin, la última y más dorada ficción del ser humano moderno. Es la ficción de la inteligencia, del conocimiento, la que crea la suposición de que conocer y entender tiene un efecto liberador. Y se agolpan las gentes con su sincera pregunta: ¿podría decirme qué es lo que me pasa?, ¿por qué me ocurre esto?, poniendo al desnudo su hambre de conocimiento.
Cuando el hombre moderno no consigue explicarse las razones de sus vivencia de malestar psicológico, acude al especialista, y pregunta porqués, y espera la rápida remisión de sus síntomas por mor de la magia de las más recientes tecnologías al uso. Vivimos bajo el imperio del paradigma tecnológico-científico que todo lo inunda. Y es justamente ahí donde se hace más notoria la artificial división entre mente y cuerpo, entre mente y espíritu, y se dibuja la angosta figura de hombre escindido y alienado.
El terapeuta como científico se hace depositario de demandas de entendimiento, de que active sus recursos de explicabilidad de los fenómenos psicológicos, organísmicos y relacionales, de que los encuadre en referentes teóricos reconocidos, de que los incluya en espacios científicamente luminosos que los hagan menos opacos y amenazantes. El terapeuta como científico activa una función de contención por vía de la racionalidad. (Función contención para emergentes disgregadores).
EL TERAPEUTA COMO GURÚ
Seguramente la palabra gurú trae a la cabeza una gran variedad de acepciones y representaciones, como santón, iluminado, trascendido, maestro, etc. No obstante, en mi propia representación, la palabra gurú me conecta principalmente con la noción de guiaje, de conducción, y refiere principalmente el ámbito de la espiritualidad. Básicamente sería una función de guiaje por una vía de iniciación y acceso espiritual. Y creo que aquí nos metemos en un territorio sumamente complejo acerca de cómo encarar la vertiente espiritual, en el que fácilmente podemos mezclar desde los aspectos más sacrales de las religiones hasta los más formales y burocráticos, desde la doctrina de la transmigración de las almas y las morales de perfeccionamiento hasta los cultos más hedónicos, desde las sendas más ascéticas a las más mundanas, pero sea como sea la demanda de acceso espiritual, puede venir en mi opinión activada por un denominador común: la evidencia del precipicio existencial donde el ser colinda con el no ser, y la muerte anda agazapada como suceso constantemente presente y también como meta final, resultando vanos todos nuestros intentos de reconocer su forma y abarcarla, y también por otro lado la evidencia de nuestra completa soledad en este mundo.
El terapeuta como gurú acoge y canaliza la ansiedad que estalla, cuando se hace presente al cliente, las preguntas sobre su esencia más allá de la demarcación del Yo, sobre su sentido en la vida y su forma de encarar y cohabitar la muerte, acudiendo a sus propias ansiedades y vivencias al respecto, y preparándose para compartir desde el silencio, cuando la marea de preguntas todavía no encuentra respuesta, o desde la hermandad cuando se comparte un renacimiento energético o un florecimiento espiritual.
Después de todo lo expuesto, me gustaría puntualizar a modo de conclusión los siguientes aspectos:
· El suceso psicoterapéutico se inicia mucho antes de la primera entrevista, a partir de las suposiciones previas del usuario acerca de la figura del terapeuta, y también a partir de las suposiciones previas del terapeuta acerca de su rol profesional.
· La demanda de asistencia psicológica conlleva en su propia estructura y de forma camuflada o no explícita una demanda básica de consuelo, de amor, de entendimiento, o de guía, que se articula a raíz de la presentación mental que se hace el usuario de la figura del terapeuta, y que viene determinado por contextos históricos, culturales, ideológicos y sociales.
· El sacerdocio, la prostitución, el rol de científico y el de gurú son metáforas explicativas que arrojan comprensión acerca de cómo se constituye el escenario terapéutico.
· Las partes nos remiten a la totalidad, y abogo por la terapia integral o integrada y por el terapeuta holístico, que tenga la suficiente flexibilidad para alternar en sus funciones de sacerdote, prostituta, científico y gurú, y que pueda enfocar el plano emocional, corporal, mental y espiritual de la persona desde la comprensión de que cualquier parte es como un holograma en el que se refleja o incluye la totalidad.
· Respecto a las demandas planteadas, el terapeuta transita por el difícil equilibrio de asumirlas y al mismo tiempo desafiarlas, como falacias que progresivamente se han de ir desvaneciendo. Tomando como referencia el modelo de trabajo con polaridades de la psicoterapia Gestalt, y en concreto la polaridad alienación-integración, el proceso terapéutico tenderá a transmutar las cualidades de consuelo, amor, entendimiento y guía, desde fuera en la figura del terapeuta (alienación) hacia dentro en la persona del cliente (integración), facilitando que éste vaya reinstaurando el contacto con sus propios aspectos reparativos, amorosos y estimables, de comprensión de la realidad, y de autoguiaje frente a lo enigmático y abismal.
Porque el objetivo siempre es el mismo: la plena posesión personal.
EL BURRO FRENTE AL ESTABLO. Reflexiones sobre comunicación y relación terapéutica.
Joan Garriga Bacardí.
Institut Gestalt de Barcelona.
A modo de introducción. El burro de Milton.
Milton Erickson ha sido considerado un maestro en el arte del cambio, por sus métodos sorpresivos, indirectos, paradójicos, por el uso que hacía de las metáforas y narraciones como vehículo de influencia y persuasión que desbordaba los parámetros lógicos y racionales, y por la sutileza y maestría con que manejaba las posiciones de comunicación y se adentraba en el modelo de mundo del paciente. Parecía conocer los entresijos y modulaciones del inconsciente, de tal modo que se deslizaba en él como un navegante certero sembrando y despertando los recursos que las personas necesitaban para conseguir sus objetivos.
Contaba una sencilla historia que en el mundo de la psicoterapia se convertiría en la metáfora por excelencia para explicar los abordajes paradójicos. Es la siguiente: “Cuando era joven su familia vivía en una granja, y cierto día se encontró a su padre ante la puerta del establo, empujando con toda su fuerza al burro por las bridas para que entrara en el establo. El burro, terco como tal, permanecía impasible como un resistente pasivo en empecinada oposición. Erickson solicitó permiso a su padre para intentarlo con sus propios métodos. Se acercó al burro por atrás y tiró fuertemente de su cola, ante lo cual el burro manteniendo su oposición simplemente entró en el establo, cumpliéndose así la tarea”. Esta historia contiene la semilla de ciertas sugerencias útiles en psicoterapia.
· En primer lugar, el hijo simboliza lo nuevo, nueva savia, creatividad y perspectivas originales. Introduce una forma de pensar y operar en la situación que desborda los parámetros de la lógica lineal y del sentido común, sustentado en la idea elemental de que una fuerza aplicada debidamente vence una fuerza contraria. El padre, por el contrario, simboliza lo viejo y caduco, el pensamiento cristalizado y la operatoria rutinaria. Aunque conseguir mejores resultados que los padres pueda generar dosis de culpa, los viejos problemas son contemplados por Erickson con perspectivas nuevas. Del mismo modo, los pacientes avanzan al tomar nuevos encuadres y puntos de vista de su realidad. Empujar por la cola supone una atrevida acrobacia lógica que resulta eficaz; por esto, y aunque los viejos paradigmas se aferren a su estabilidad aún con la evidencia de sus limitaciones, generar nuevos modelos es un reto que debemos asumir en la medida que posibilitan opciones más eficaces.
· La historia expresa, de manera muy comprensiva, la rentabilidad de no enfrentarse a la resistencia creando un circuito de fuerzas polarizadas sino más bien aliarse con la misma, incrementándola incluso, en lugar de plantear un “tour de force” en el que el terapeuta deba proclamarse vencedor. Cualquier terapeuta sabe que el paciente quiere cambiar por lo menos tanto como quiere conservar su statu quo, la problemática y el sufrimiento. Si el terapeuta empuja con demasiado ahínco en la dirección del cambio, le corresponderá al paciente el esfuerzo de retener su problemática. Entonces, ¿no es absurdo una situación terapéutica en la que el terapeuta quiere que el paciente cambie mientras éste se aplica en no hacerlo y conservar su situación?.
En términos gestálticos las resistencias son asistencias, o sea, recursos y opciones de la persona que también deben ser integrados.
· Se muestra el poder del pensamiento paradójico y la eficacia de las intervenciones terapéuticas centradas en recetar los síntomas como medida de su resolución. Desalentando los cambios, señalando la pertinencia de mantener los síntomas, prescribiéndolos cuando el paciente pretende eliminarlos, se articula un desequilibrio en el planteamiento opositor o de control del paciente, así como en la función y beneficios obtenidos por los mismos.
· Por último, bien podríamos hacer una pregunta nada estúpida. Es evidente que padre e hijo han mostrado sus recursos, pero ¿qué pasaría si ahora llegara el nieto y pidiera su turno para encarar al burro frente al establo?. Imaginemos que toma la siguiente opción: se sienta a meditar y desarrolla un profundo respeto por el destino del burro y una amorosa y profunda indiferencia por aquello que el burro haga, confiando en que un burro libre de “enganches interpersonales” con su amo simplemente hará lo mejor para sí y seguirá el curso de su propia naturaleza sabia “de burro”, lo cual le llevara directamente al forraje del establo. Se conforma así una posición libre de intenciones, expresando algo así como “no estoy aquí para empujar por delante, tampoco por detrás, ni siquiera estoy aquí para empujar, solamente estoy aquí”.
¿Quién de los cuatro, padre, hijo, nieto o burro es gestaltista? ¿quizá todos? ¿quizá ninguno?.
Objetivos de este escrito. El grano y la paja.
He presentado la metáfora del burro frente al establo a modo de sentido organizador para ilustrar algunas maneras diferentes de entender la relación terapéutica. A continuación me centraré en las ideas de “esquema interpersonal”1 y “escenario interpersonal”. Perfilaré algunas de las herramientas disponibles del terapeuta para abrirse camino en los avatares de la relación terapéutica. Tomaré posición de simpatía por el cambio de segundo orden (aquel que trastoca el escenario interpersonal habitual del paciente y, con suerte, también del terapeuta a través del impasse, implosión y explosión según la conceptualización de Perls ). Proseguiré interrogándome sobre el viejo tema de “si y cómo cura la relación” para desembocar en una breve reflexión sobre el tema de la transparencia.
Engarces interpersonales. La horma de nuestro zapato.
Llevamos impreso en nuestro cuerpo una definición de quiénes somos, y a partir de ella, a modo de libretos, activamos ciertos esquemas o engarces interpersonales, ciertas propuestas de relación que incluyen la definición, lugar y función del Yo y del Tú o el Otro, configurándose así un escenario interpersonal favorito en el que nos sentimos cómodos porque resulta familiar. Dicho escenario tratamos de recrearlo una y otra vez, aunque desemboque a menudo en sufrimiento o frustración.
Estos esquemas o engarces se activan inmediatamente cuando entramos en relación, definen nuestras relaciones y son contextuales, es decir, en ciertos contextos y con ciertas personas se activan de una manera específica. En algunos contextos uno se pone de superior y fuerte y en otros de inferior y débil por ejemplo, aunque en distintos momentos con las mismas personas también pueden cambiar las posiciones. Todo esto ocurre más allá de lo verbal e incluso más allá de la voluntad e intenciones de las personas.
Ahora estamos con el paciente y nos ponemos frente a lo que dice y cómo lo dice, es decir, el contenido y la forma, el discurso y la relación, y nos sensibilizamos a su particular forma de presentarse a cada momento. Entonces desde la perspectiva de los esquemas interpersonales y de la relación, el terapeuta se pregunta ¿para qué se pone así ante mí?, ¿en qué lugar me siento yo empujado a ponerme?, ¿a qué me invita la propuesta de relación del paciente?, ¿Qué esquema de relación está activando para involucrarme en él?, ¿Qué lugar quiere que ocupe y como quiere que responda? El terapeuta también se preguntará ¿porqué o para qué hace esto?, ¿cómo, donde, aprendió a ponerse así en la relación?, ¿Cuáles fueron las relaciones primeras, dónde están los modelos?. El terapeuta se hace las preguntas que corresponden a sus suposiciones sobre qué es relevante en terapia, en la relación terapéutica y en el funcionamiento de las personas.
Vemos entonces como un paciente que se presenta como dependiente o infantil trata de activar en el terapeuta una posición complementaria de maternaje y cuidados; otro que se muestra narcisista y auto encantado buscará la activación de respuestas aduladoras o seducidas o masoquistas, satisfecho de un tú que ocupa tan poco espacio, tan inexistente. Aquel que se pone como extraviado demanda guía y un posicionamiento de seguridad y autoridad por parte del terapeuta. El perfeccionista, escondiendo su propia desesperación y pequeñez, demanda el ardid imposible de que un pequeño, desgarbado y falible terapeuta tome en sus brazos a un coloso de piedra. Otro, a base de proclamas auto inmolantes, pretende convencer al terapeuta de cuán lógico sería que lo escupiese, rechazase, que fuera un sádico y legítimo abusador. El controlador reta la capacidad confrontativa del terapeuta como diciendo “si verdaderamente fueras fuerte y poderoso conseguirías romperme”. O el clásico burro frente al establo: el paciente pasivo que agrede resistiendo mientras proclama con inocencia “no dejes de empujar”, en tanto el terapeuta se empeña con las mejores intenciones. Y así, un largo etcétera, pues las combinaciones son infinitas. Por otro lado esto es sólo una cara de la moneda ya que si le damos la vuelta encontramos fácilmente más de lo mismo en versión aparentemente distinta: el que busca maternaje también trata de confirmar su orfandad y el rechazo del terapeuta; al que buscaba adulación no le desconcierta descubrir la exasperación del otro y su confrontación; el extraviado podrá despreciar los caminos que le ofrece el experto terapeuta hasta insegurizarle y extraviarle también; el que busca desprecio también fantasea con encontrar la valoración y el reconocimiento absoluto. Por último, el burro frente al establo degusta tanto la omnipotencia como la impotencia del terapeuta: ambos son de la misma clase de pasto fresco en la cerca de su neurosis.
Conciencia e ignorancia. Experto en hormas y zapatos.
Para el terapeuta, una tarea principal consiste en ser consciente del “esquema interpersonal”, “propuesta de relación” o “asunto transferencial” que el paciente activa en la terapia porque le resulta un escenario conocido, cómodo y seguro, que corresponde a los aprendizajes y esquemas de vinculación que fueron importantes en la historia del paciente, permitiéndole defenderse, manejar el entorno, sobrevivir y hacer llevadero el dolor.
El terapeuta también debe ser consciente ( trabajo que se va perfilando y profundizando más y más en la supervisión) de su propio “esquema interpersonal”, “propuesta de relación” o “asunto contra transferencial” favorito porque en él se encuentra cómodo y le refleja los propios aprendizajes, pautas, defensas y cristalizaciones de su historia personal. Cuando el terapeuta activa de modo reiterado e inconsciente su propio esquema predilecto, se vuelve víctima del mismo, pierde indiferencia y perspectiva e involucra al paciente en una propuesta de relación cristalizada, incuestionable e inflexible.
Un ejemplo: hace un tiempo entrevisté a un hombre que venía de una larga y fracasada terapia de 17 años. Al preguntarle sobre qué hubiera esperado conseguir y qué habría tenido que pasar para considerar exitosa la terapia, me confesó que su único objetivo era llegar a tener una pareja y que cada vez que con la terapeuta se daban cuenta de que esto no estaba ocurriendo, decidían alargar la terapia para darse más tiempo en pro del mismo objetivo. Sólo después de 17 años lograron asumir su fracaso y aventurarse a una desesperanzada y dolorosa separación. A medida que me iba contando su historia se me hacía más claro el absurdo perfil que a veces toman las cosas, y cuán imposible era el objetivo que se habían planteado en la terapia. En verdad, este hombre sí había conseguido su objetivo, a saber, tener una pareja, ya que resultaba evidente que estaba emparejado con la terapeuta. Lo extraño era que desde ahí pretendiera una pareja para su vida. Me resulta inconcebible pensar que esto ocurriera sin que en algún lugar la terapeuta también se sintiera pareja del paciente. Mientras supongo que trataban de abordar los problemas referidos a tener o no pareja, en otro nivel mantenían incuestionable un libreto interpersonal que rezaría más o menos así “tú me tienes a mí mientras yo te tengo a ti, ambos nos tenemos, y ambos nos esforzamos para simular que trabajamos para un objetivo que sabemos imposible”.
Cuando un joven camina hacia la independencia y la autonomía, el mal menor ocurre cuando le duele o le hace sentir culpa o le confronta con una auto desidealización. El mal mayor se da cuando la madre extiende sus silenciosos y penetrantes tentáculos para seguir poseyéndolo. Así es también en la terapia: toda terapia topa con el límite en que confluyen los intereses inconscientes y por tanto no cuestionados del terapeuta y del paciente. El terapeuta deposita en el paciente ciertas funciones que éste debe cumplir porque se acomodan al escenario interpersonal favorito del terapeuta, y si el terapeuta es totalmente ciego y compulsivo en este aspecto, el paciente sólo podrá liberarse del esquema interpersonal del terapeuta dejando la terapia, pero no dentro de la misma.
La relación terapéutica corre el riesgo de estereotiparse y perder creatividad, frescura y sentido de la sorpresa. A decir verdad, como la mayoría de las relaciones, a medida que avanza tiende a ser predecible y pierde lugar lo inesperado, lo cual nos ofrece comodidad y seguridad, pero cuando en la relación terapéutica se fija un cierto estereotipo o escenario interpersonal ya no se logran avances determinantes. Pensemos por ejemplo en el terapeuta que necesita mantener, sí o sí, o sea compulsivamente, una posición de “madre comprensiva” lo cual invitará a sus pacientes a convertirse en “niños quejosos”; un terapeuta en posición de “gurú sabio” desencadenará en sus pacientes el complementario de “seguidores estúpidos y dependientes” o el simétrico de “aprendices de gurú sabio”. Otro en posición de “omnipotente” fomentará la impotencia del paciente, el que se pone de “desnutrido y carente” desarrolla la posición “grande y parentalizada” del paciente, etc.
En general toda la gama de posiciones, si son fijas, estabilizan y cristalizan un statu quo relacional que no admite posibilidades nuevas. Es frecuente en supervisión que el terapeuta comprenda que sus atascos y líos en la terapia corresponden a sus propias “pautas y urgencias de vinculación”, y que éstas hacen desembocar la terapia hacía el impasse, la pesadez, el fracaso o, con suerte, en el reconocimiento de sus límites. En el caso que el terapeuta esté más o menos libre de sus “esquemas interpersonales compulsivos”, o con suficiente comprensión para manejarlos, está en disposición de percibir y atender mejor el esquema interpersonal del paciente con flexibilidad y opciones suficientes. A ello ayuda recordar que el terapeuta está de paso, y que es bueno que no se sienta alguien demasiado importante para el paciente. Por esto pienso que a los terapeutas nos conviene hacernos a menudo la siguiente pregunta: ¿Qué suposiciones puedo o no cuestionar acerca de quién soy Yo para el Otro, o acerca de quién es el Otro para mí?.
Las opciones del terapeuta en la relación. Más de lo mismo no basta.
Retomando la historia del burro frente al establo, se pueden determinar para el terapeuta por lo menos las tres opciones ya descritas y alguna más:
· La demanda de asistencia psicológica conlleva en su propia estructura y de forma camuflada o no explícita una demanda básica de consuelo, de amor, de entendimiento, o de guía, que se articula a raíz de la presentación mental que se hace el usuario de la figura del terapeuta, y que viene determinado por contextos históricos, culturales, ideológicos y sociales.
· El sacerdocio, la prostitución, el rol de científico y el de gurú son metáforas explicativas que arrojan comprensión acerca de cómo se constituye el escenario terapéutico.
· Las partes nos remiten a la totalidad, y abogo por la terapia integral o integrada y por el terapeuta holístico, que tenga la suficiente flexibilidad para alternar en sus funciones de sacerdote, prostituta, científico y gurú, y que pueda enfocar el plano emocional, corporal, mental y espiritual de la persona desde la comprensión de que cualquier parte es como un holograma en el que se refleja o incluye la totalidad.
· Respecto a las demandas planteadas, el terapeuta transita por el difícil equilibrio de asumirlas y al mismo tiempo desafiarlas, como falacias que progresivamente se han de ir desvaneciendo. Tomando como referencia el modelo de trabajo con polaridades de la psicoterapia Gestalt, y en concreto la polaridad alienación-integración, el proceso terapéutico tenderá a transmutar las cualidades de consuelo, amor, entendimiento y guía, desde fuera en la figura del terapeuta (alienación) hacia dentro en la persona del cliente (integración), facilitando que éste vaya reinstaurando el contacto con sus propios aspectos reparativos, amorosos y estimables, de comprensión de la realidad, y de autoguiaje frente a lo enigmático y abismal.
Porque el objetivo siempre es el mismo: la plena posesión personal.
EL BURRO FRENTE AL ESTABLO. Reflexiones sobre comunicación y relación terapéutica.
Joan Garriga Bacardí.
Institut Gestalt de Barcelona.
A modo de introducción. El burro de Milton.
Milton Erickson ha sido considerado un maestro en el arte del cambio, por sus métodos sorpresivos, indirectos, paradójicos, por el uso que hacía de las metáforas y narraciones como vehículo de influencia y persuasión que desbordaba los parámetros lógicos y racionales, y por la sutileza y maestría con que manejaba las posiciones de comunicación y se adentraba en el modelo de mundo del paciente. Parecía conocer los entresijos y modulaciones del inconsciente, de tal modo que se deslizaba en él como un navegante certero sembrando y despertando los recursos que las personas necesitaban para conseguir sus objetivos.
Contaba una sencilla historia que en el mundo de la psicoterapia se convertiría en la metáfora por excelencia para explicar los abordajes paradójicos. Es la siguiente: “Cuando era joven su familia vivía en una granja, y cierto día se encontró a su padre ante la puerta del establo, empujando con toda su fuerza al burro por las bridas para que entrara en el establo. El burro, terco como tal, permanecía impasible como un resistente pasivo en empecinada oposición. Erickson solicitó permiso a su padre para intentarlo con sus propios métodos. Se acercó al burro por atrás y tiró fuertemente de su cola, ante lo cual el burro manteniendo su oposición simplemente entró en el establo, cumpliéndose así la tarea”. Esta historia contiene la semilla de ciertas sugerencias útiles en psicoterapia.
· En primer lugar, el hijo simboliza lo nuevo, nueva savia, creatividad y perspectivas originales. Introduce una forma de pensar y operar en la situación que desborda los parámetros de la lógica lineal y del sentido común, sustentado en la idea elemental de que una fuerza aplicada debidamente vence una fuerza contraria. El padre, por el contrario, simboliza lo viejo y caduco, el pensamiento cristalizado y la operatoria rutinaria. Aunque conseguir mejores resultados que los padres pueda generar dosis de culpa, los viejos problemas son contemplados por Erickson con perspectivas nuevas. Del mismo modo, los pacientes avanzan al tomar nuevos encuadres y puntos de vista de su realidad. Empujar por la cola supone una atrevida acrobacia lógica que resulta eficaz; por esto, y aunque los viejos paradigmas se aferren a su estabilidad aún con la evidencia de sus limitaciones, generar nuevos modelos es un reto que debemos asumir en la medida que posibilitan opciones más eficaces.
· La historia expresa, de manera muy comprensiva, la rentabilidad de no enfrentarse a la resistencia creando un circuito de fuerzas polarizadas sino más bien aliarse con la misma, incrementándola incluso, en lugar de plantear un “tour de force” en el que el terapeuta deba proclamarse vencedor. Cualquier terapeuta sabe que el paciente quiere cambiar por lo menos tanto como quiere conservar su statu quo, la problemática y el sufrimiento. Si el terapeuta empuja con demasiado ahínco en la dirección del cambio, le corresponderá al paciente el esfuerzo de retener su problemática. Entonces, ¿no es absurdo una situación terapéutica en la que el terapeuta quiere que el paciente cambie mientras éste se aplica en no hacerlo y conservar su situación?.
En términos gestálticos las resistencias son asistencias, o sea, recursos y opciones de la persona que también deben ser integrados.
· Se muestra el poder del pensamiento paradójico y la eficacia de las intervenciones terapéuticas centradas en recetar los síntomas como medida de su resolución. Desalentando los cambios, señalando la pertinencia de mantener los síntomas, prescribiéndolos cuando el paciente pretende eliminarlos, se articula un desequilibrio en el planteamiento opositor o de control del paciente, así como en la función y beneficios obtenidos por los mismos.
· Por último, bien podríamos hacer una pregunta nada estúpida. Es evidente que padre e hijo han mostrado sus recursos, pero ¿qué pasaría si ahora llegara el nieto y pidiera su turno para encarar al burro frente al establo?. Imaginemos que toma la siguiente opción: se sienta a meditar y desarrolla un profundo respeto por el destino del burro y una amorosa y profunda indiferencia por aquello que el burro haga, confiando en que un burro libre de “enganches interpersonales” con su amo simplemente hará lo mejor para sí y seguirá el curso de su propia naturaleza sabia “de burro”, lo cual le llevara directamente al forraje del establo. Se conforma así una posición libre de intenciones, expresando algo así como “no estoy aquí para empujar por delante, tampoco por detrás, ni siquiera estoy aquí para empujar, solamente estoy aquí”.
¿Quién de los cuatro, padre, hijo, nieto o burro es gestaltista? ¿quizá todos? ¿quizá ninguno?.
Objetivos de este escrito. El grano y la paja.
He presentado la metáfora del burro frente al establo a modo de sentido organizador para ilustrar algunas maneras diferentes de entender la relación terapéutica. A continuación me centraré en las ideas de “esquema interpersonal”1 y “escenario interpersonal”. Perfilaré algunas de las herramientas disponibles del terapeuta para abrirse camino en los avatares de la relación terapéutica. Tomaré posición de simpatía por el cambio de segundo orden (aquel que trastoca el escenario interpersonal habitual del paciente y, con suerte, también del terapeuta a través del impasse, implosión y explosión según la conceptualización de Perls ). Proseguiré interrogándome sobre el viejo tema de “si y cómo cura la relación” para desembocar en una breve reflexión sobre el tema de la transparencia.
Engarces interpersonales. La horma de nuestro zapato.
Llevamos impreso en nuestro cuerpo una definición de quiénes somos, y a partir de ella, a modo de libretos, activamos ciertos esquemas o engarces interpersonales, ciertas propuestas de relación que incluyen la definición, lugar y función del Yo y del Tú o el Otro, configurándose así un escenario interpersonal favorito en el que nos sentimos cómodos porque resulta familiar. Dicho escenario tratamos de recrearlo una y otra vez, aunque desemboque a menudo en sufrimiento o frustración.
Estos esquemas o engarces se activan inmediatamente cuando entramos en relación, definen nuestras relaciones y son contextuales, es decir, en ciertos contextos y con ciertas personas se activan de una manera específica. En algunos contextos uno se pone de superior y fuerte y en otros de inferior y débil por ejemplo, aunque en distintos momentos con las mismas personas también pueden cambiar las posiciones. Todo esto ocurre más allá de lo verbal e incluso más allá de la voluntad e intenciones de las personas.
Ahora estamos con el paciente y nos ponemos frente a lo que dice y cómo lo dice, es decir, el contenido y la forma, el discurso y la relación, y nos sensibilizamos a su particular forma de presentarse a cada momento. Entonces desde la perspectiva de los esquemas interpersonales y de la relación, el terapeuta se pregunta ¿para qué se pone así ante mí?, ¿en qué lugar me siento yo empujado a ponerme?, ¿a qué me invita la propuesta de relación del paciente?, ¿Qué esquema de relación está activando para involucrarme en él?, ¿Qué lugar quiere que ocupe y como quiere que responda? El terapeuta también se preguntará ¿porqué o para qué hace esto?, ¿cómo, donde, aprendió a ponerse así en la relación?, ¿Cuáles fueron las relaciones primeras, dónde están los modelos?. El terapeuta se hace las preguntas que corresponden a sus suposiciones sobre qué es relevante en terapia, en la relación terapéutica y en el funcionamiento de las personas.
Vemos entonces como un paciente que se presenta como dependiente o infantil trata de activar en el terapeuta una posición complementaria de maternaje y cuidados; otro que se muestra narcisista y auto encantado buscará la activación de respuestas aduladoras o seducidas o masoquistas, satisfecho de un tú que ocupa tan poco espacio, tan inexistente. Aquel que se pone como extraviado demanda guía y un posicionamiento de seguridad y autoridad por parte del terapeuta. El perfeccionista, escondiendo su propia desesperación y pequeñez, demanda el ardid imposible de que un pequeño, desgarbado y falible terapeuta tome en sus brazos a un coloso de piedra. Otro, a base de proclamas auto inmolantes, pretende convencer al terapeuta de cuán lógico sería que lo escupiese, rechazase, que fuera un sádico y legítimo abusador. El controlador reta la capacidad confrontativa del terapeuta como diciendo “si verdaderamente fueras fuerte y poderoso conseguirías romperme”. O el clásico burro frente al establo: el paciente pasivo que agrede resistiendo mientras proclama con inocencia “no dejes de empujar”, en tanto el terapeuta se empeña con las mejores intenciones. Y así, un largo etcétera, pues las combinaciones son infinitas. Por otro lado esto es sólo una cara de la moneda ya que si le damos la vuelta encontramos fácilmente más de lo mismo en versión aparentemente distinta: el que busca maternaje también trata de confirmar su orfandad y el rechazo del terapeuta; al que buscaba adulación no le desconcierta descubrir la exasperación del otro y su confrontación; el extraviado podrá despreciar los caminos que le ofrece el experto terapeuta hasta insegurizarle y extraviarle también; el que busca desprecio también fantasea con encontrar la valoración y el reconocimiento absoluto. Por último, el burro frente al establo degusta tanto la omnipotencia como la impotencia del terapeuta: ambos son de la misma clase de pasto fresco en la cerca de su neurosis.
Conciencia e ignorancia. Experto en hormas y zapatos.
Para el terapeuta, una tarea principal consiste en ser consciente del “esquema interpersonal”, “propuesta de relación” o “asunto transferencial” que el paciente activa en la terapia porque le resulta un escenario conocido, cómodo y seguro, que corresponde a los aprendizajes y esquemas de vinculación que fueron importantes en la historia del paciente, permitiéndole defenderse, manejar el entorno, sobrevivir y hacer llevadero el dolor.
El terapeuta también debe ser consciente ( trabajo que se va perfilando y profundizando más y más en la supervisión) de su propio “esquema interpersonal”, “propuesta de relación” o “asunto contra transferencial” favorito porque en él se encuentra cómodo y le refleja los propios aprendizajes, pautas, defensas y cristalizaciones de su historia personal. Cuando el terapeuta activa de modo reiterado e inconsciente su propio esquema predilecto, se vuelve víctima del mismo, pierde indiferencia y perspectiva e involucra al paciente en una propuesta de relación cristalizada, incuestionable e inflexible.
Un ejemplo: hace un tiempo entrevisté a un hombre que venía de una larga y fracasada terapia de 17 años. Al preguntarle sobre qué hubiera esperado conseguir y qué habría tenido que pasar para considerar exitosa la terapia, me confesó que su único objetivo era llegar a tener una pareja y que cada vez que con la terapeuta se daban cuenta de que esto no estaba ocurriendo, decidían alargar la terapia para darse más tiempo en pro del mismo objetivo. Sólo después de 17 años lograron asumir su fracaso y aventurarse a una desesperanzada y dolorosa separación. A medida que me iba contando su historia se me hacía más claro el absurdo perfil que a veces toman las cosas, y cuán imposible era el objetivo que se habían planteado en la terapia. En verdad, este hombre sí había conseguido su objetivo, a saber, tener una pareja, ya que resultaba evidente que estaba emparejado con la terapeuta. Lo extraño era que desde ahí pretendiera una pareja para su vida. Me resulta inconcebible pensar que esto ocurriera sin que en algún lugar la terapeuta también se sintiera pareja del paciente. Mientras supongo que trataban de abordar los problemas referidos a tener o no pareja, en otro nivel mantenían incuestionable un libreto interpersonal que rezaría más o menos así “tú me tienes a mí mientras yo te tengo a ti, ambos nos tenemos, y ambos nos esforzamos para simular que trabajamos para un objetivo que sabemos imposible”.
Cuando un joven camina hacia la independencia y la autonomía, el mal menor ocurre cuando le duele o le hace sentir culpa o le confronta con una auto desidealización. El mal mayor se da cuando la madre extiende sus silenciosos y penetrantes tentáculos para seguir poseyéndolo. Así es también en la terapia: toda terapia topa con el límite en que confluyen los intereses inconscientes y por tanto no cuestionados del terapeuta y del paciente. El terapeuta deposita en el paciente ciertas funciones que éste debe cumplir porque se acomodan al escenario interpersonal favorito del terapeuta, y si el terapeuta es totalmente ciego y compulsivo en este aspecto, el paciente sólo podrá liberarse del esquema interpersonal del terapeuta dejando la terapia, pero no dentro de la misma.
La relación terapéutica corre el riesgo de estereotiparse y perder creatividad, frescura y sentido de la sorpresa. A decir verdad, como la mayoría de las relaciones, a medida que avanza tiende a ser predecible y pierde lugar lo inesperado, lo cual nos ofrece comodidad y seguridad, pero cuando en la relación terapéutica se fija un cierto estereotipo o escenario interpersonal ya no se logran avances determinantes. Pensemos por ejemplo en el terapeuta que necesita mantener, sí o sí, o sea compulsivamente, una posición de “madre comprensiva” lo cual invitará a sus pacientes a convertirse en “niños quejosos”; un terapeuta en posición de “gurú sabio” desencadenará en sus pacientes el complementario de “seguidores estúpidos y dependientes” o el simétrico de “aprendices de gurú sabio”. Otro en posición de “omnipotente” fomentará la impotencia del paciente, el que se pone de “desnutrido y carente” desarrolla la posición “grande y parentalizada” del paciente, etc.
En general toda la gama de posiciones, si son fijas, estabilizan y cristalizan un statu quo relacional que no admite posibilidades nuevas. Es frecuente en supervisión que el terapeuta comprenda que sus atascos y líos en la terapia corresponden a sus propias “pautas y urgencias de vinculación”, y que éstas hacen desembocar la terapia hacía el impasse, la pesadez, el fracaso o, con suerte, en el reconocimiento de sus límites. En el caso que el terapeuta esté más o menos libre de sus “esquemas interpersonales compulsivos”, o con suficiente comprensión para manejarlos, está en disposición de percibir y atender mejor el esquema interpersonal del paciente con flexibilidad y opciones suficientes. A ello ayuda recordar que el terapeuta está de paso, y que es bueno que no se sienta alguien demasiado importante para el paciente. Por esto pienso que a los terapeutas nos conviene hacernos a menudo la siguiente pregunta: ¿Qué suposiciones puedo o no cuestionar acerca de quién soy Yo para el Otro, o acerca de quién es el Otro para mí?.
Las opciones del terapeuta en la relación. Más de lo mismo no basta.
Retomando la historia del burro frente al establo, se pueden determinar para el terapeuta por lo menos las tres opciones ya descritas y alguna más:
· Activación o respuesta complementaria a la invitación del paciente. O sea, empujar hacia delante. Tomemos al paciente “resistente pasivo” o “pasivo agresivo”. El paciente se planta ante el terapeuta y su libreto no explicitado dice “no me moverán”, lo cual quiere decir “yo no me moveré y tú tratarás de moverme”. En su historia fue reiteradamente vencido y obligado, una y otra vez se rompió su voluntad, quedándole la única victoria posible de su pasiva oposición y fría resignación. En su escenario hay un obligador invencible y un dócil absolutamente rebelde y resentido. El terapeuta se siente invitado a empujar, a aplicarse con todas sus fuerzas, estrellándose contra la granítica oposición envasada en una sonriente colaboración, hasta terminar exhausto, cabreado e impotente. En este momento el paciente esboza una sonrisa victoriosa. Ha jugado su juego favorito y se siente a gusto porque confirma su esquema interpersonal. En verdad ambos pierden, víctimas de un drama inútil y sin ningún cambio. El terapeuta ha activado una posición complementaria y aceptado el papel de personaje comparsa en el drama del paciente.
· Activación o respuesta simétrica a la invitación del paciente. O sea empujar hacía atrás. Ahora el terapeuta trata la resistencia como asistencia y no desea vencer. No se pone a empujar ni toma un perfil activo. Le da todo el espacio a la resistencia y ésta una vez delatada y amplificada ya no puede resistir, ya no puede seguir ejerciendo su función. Ahora, cuando el paciente invita a “tú tienes que moverme” el terapeuta se queda pasivo, en posición simétrica, casi robándole el rol al paciente, y manda el siguiente mensaje (no necesariamente verbal): “no te aconsejo moverte” o “efectivamente no te muevas” o “respeto tanto tu talento para oponerte y para la pasividad”. Paradójicamente, si el terapeuta incentiva la oposición del paciente, éste sólo podrá oponerse moviéndose y dejando de resistir. Para seguir oponiéndose dejara de oponerse. Desde luego, ahora el terapeuta compite por la pasividad e inmovilidad, no asume la invitación de empujador, con lo cual el paciente con suerte se movilizará, o bien asumirá él el papel de exasperado y cabreado, exigiéndole al terapeuta que haga algo. Es el escenario al revés: el paciente empujando al terapeuta que se resiste a hacer nada. Ahora el terapeuta no asume la posición propuesta por el paciente y más bien se iguala a él, lo cual sacude al paciente en su posición preferida aunque no cambia el esquema. Cambian las posiciones dentro del esquema y quizás el paciente logre más conciencia de sus preferencias interpersonales y de sus límites.
· Pura indiferencia amorosa. Esta tercera opción es la más difícil pero también la más curativa y la que facilita más cambios porque es la más frustrante y la que más desequilibra el sistema y los patrones del paciente. Es la actitud de la indiferencia y el desapego del terapeuta, algo así como: “yo no estoy aquí ni para empujar ni no empujar, este no es mi juego, ¿ahora qué?. Yo no estoy aquí para hacerte de padre ni de hijo, no estoy aquí para jugar este juego, ¿ahora qué?”. No se trata de empujar al burro ni por delante ni por detrás pues al fin y al cabo qué le importa al terapeuta donde vaya el burro o lo que decida hacer. El terapeuta respeta el destino del burro ,sea el que sea. ¿Qué le importa al terapeuta el burro del paciente?. El burro como fijación, como diseño estereotipado acerca de la realidad y las relaciones. Si el terapeuta permanece centrado e indiferente, desinteresado de jugar al burro del paciente, quizá éste se interese más en bajarse del burro, dar el brazo a torcer y activar otros esquemas interpersonales centrados en la actualidad y realidad de la relación. Aquí si que habría un cambio profundo o un cambio de otro nivel: se resquebraja el escenario interpersonal del paciente y el terapeuta no juega. Esto genera suficiente vacío y suficiente confianza como para activar las fuerzas de la salud y transitar el impasse y asumir los riesgos. En términos de la conceptualización gestáltica, la pura indiferencia frustra los clichés y juegos favoritos: ahí llega el impasse, la desestructuración, incomodidad y temor, que genera la energía para incursionar en el vacío y el dolor y transitar hacía la explosión de lo nuevo y bien anclado en lo organísmico. Ahora ya no se trata de pequeños cambios en el decorado del escenario, sino un cambio de escenario, un cambio más fuerte y profundo.
· Ahora dirijo yo. Milton Erickson contaba la historia de un ladrón que en la calle asalta a su víctima y le dice – Deme todo el dinero. Lo que cabe esperar es que la víctima saque su cartera y entregue el dinero. Pero, qué ocurre si tiene respuestas desacostumbradas o sorprendentes del tipo - ¿Qué hora es exactamente?, o – Hace dos años enterramos a la abuela, o - ¿Qué signo del zodiaco es, sabe, soy astrólogo?, etc... En lugar de responder a la propuesta del atacante aquí la víctima se arriesga y toma la dirección; sorprendentemente trata de definir otro contexto y otras reglas que no encajan con lo esperado. Esta anécdota sirve al propósito de comprender la importancia de que el terapeuta impida que el paciente juegue siempre con sus reglas y proponga saltos creativos y extraños que lleven al paciente a experiencias desacostumbradas, fuera del territorio y escenarios que articulan su modelo del mundo. Se introduce sorpresa y ruptura de esquemas y de expectativas. Si en los parámetros y la lógica que maneja el paciente no encuentra la salida no suele ser muy rentable entrar a participar en dicha lógica.
Mencionemos como un ejemplo a Giorgio Nardone 2 que, en el contexto de la terapia estratégica, ha creado protocolos específicos que cumplen la función de desactivar las soluciones que el paciente intenta para resolver sus problemas y que acaban por mantenerlo. En el caso de los pacientes obsesivos, por ejemplo, les señala cómo buscan respuestas inteligentes a preguntas tontas, con la esperanza de mitigar su angustia. Lo cual, mirado de cerca, resulta una magnífica intervención que denuncia que las preguntas son tontas y, al mismo tiempo, sugiere al paciente obsesivo que, tal vez no le convenga buscar respuestas verdaderas e inteligentes. Por tanto no se trata de colaborar con el paciente buscando respuestas aún más inteligentes que tranquilicen su arista ansiosa, sino que el terapeuta reducirá al absurdo los parámetros del paciente optando por otra clase de absurdos más interesantes: en este caso descubrir la notoria estupidez de las preguntas. Concluyendo, resulta muy sensato que el cociente de creatividad y flexibilidad sea superior en el terapeuta.
Persistencia vs. cambio. Cambiar cambiando y cambiar manteniendo la estabilidad.
Al hilo de lo que vengo desarrollando podemos sintetizar la tarea y la influencia posible del terapeuta en cuatro aspectos:
· El camino de la conciencia o “a eso juegas”. El terapeuta trata de que el paciente comprenda sus modos y patrones de vincularse y relacionarse. A partir de sus comprensiones de la relación señala al paciente “A esto juegas, de esta manera lo haces”. Lo hace a veces facilitando que el mismo paciente se de cuenta de sus pautas, con el soporte de lo que va ocurriendo en la propia relación terapéutica. El paciente comprende cómo lo hace, incluso cómo aprendió a hacerlo de este modo, y qué beneficios saca con ello. Se confía que la comprensión y conciencia actuará de elemento reorientado. El terapeuta trabaja para que el burro tome conciencia de cómo se resiste.
· El camino de la asistencia y la reparación o “intercambiando jugadores y posiciones”. Según mi observación, la mayoría de los pacientes buscan la mejoría a través de obtener una compensación y no a través de la renuncia. En algunos talleres grupales he planteado el siguiente trabajo: - “Tomando representantes para cada persona de tu familia construye una escena que a modo de símbolo consiga hacernos entender tu problemática de fondo y dale una frase a cada miembro que explique su posición y vivencia en la familia”. Luego pregunto –“¿cómo arreglarías esto?”, e invariablemente las personas pretenden arreglarlo compensándose, es decir, si la madre no les quiso ahora les ha de querer, si el padre era débil ahora tiene que ser fuerte, si la madre era invasiva ahora será respetuosa, etc. Y les entiendo, a todos nos gustaría que las cosas fueran exactamente como corresponden a nuestros deseos. También sé del poder de las vivencias y las escenas reparadoras o restauradoras: poner amor donde hubo distancia, ternura donde hubo violencia, el abrazo donde el amor fue cortado, etc. Esto genera nuevas experiencias en el corazón y cierra gestalts pendientes. Ahora bien, voy a sostener que la compensación y la reparación es dulce, pero no es la curación. Me parece más curativo cuando la persona integra y respeta su historia y “renuncia” a la idea de que las cosas tendrían que haber sido de otra manera, y por tanto a buscar compensaciones conforme dicta su escenario interpersonal. Cuando el paciente consigue del terapeuta una respuesta complementaria, por ejemplo cuando el paciente en posición infantil consigue maternaje del terapeuta, se trata de una compensación dulce. Si no la consigue y encuentra una respuesta más simétrica o de rechazo se trata de una frustración, pero también dulce porque sigue remitiendo al mismo escenario que el paciente tiene interiorizado. Si un paciente activa en el terapeuta una posición de rechazo, tanto si éste lo rechaza como si lo acepta, se está jugando en el escenario dramático del paciente. La curación sería más bien renunciar a dicho escenario, tomarle distancia y desarrollar otras pautas de vinculación.
El terapeuta empuja al burro por delante o por detrás, recreando su escenario preferido con la esperanza de que haya movimiento y cambio. En este caso se trataría del cambio de primer orden, se producen cambios y alternancias en el sistema, la homeostasis positiva o negativa produce equilibrios o desequilibrios, y esto está bien y puede ser jugado durante un tiempo, sin embargo mantiene el sistema invariable. En el terreno de juego se intercambian jugadores y posiciones, y a menudo esto es vivido como un cambio dulce y agradable, por lo menos durante un cierto tiempo.
· El camino de la creatividad o “vamos a jugar en otro campo”. Si a ti te interesan los reptiles, a mí los mamíferos. Si los problemas del paciente se centran en el deporte de ping pong, por ejemplo, el terapeuta evita dicho deporte y le enseña al paciente los entresijos del golf, o del patinaje, etc. Esta influencia es muy frustrante porque se centra en generar posibilidades y evita las dulces compensaciones o frustraciones que el paciente desea.
· El camino de la indiferencia y creativa o “yo no juego”. La dinámica de los opuestos y de las posiciones queda estrecha frente a la profundidad de la indiferencia, que viene a decir algo así como “y qué importa” o “yo no juego. Me basta con mirar el alma en tus ojos”. Esta es una influencia verdaderamente frustrante, no una simple frustración dulce. El terapeuta asiente a las cosas tal como son. Este es otro nivel que siembra la base para que el paciente recolecte un cambio por “renuncia”, “dando el brazo a torcer”, un cambio de segundo orden, profundo. Quedan en entredicho, relativizados, los viejos escenarios y cambia el sistema. Ahora el terapeuta no empuja nada ni toma parte.
Entonces, ¿cura la relación?
La relación terapéutica cura en tanto matriz de conciencia, creatividad, nuevas experiencias y aprendizajes, y encuentro humano y libertad, y enferma en tanto faltan estos ingredientes. Sirve cuando abre posibilidades y es inútil si sólo recrea los viejos escenarios interpersonales del paciente, en versiones sólo en apariencia distintas.
En mi opinión, uno de los principales recursos para el terapeuta es conocer, “darse cuenta” de sus principales exigencias y preferencias interpersonales, y sentirse tan “paciente” e involucrado en su propio conocimiento y cuestionamiento como lo espera del paciente.
De este modo el terapeuta no sólo camina por el espacio terapéutico sino que también lo sobrevuela, así tiene una perspectiva más abarcativa; no sólo ve el próximo paso sino la naturaleza de la danza y el retrato que conforma la relación con el paciente y está en condiciones de iluminarlo y manejarlo mejor.
Si su sensibilidad y percatación es la herramienta base para los dramas y las comedias de lo humano, el desarrollo de una madura y amorosa indiferencia le provee de una sabiduría y sensibilidad mayor. Esto le hace más libre.
La transparencia del terapeuta como sustituto al manejo de la contratransferencia es sólo un ingrediente más de una actitud crecida en la “indiferencia amorosa”, que sirve al encuentro dialógico si se sostiene en ella. Con un poco de retardo respecto al anterior número, que versaba sobre transferencia y transparencia, que sirvió de estímulo para ordenar mis ideas aunque todavía no estuvieran listas para ser plasmadas, diré como colofón que, en mi opinión, el contrapunto natural gestáltico al concepto analítico de la contra transferencia no es tanto la transparencia sino una indiferencia amorosa o centro vacío del terapeuta y su congruencia personal. Más importante que la transparencia me parece la congruencia del terapeuta y su capacidad para mantenerse honesto y libre. Haría diferencia entre el terapeuta manejado por la transparencia del terapeuta que la maneja. El primero muestra su verdad como parte de la jugada prescrita por el paciente: responde a la compulsión dictada por la fuerza de escenarios interpersonales viejos y limitantes. El segundo goza de libertad y vive en el presente.
· Activación o respuesta simétrica a la invitación del paciente. O sea empujar hacía atrás. Ahora el terapeuta trata la resistencia como asistencia y no desea vencer. No se pone a empujar ni toma un perfil activo. Le da todo el espacio a la resistencia y ésta una vez delatada y amplificada ya no puede resistir, ya no puede seguir ejerciendo su función. Ahora, cuando el paciente invita a “tú tienes que moverme” el terapeuta se queda pasivo, en posición simétrica, casi robándole el rol al paciente, y manda el siguiente mensaje (no necesariamente verbal): “no te aconsejo moverte” o “efectivamente no te muevas” o “respeto tanto tu talento para oponerte y para la pasividad”. Paradójicamente, si el terapeuta incentiva la oposición del paciente, éste sólo podrá oponerse moviéndose y dejando de resistir. Para seguir oponiéndose dejara de oponerse. Desde luego, ahora el terapeuta compite por la pasividad e inmovilidad, no asume la invitación de empujador, con lo cual el paciente con suerte se movilizará, o bien asumirá él el papel de exasperado y cabreado, exigiéndole al terapeuta que haga algo. Es el escenario al revés: el paciente empujando al terapeuta que se resiste a hacer nada. Ahora el terapeuta no asume la posición propuesta por el paciente y más bien se iguala a él, lo cual sacude al paciente en su posición preferida aunque no cambia el esquema. Cambian las posiciones dentro del esquema y quizás el paciente logre más conciencia de sus preferencias interpersonales y de sus límites.
· Pura indiferencia amorosa. Esta tercera opción es la más difícil pero también la más curativa y la que facilita más cambios porque es la más frustrante y la que más desequilibra el sistema y los patrones del paciente. Es la actitud de la indiferencia y el desapego del terapeuta, algo así como: “yo no estoy aquí ni para empujar ni no empujar, este no es mi juego, ¿ahora qué?. Yo no estoy aquí para hacerte de padre ni de hijo, no estoy aquí para jugar este juego, ¿ahora qué?”. No se trata de empujar al burro ni por delante ni por detrás pues al fin y al cabo qué le importa al terapeuta donde vaya el burro o lo que decida hacer. El terapeuta respeta el destino del burro ,sea el que sea. ¿Qué le importa al terapeuta el burro del paciente?. El burro como fijación, como diseño estereotipado acerca de la realidad y las relaciones. Si el terapeuta permanece centrado e indiferente, desinteresado de jugar al burro del paciente, quizá éste se interese más en bajarse del burro, dar el brazo a torcer y activar otros esquemas interpersonales centrados en la actualidad y realidad de la relación. Aquí si que habría un cambio profundo o un cambio de otro nivel: se resquebraja el escenario interpersonal del paciente y el terapeuta no juega. Esto genera suficiente vacío y suficiente confianza como para activar las fuerzas de la salud y transitar el impasse y asumir los riesgos. En términos de la conceptualización gestáltica, la pura indiferencia frustra los clichés y juegos favoritos: ahí llega el impasse, la desestructuración, incomodidad y temor, que genera la energía para incursionar en el vacío y el dolor y transitar hacía la explosión de lo nuevo y bien anclado en lo organísmico. Ahora ya no se trata de pequeños cambios en el decorado del escenario, sino un cambio de escenario, un cambio más fuerte y profundo.
· Ahora dirijo yo. Milton Erickson contaba la historia de un ladrón que en la calle asalta a su víctima y le dice – Deme todo el dinero. Lo que cabe esperar es que la víctima saque su cartera y entregue el dinero. Pero, qué ocurre si tiene respuestas desacostumbradas o sorprendentes del tipo - ¿Qué hora es exactamente?, o – Hace dos años enterramos a la abuela, o - ¿Qué signo del zodiaco es, sabe, soy astrólogo?, etc... En lugar de responder a la propuesta del atacante aquí la víctima se arriesga y toma la dirección; sorprendentemente trata de definir otro contexto y otras reglas que no encajan con lo esperado. Esta anécdota sirve al propósito de comprender la importancia de que el terapeuta impida que el paciente juegue siempre con sus reglas y proponga saltos creativos y extraños que lleven al paciente a experiencias desacostumbradas, fuera del territorio y escenarios que articulan su modelo del mundo. Se introduce sorpresa y ruptura de esquemas y de expectativas. Si en los parámetros y la lógica que maneja el paciente no encuentra la salida no suele ser muy rentable entrar a participar en dicha lógica.
Mencionemos como un ejemplo a Giorgio Nardone 2 que, en el contexto de la terapia estratégica, ha creado protocolos específicos que cumplen la función de desactivar las soluciones que el paciente intenta para resolver sus problemas y que acaban por mantenerlo. En el caso de los pacientes obsesivos, por ejemplo, les señala cómo buscan respuestas inteligentes a preguntas tontas, con la esperanza de mitigar su angustia. Lo cual, mirado de cerca, resulta una magnífica intervención que denuncia que las preguntas son tontas y, al mismo tiempo, sugiere al paciente obsesivo que, tal vez no le convenga buscar respuestas verdaderas e inteligentes. Por tanto no se trata de colaborar con el paciente buscando respuestas aún más inteligentes que tranquilicen su arista ansiosa, sino que el terapeuta reducirá al absurdo los parámetros del paciente optando por otra clase de absurdos más interesantes: en este caso descubrir la notoria estupidez de las preguntas. Concluyendo, resulta muy sensato que el cociente de creatividad y flexibilidad sea superior en el terapeuta.
Persistencia vs. cambio. Cambiar cambiando y cambiar manteniendo la estabilidad.
Al hilo de lo que vengo desarrollando podemos sintetizar la tarea y la influencia posible del terapeuta en cuatro aspectos:
· El camino de la conciencia o “a eso juegas”. El terapeuta trata de que el paciente comprenda sus modos y patrones de vincularse y relacionarse. A partir de sus comprensiones de la relación señala al paciente “A esto juegas, de esta manera lo haces”. Lo hace a veces facilitando que el mismo paciente se de cuenta de sus pautas, con el soporte de lo que va ocurriendo en la propia relación terapéutica. El paciente comprende cómo lo hace, incluso cómo aprendió a hacerlo de este modo, y qué beneficios saca con ello. Se confía que la comprensión y conciencia actuará de elemento reorientado. El terapeuta trabaja para que el burro tome conciencia de cómo se resiste.
· El camino de la asistencia y la reparación o “intercambiando jugadores y posiciones”. Según mi observación, la mayoría de los pacientes buscan la mejoría a través de obtener una compensación y no a través de la renuncia. En algunos talleres grupales he planteado el siguiente trabajo: - “Tomando representantes para cada persona de tu familia construye una escena que a modo de símbolo consiga hacernos entender tu problemática de fondo y dale una frase a cada miembro que explique su posición y vivencia en la familia”. Luego pregunto –“¿cómo arreglarías esto?”, e invariablemente las personas pretenden arreglarlo compensándose, es decir, si la madre no les quiso ahora les ha de querer, si el padre era débil ahora tiene que ser fuerte, si la madre era invasiva ahora será respetuosa, etc. Y les entiendo, a todos nos gustaría que las cosas fueran exactamente como corresponden a nuestros deseos. También sé del poder de las vivencias y las escenas reparadoras o restauradoras: poner amor donde hubo distancia, ternura donde hubo violencia, el abrazo donde el amor fue cortado, etc. Esto genera nuevas experiencias en el corazón y cierra gestalts pendientes. Ahora bien, voy a sostener que la compensación y la reparación es dulce, pero no es la curación. Me parece más curativo cuando la persona integra y respeta su historia y “renuncia” a la idea de que las cosas tendrían que haber sido de otra manera, y por tanto a buscar compensaciones conforme dicta su escenario interpersonal. Cuando el paciente consigue del terapeuta una respuesta complementaria, por ejemplo cuando el paciente en posición infantil consigue maternaje del terapeuta, se trata de una compensación dulce. Si no la consigue y encuentra una respuesta más simétrica o de rechazo se trata de una frustración, pero también dulce porque sigue remitiendo al mismo escenario que el paciente tiene interiorizado. Si un paciente activa en el terapeuta una posición de rechazo, tanto si éste lo rechaza como si lo acepta, se está jugando en el escenario dramático del paciente. La curación sería más bien renunciar a dicho escenario, tomarle distancia y desarrollar otras pautas de vinculación.
El terapeuta empuja al burro por delante o por detrás, recreando su escenario preferido con la esperanza de que haya movimiento y cambio. En este caso se trataría del cambio de primer orden, se producen cambios y alternancias en el sistema, la homeostasis positiva o negativa produce equilibrios o desequilibrios, y esto está bien y puede ser jugado durante un tiempo, sin embargo mantiene el sistema invariable. En el terreno de juego se intercambian jugadores y posiciones, y a menudo esto es vivido como un cambio dulce y agradable, por lo menos durante un cierto tiempo.
· El camino de la creatividad o “vamos a jugar en otro campo”. Si a ti te interesan los reptiles, a mí los mamíferos. Si los problemas del paciente se centran en el deporte de ping pong, por ejemplo, el terapeuta evita dicho deporte y le enseña al paciente los entresijos del golf, o del patinaje, etc. Esta influencia es muy frustrante porque se centra en generar posibilidades y evita las dulces compensaciones o frustraciones que el paciente desea.
· El camino de la indiferencia y creativa o “yo no juego”. La dinámica de los opuestos y de las posiciones queda estrecha frente a la profundidad de la indiferencia, que viene a decir algo así como “y qué importa” o “yo no juego. Me basta con mirar el alma en tus ojos”. Esta es una influencia verdaderamente frustrante, no una simple frustración dulce. El terapeuta asiente a las cosas tal como son. Este es otro nivel que siembra la base para que el paciente recolecte un cambio por “renuncia”, “dando el brazo a torcer”, un cambio de segundo orden, profundo. Quedan en entredicho, relativizados, los viejos escenarios y cambia el sistema. Ahora el terapeuta no empuja nada ni toma parte.
Entonces, ¿cura la relación?
La relación terapéutica cura en tanto matriz de conciencia, creatividad, nuevas experiencias y aprendizajes, y encuentro humano y libertad, y enferma en tanto faltan estos ingredientes. Sirve cuando abre posibilidades y es inútil si sólo recrea los viejos escenarios interpersonales del paciente, en versiones sólo en apariencia distintas.
En mi opinión, uno de los principales recursos para el terapeuta es conocer, “darse cuenta” de sus principales exigencias y preferencias interpersonales, y sentirse tan “paciente” e involucrado en su propio conocimiento y cuestionamiento como lo espera del paciente.
De este modo el terapeuta no sólo camina por el espacio terapéutico sino que también lo sobrevuela, así tiene una perspectiva más abarcativa; no sólo ve el próximo paso sino la naturaleza de la danza y el retrato que conforma la relación con el paciente y está en condiciones de iluminarlo y manejarlo mejor.
Si su sensibilidad y percatación es la herramienta base para los dramas y las comedias de lo humano, el desarrollo de una madura y amorosa indiferencia le provee de una sabiduría y sensibilidad mayor. Esto le hace más libre.
La transparencia del terapeuta como sustituto al manejo de la contratransferencia es sólo un ingrediente más de una actitud crecida en la “indiferencia amorosa”, que sirve al encuentro dialógico si se sostiene en ella. Con un poco de retardo respecto al anterior número, que versaba sobre transferencia y transparencia, que sirvió de estímulo para ordenar mis ideas aunque todavía no estuvieran listas para ser plasmadas, diré como colofón que, en mi opinión, el contrapunto natural gestáltico al concepto analítico de la contra transferencia no es tanto la transparencia sino una indiferencia amorosa o centro vacío del terapeuta y su congruencia personal. Más importante que la transparencia me parece la congruencia del terapeuta y su capacidad para mantenerse honesto y libre. Haría diferencia entre el terapeuta manejado por la transparencia del terapeuta que la maneja. El primero muestra su verdad como parte de la jugada prescrita por el paciente: responde a la compulsión dictada por la fuerza de escenarios interpersonales viejos y limitantes. El segundo goza de libertad y vive en el presente.