Jaime Riera Pérez
¿Era Jesús feo y bajito? ¿De dónde vienen esas imágenes de la Iglesia Católica que lo ensalzan como un hombre de gran belleza? ¿Alguien retrató su verdadera imagen alguna vez? Si en el cristianismo primitivo, Jesús de Nazareth era frecuentemente designado como “el Hijo del Hombre” porque anunciaba la creación de una segunda humanidad y su enseñanza versaba sobre las condiciones de nuestra metamorfosis de una humanidad a otra, ¿por qué la Iglesia combate con tanta crudeza la teoría de la reencarnación? ¿Es en verdad una idea aberrante, o un resumen perfecto del mesnaje de Jesús? De todo eso y más versa este interesante artículo, que trata de desnudar la fisonomía oculta de Jesús en su aspecto físico y espiritual, reflejando misterios rara vez considerados en torno a la imagen, vida y mensajes de Cristo.
En el cristianismo primitivo, Jesús de Nazareth era frecuentemente designado como “el Hijo del Hombre” porque anunciaba la creación de una segunda humanidad y su enseñanza versaba sobre las condiciones de nuestra metamorfosis de una humanidad a otra.
Por otra parte, desarrolló sus potencialidades humanas a través de la perfección de la conciencia, alcanzando la calidad de Cristo y representó el prototipo de hombre de esa nueva humanidad para la que predicó una nueva moral.
También era conocido como “el Hijo de Dios” -la Carne se convierte en Verbo-, es decir, un hombre que, al haberse liberado de sus ataduras egoicas a través el esfuerzo personal, había desarrollado su capacidad de amar incondicionalmente hasta elevarla a la dignidad de Dios, hasta ser Uno con el Padre Eterno. A idéntica Unidad está destinada la humanidad: a la religación del hombre con Dios (Salmos 82:6, Juan 10:34).
Tras estas disquisiciones sobre la naturaleza humana y divina de Jesús, con las que él mismo se designaba y que los primeros cristianos bien comprendieron, subyace el mismo sentimiento y fundamento. Es decir, que la evolución espiritual del ser humano implicaba necesariamente aceptar la idea de la reencarnación, que era transmitida al pueblo judío de generación en generación, mediante la tradición oral y escrita.
El Talmud, una colección de leyes y costumbres judías copiladas durante dos siglos desde antes de la época de Cristo, enseñaba específicamente que el alma de Abel pasó al cuerpo de Set, y desde ahí al de Moisés. Enseñó también que Dios creó también un número limitado de almas cuyo destino consistía en reencarnarse, hasta que estuvieran purificadas para el día del Juicio Final. La idea talmúdica de la “serie de encarnaciones bíblicas” se repite en la Cábala, la cual, aunque fue escrita en su forma actual hacia el año 1000 d.C., recogía la sabiduría oculta que subyacía tras el Antiguo Testamento, transmitida oralmente en un curso ininterrumpido desde los tiempos de Moisés
El origen del misticismo esotérico del judaísmo es la Cábala, donde se encuentra claramente reflejado el concepto de reencarnación o qilqul” -palabra hebrea que significa “circuito” o “rotación”-. El Zohar, un clásico cabalístico que se cree data del siglo I a.C., afirma: “Las almas deben volver a entrar en donde han emergido, pero para efectuar este Efin deben desarrollar todas las perfecciones, el germen de lo que se plantó en ellas, y si no han cumplido esta condición durante una vida, deberán comenzar otra y una tercera y otra más, hasta que hayan adquirido la condición propuesta para su reunión con Dios”.
Los cabalistas que eran judíos místicos, se ocuparon intensamente de la reencarnación. El rabino Isaac Luria (1534-1572) enseñó esta doctrina en su libro Trasmigración del Alma. Por su parte el rabino Manasseh Ben Israel (1604-1657) escribió en su Mishmath Hagem: “...la doctrina de la trasmigración de las almas es un dogma firme e infalible de común acuerdo con toda la asamblea de nuestra iglesia... Por lo tanto, tenemos el deber de aceptar este dogma con aclamación... puesto que su verdad ha sido incontestablemente demostrada por el Zohar y por todos los libros cabalísticos”.
La reencarnación era plenamente aceptada por el historiador y filósofo judío Filón de Alejandría (20 a.C.-54 d.C.). También otro historiador judío, Flavio Josefo (37-100), hizo en sus obras profesión de su fe en la reencarnación e informó acerca de una enseñanza según la cual “todas las almas son incorruptibles” Sostuvo igualmente que tanto los esenios (200 a.C. a 200 d.C.) como los fariseos (desde 200 a.C. hasta que sus doctrinas fueron aceptadas por el judaísmo ortodoxo) aceptaron la reencarnación.
El pueblo hebreo mantenía arraigada la creencia en la reencarnación porque, además, le fue predicada su doctrina por los profetas. Estos sostenían la vuelta a la carne en diversas expresiones comunes, hoy poco conocidas por falta de divulgación y sobre todo por la desvirtuación de su enseñanza original. Sin embargo, ha llegado a nuestros días la profecía de Malaquías: “...he aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová...” (Capítulo 4:5) . Y prueba de que entre los hebreos existía la convicción de la existencia de la reencarnación, es el hecho de que una comisión enviada por el clero judaico del Sanedrín acudiese a preguntarle a Juan el Bautista si él era el Mesías o era Elías (Juan 1:19-21).
Esta vuelta a la vida de la carne, esta nueva reencarnación del espíritu de Elías en Juan el Bautista, es una hecho confirmado por el mismo Jesús cuando dijo: “Y si queréis recibirlo, él es aquel Elías que tenía que venir. El que tenga oídos para oír oiga” (Mateo 11:14-15). Posteriormente, en el mismo evangelio de Mateo, cuando Jesús después de la transfiguración en el monte Tabor- bajaba con los tres apóstoles que le acompañaban, éstos le preguntaron: “Por qué, pues, dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero?. Respondiendo Jesús les dijo: En verdad Elías viene primero y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino y no le conocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron; así también el Hijo del Hombre padecerá de ellos. Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista”. (Mateo 17:10-13).
La confirmación de que la reencarnación es el sentimiento perdido del cristianismo (frase atribuida a William Q. Judge, fundador del movimiento teosófico, que tiene sus raíces en la filosofía gnóstica) puede ser encontrada también en las páginas del Nuevo Testamento , aunque la teología cristiana, desde el siglo IV, niegue rotundamente la existencia de posibles versículos reencarnacionistas, y estos versículos no siempre ofrezcan la lectura inequívoca de la preexistencia del alma como ocurre en otros textos
Así se desterró la idea reencarnacionista
Las semillas de destierro de la doctrina reencarnacionista empezaron a expandirse en el año 312, cuando el emperador romano Constantino el grande se convirtió al cristianismo. Hubo tres argumentos que eliminaron la idea de la reencarnación en el nuevo cristianismo, a pesar de que ninguna encíclica papal la condenara explícitamente. La primera fue su desaprobación por parte del Concilio de Constantinopla II en el año 553, a instancias del emperador Justiniano I. Sus edictos fueron poderosos, e incluyeron el decreto que consideraba anatema cualquier enseñanza sobre la preexistencia del alma, así como la monstruosa doctrina de su regreso a la Tierra; Orígenes, al igual que otros de los primeros padres de la Iglesia creyentes en la reencarnación, fueron condenados por sus opiniones heréticas.
También fue decisivo para el destierro del concepto reencarnacionista la condena de la metempsicosis, establecida por el Concilio de Lyon (1274) y por el Florencia (1439), en los que se afirmó que las almas que partían de este mundo se dirigían directamente al Cielo, al Purgatorio o al Infierno. El tercer argumento, por último, fue la persecución, especialmente la llevada a cabo por la Inquisición, y la supresión de las ideas por la fuerza de las armas, de las que el ejemplo más cruel fue la denominada Cruzada de los Albigenses (1209).
Los peligros de la reencarnación
¿Por qué fue tan peligrosa la creencia ancestral de que muchas vidas son esenciales para completar nuestra evolución espiritual, tal y como una sucesión de años son necesarios para nuestro desarrollo físico?
Quizás semejante prohibición fue acuñada por el entonces nuevo concordato Iglesia Estado, asustados éstos al ver que una doctrina que hace a los individuos responsables de su propia salvación espiritual pueda enfrentarse a su autoridad. Históricamente está comprobado que los primeros cristianos no fueron inducidos por promesas de gloria eterna ni intimidados por terrores del fuego al infierno. No necesitaban dogmas, ni clero, ni rituales -tales como la confesión- para guiarse por el largo sendero hacia Dios. En la ardua tarea de buscar su propia salvación, consideraban la dependencia de las masas con respecto a la iglesia oficializada como algo innecesario. Y esto hizo que la Iglesia no tolerase aquellos cristianos para los que la utilidad de la misma no estuviera garantizada. La Iglesia necesitaba el azote de la resurrección de los muertos para encarrilar la situación. Esta doctrina (con sus postulados de cielo-infierno, salvación-condenación...) alteraba considerablemente los sentimientos de temor y culpabilidad, docilizaba las conciencias e inducía delegar el poder personal -y parte del económico- a la propia curia.
También la idea reencarnacionista, según la cual el hombre es elevado a la dignidad de Dios, podría representar para las masas de cristianos un símbolo de activas tendencias agresivas y de hostilidad hacia la clase dirigente (Iglesia-Estado). Ya que ésta, que ostentaba el liderazgo del nuevo cristianismo, ejercía en la fantasía de los cristianos sufrientes y avasallados, la expansión de una doctrina que equiparaba al hombre con Dios y que podía suscitar en la mente del pueblo cristiano oprimido una proyección psicológica de identificación e igualdad con la clase dominante. Y, por consiguiente, peligraría el mantenimiento de la estabilidad social y la preservación de los degenerados intereses de la clase gobernante.
Como el primigenio concepto cristiano de la naturaleza de Jesús (“la Carne de convierte en Verbo”) podría provocar transformaciones personales y, por ende, revoluciones sociales, fue modificado sustancialmente: un hombre ya no era elevado a la dignidad de Dios, sino un Dios descendía para convertirse en hombre (“el Verbo se convierte en Carne”). “La idea de que Dios se convirtiera en un hombre -dice Erich Fromm- se transformó en un símbolo de lazo tierno y pasivo con el Padre... Él mismo había demostrado ser un Padre amoroso cuando, en la forma de Hijo, se convirtió en un hombre sufriente (muerto en la cruz). Las masas oprimidas y dolientes de cristianos podían identificarse con él en un mayor grado” .
Existe una prueba irrefutable de esta manipulada transformación cristológica. En la Biblia judía, traducida al castellano del original hebreo, Isaías profetiza: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos es dado; y el dominio estará sobre su hombro, y el Consejero Maravilloso, el Dios Poderoso, el Padre Eterno lo llamará Príncipe de Paz” (capítulo 9, versículo 5) . De este versículo se han extrapolado signos y palabras en la redacción de la versión cristiana, donde se asegura: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isaías 9:6), originándose así uno de los textos emblemáticos del dogma de la encarnación de Dios en un hombre.
Esta encarnación otorgaría al cristianismo, entre otros intereses, una sustancial notoriedad con respecto a las otras religiones monoteístas en la búsqueda monopolizadora de la única religión verdadera. Y, obviamente, esta encarnación no podía realizarse en un físico carente de hermosura, todo lo contrario. El cuerpo humano que lo albergase tendría que reunir las características de belleza potenciadas al máximo, como lo requiere el rango e Dios. Así, de esta manera, Jesús es transfigurado como el paradigma de los bello, lo verdadero y lo bueno; es decir, lo perfecto.
Primeros símbolos e imágenes de Jesús, el Cristo
Durante el cristianismo primitivo, los artistas de la época -no hay que olvidad que eran judíos y su Ley impedía el culto a las imágenes - no intentaron pintar ni esculpir el rostro y el cuerpo de Jesús de un modo realista, sino que lo representaron por medio de símbolos: un pez y un cordero, una espiga de trigo o una rama de vid.
En el siglo I, el pez era empleado por los cristianos como símbolo para identificarse secretamente unos con otros cuando eran perseguidos y acosados. El Mesías era conocido “Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador”, lo cual traducido al griego -el idioma utilizado por las tropas romanas de ocupación-, era “leosus Christos, Theou, Uios, Soter”. Las iniciales de estas cinco palabras en griego, que se deletreaban I-CH-TH-US, se han convertido en ICTHYS, palabra griega que significa pez. No en vano hoy en dia el estudio de los peces recibe el nombre de ictiología.
El pueblo hebreo era originariamente nómada, y por ello criador de ganado. Su instalación en Palestina no puso término a esta actividad; por ello la imagen del cordero ofrece desde siempre una sólida base de simbolismos variados. El cordero (o la oveja) simbolizan en primer lugar al israelita, miembro del rebaño de Dios (Isaías 40:10) que pace bajo la conducción de los pastores -jefes políticos- (1 Enoc 89:12). Pero el cordero es también la victima por excelencia en los sacrificios cotidianos (Números 28:29) y sobre todo en la celebración pascual (Éxodo 12). Así como la sangre del cordero fué un símbolo salvador con el que los judíos de Egipto habían marcado su puerta antes de la exterminación, el cristianismo primitivo entronca, hablando de Jesús como un cordero, con otra profecía del Antiguo Testamento donde se anuncia un Mesías que sufre simbolizado por la imagen de un cordero llevado al matadero (Isaías 53:7). De este modo el cristiano es liberado, salvado -como antiguamente Israel de Egipto- por la sangre de un cordero: Jesucristo.
Símbolos Sagrados
El trigo era, con el vino y el aceite, una de las ofrendas rituales de los hebreos. El trigo se designaba con una palabra hebrea que significa pureza, y cuya raíz etimológica está asociada a las nociones de disyuntiva, de elección, de alianza y de bendición, de ahí su valor ritual. Para los primeros cristianos, la espiga de trigo simbolizaba también la muerte de una naturaleza (su antigua forma de vida) para renacer al Cristo y germinar en la verdadera vida: la cristiana.
En las religiones que rodeaban el antiguo Israel, la vida es un árbol sagrado y su producto, el vino, bebida de dioses. Un débil eco de estas creencias se encuentran en el Antiguo Testamento (Jueces 9:12, Deuteronomio 32:37 y ss.). Israel, por su parte, ve la vid (al igual que el olivo) como uno de los árboles mesiánicos (Miqueas 4:4, Zacarías 3:10). La Mishna (libro sagrado judío) afirma que el árbol de la ciencia del bien y del mal era una vid. La vid es, ante todo, la propiedad de la vida y, por consiguiente, su promesa y su valor: uno de los bienes mas preciados del hombre (1 Reyes 21:1 y ss.). Una buena esposa es para su marido como una vid fecunda (Salmos 128:3). La sabiduría es una vid que hace germinar gracia (Eclesiástico 24:27). De ahí se pasa lógicamente al tema principal del simbolismo. La viña es Israel, como propiedad de Dios. El encuentra en ella su gozo, espera sus frutos y la cuida constantemente. Para los primeros cristianos, el simbolismo de la vid se extiende a cada alma humana: Dios es el viñador que pide a su hijo, Cristo, que inspeccione su vendimia. Así, este simbolismo va a transferirse a la persona de aquel que encarna y recapitula el verdadero pueblo de Dios: el Mesías, que a partir de ese momento será visto simbólicamente como una vid (Baruc 2:34-35).
Con el tiempo, Jesús será pintado con el aspecto de un joven griego, con el rostro imberbe de un adolescente. Tendrían que pasar unos cuantos años hasta que en los albores del siglo V, la influencia del arte bizantino determinara el modelo de rostro de Jesús que ha perdurado hasta nuestros días gracias al II Concilio de Nicea (787), que aprobó el culto de las imágenes ante una crisis de la Iglesia de Oriente avivada por los emperadores bizantinos.
El rostro de Jesús, modelo bizantino
Los frescos bizantinos o románicos cumplían un papel semejante a los carteles publicitarios contemporáneos. El artista bizantino no deseaba dar muestras de originalidad, su función era impregnar a los fieles de cierta atmósfera religiosa. Asimismo, la pintura románica era una escritura simbólica, hecha para recordar a los cristianos -a menudo analfabetos- los temas de la Biblia. El rostro y el cuerpo de Jesús cambiaba continuamente de un estilo a otro en las formas artísticas. Estos cambios de estilo de arte tiene una explicación para el historiador Ernst Gombrich: “Las formas del arte se adaptan a su función social, pasan por un proceso de selección, de mutación, y luego de supervivencia de las más adaptadas. Una vez separado el modelo que parece más evidente o más convincente, la presión social eliminará las imágenes no conformes”.
Imágenes de Jesús en el Antiguo Testamento
La Biblia judía está dividida en tres secciones: Torá (Pentateuco), Neviém (Profetas) y Keturím (Hagiógrafos). Su denominación cristiana es el del Antiguo Testamento. De entre los libros proféticos, Isaías es el más ilustre de los profetas del siglo VIII a.C. Su fecunda acción profética se desarrolló en los últimos cuarenta años de esa centuria. Profetizó -con la clarividencia de un acabado político y con la profunda penetración de un guía espiritual- el desarrollo de los acontecimientos y los sensibles cambios sociopolíticos universales, como también sus consecuencias para la suerte de los reinos de Israel y Judá. Referente a Jesús predijo: “...no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos más sin atractivo, para que le deseemos...” (Isaías 53:2).
Los Salmos -escritos poéticos hebreos-, en su origen, se transmitían verbalmente antes de tomar forma escrita. Fueron escritos individualmente a lo largo de un período de más de mil años desde la época de Moisés. En el transcurso del tiempo, desde su inicial redacción, pudieron sufrir modificaciones y añadido que le imprimieron el sello social, político...- de la época y el carácter peculiar de los redactores. El Salmo 45 nos describe a Jesús así: “Eres el más hermoso de los hijos de los hombres, la gracia se derramó en tus labios; por tanto Dios te ha bendecido para siempre” (Salmos 45:2). Obviamente, la descripción de Jesús en Isaías y en Salmos son diametralmente opuestas.
La fisonomía de Jesús según los padres de la Iglesia
Los padres apologéticos ofrecieron una justificación de la práctica cristiana y una exposición de la fe. Su primer objetivo era demostrar la verdad del cristianismo frente a los judíos, explicando cómo el Evangelio constituye la realización de las promesas, o frente a los paganos -sobre todo las autoridades públicas- refutando las acusaciones de que era objeto la Iglesia, discutiendo las inconsecuencias del paganismo y exponiendo la pureza de la conducta de los cristianos.
Presumiblemente los padres de la Iglesia de los siglos I y II conocieron la existencia de ambos versículos vetero testamentarios -que reflejaban imágenes de Jesús-; empero, la hipotética influencia del texto de Isaías se hizo patente en sus obras: según san Justino (100-165) Jesús era casi deforme (aeidouz). Según Tertuliano (155-220) carecía de hermosura y su cuerpo “nec humanae honestatis corpus fuit” (“no era siquiera de genuina forma humana”. Para Clemente de Alejandría (150-216) era feo de rostro (oyin aiscron). San Ireneo (140-200?) califica a Jesús de “Informus, inglorius, indecorus” y Comodiano (a finales del siglo III) lo describe como una especie de esclavo de figura abyecta .
Hacia el año 178, el filósofo romano Celso escribió un alegato contra los cristianos. Aunque en esta obra Celso admite la doctrina moral cristiana y su enseñanza acerca del Logos, atacó el fundamente de la resurrección de Cristo y, en general, rechazó a Jesús considerándolo un falsario. Afirmaba que la filosofía y la religión griega estan por encima de la judía y la cristiana; y acusó a los cristianos de ser gérmenes de división en el Estado por no someterse a la religión común de Roma. Describió además a Jesús como “bajo, feo y sin nobleza” . Esta obra de Celso fue refutada punto por punto por Orígenes (185-253) en su tratado “Contra Celso” -distribuido en ocho volúmenes-, pero este padre de la Iglesia, sorprendentemente, no disiente de su adversario respecto a los rasgos físicos de Jesús .
Algunos investigadores contemporáneos del cristianismo opinan que es posible que Ireneo y Justino pudieran haber tenido contacto personal con la primera generación de apóstoles. Dejando a un lado si a estos padres de la Iglesia les era transmitida o no la verdadera apariencia física de Jesús, lo que realmente sí desconocieron, pues ocurrió muchos años después de que fallecieran, fueron los resultados del Concilio I de Nicea (325) donde se inició la dogmatización de la encarnación de Dios en Jesús, que continuó en el Concilio de Efeso (431) en donde “María fue la Madre de Dios y no sólo de Cristo”, para posteriormente defenderse el dogma de “Cristo es Dios verdadero y Hombre verdadero” en el Concilio de Calcedonia (451).
Presumiblemente, a medida que celebraban estos Concilios, proliferaron entre los cristianos diferentes adoctrinamientos y condicionantes psico-sociales derivados del ambiente inquisidor y represor de la época. No hay certidumbre alguna respecto de que la influencia doctrinal de estos Concilios persuadiera a algunos de los posteriores padres apologéticos: Gregorio de Nisa (335-395), Jerónimo (347-420), Teodoreto (393458/66?), Juan Crisóstomo (347-407), Ambrosio (304?-397), Agustín (354-430) y un largo etcétera, para que describiesen a Jesús en sus obras como lo refleja el Salmo 45:
“El más bello de los hijos de los hombres...”.
Otras fuentes cristianas, contradictorias entre si, de los siglos VIII y IX, entremezclaron elementos de belleza y fealdad, según las peculiaridades idiosincráticas de los informadores, en las descripciones sobre el aspecto físico de Jesús. Así, hacia el año 710, Andrés, ciudadano de Greta, después de haber hablado del retrato de Jesús pintado, según la tradición por Lucas, añade: “...que el Señor fué visto... con cejas unidas (sunojrun), con ojos bellos, con el rostro alargado, un poco encorvado
(epicujon), de buena estatura, como ciertamente aparecía entre los hombres...” . Y el monje Epifanio afirmaba, hacia el año 800, en Constantinopla, que Jesús “medía seis pies de altura (alrededor de 1,70 metros), tenía el cabello rubio y levemente ondulado, cejas negras, no del todo arqueadas, ojos verdes, con una ligera inclinación del cuello, de modo que su aspecto no era del todo perpendicular (euhlica), con el rostro no redondo, sino alargado, como el de su madre, a quién, por lo demás, se parecía en todo” . La estatura de Jesús aparece, por el contrario, reseñada como de tres codos de alto (sobre 1,35 metros) en la Carta Sinodal de los Obispos de Oriente, del año 839.
¿Qué dice el Nuevo Testamento sobre el aspecto físico de Jesús?
Desde sus orígenes hasta el año 150, los cristianos no poseyeron una escritura propia; habían heredado del judaísmo sus libros, entre otros el Antiguo Testamento. Los primeros cristianos veían en el una obra profética inspirada por el espíritu de Dios para anunciar la venida de Cristo, y lo leían no tanto como una perspectiva histórica como con la intención de descubrir al Mesías en él. El Nuevo Testamento es una colección de escritos redactados en el siglo I y rehechos una y otra vez hasta el siglo IV. Al final fueron canonizados definitivamente en el Sínodo Romano del año 382 y en la Iglesia Norteafricana (Sínodo de Hippo Regius, año 393, y en el de Cartago, durante los años 397 y 419), y el aspecto que ofrecen de Jesús no es precisamente armónico, sino confuso y contradictorio, ofreciendo una pluralidad de imágenes.
Así, podemos leer en el relato del publicano Zaqueo que, habiendo llegado Jesús a Jericó, “procuraba ver quien era Jesús; pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante subió a un árbol sicomoro para verle...” (Lucas 19:3-4), ¿se describe aquí como pequeña la estatura de Jesús?. La interpretación afirmativa ya era sugerida hace tres siglos y fue renovada alrededor del 1928 por el filólogo e historiador austriaco R. Eisler. Para la iglesia cristiana es una divagación sin fundamento, ya que el sujeto de la narración no es Jesús sino Zaqueo.
Otros relatos neotestamentarios entrevén a un Jesús que vestía discretamente (Lucas 7:25 y Juan 19:23). Usaba el vestido o túnica habitual (Lucas 8:44) y calzaba sandalias (Marcos 6:9). Cuando se ponía en camino usaba bastón (Marcos 6:8). Tenía una mirada que se detenía con fuerza sobre sus interlocutores (Marcos 3:34, 5:32, 8:33, 10:27); a veces, reflejaba ira (Marcos 3:5), otras veces, amor y ternura (Marcos 10:21). La expresión de su rostros, quizá aparentase más edad de la que tenía, pues cuando los judíos dicen “aún no ha cumplido los cincuenta años” (Juan 8:57) Jesús estaría rondando los 30; su rostro tenía los rasgos semíticos propios de la raza a la que pertenecía. Y su piel estaría tostada y curtida por las altas temperaturas solares de su tierra. Su organismo tenía que ser fuerte para soportar cuarenta días de ayuno (Mateo 4:1) y los azotes de la pasión (Marcos 15:15). El aspecto de Jesús, en consecuencia, sería tan corriente que podía andar sin ser reconocido (Lucas 4:30), hasta el punto de que Judas tuvo que identificarle con un beso (Mateo 26:48). ¿Tal identificación hubiera sido innecesaria si realmente hubiera tenido la elevada estatura, la espléndida belleza en el rostro y la esbeltez encomiable del cuerpo con el que aparece (omitiéndole o no la aureola alrededor de la cabeza) en infinidad de pinturas y esculturas?.
¿Era Jesús feo y bajito?: Un problema teológico
Un ejemplo sencillo, a modo de símil, listará nuestro siguiente argumento. Imaginemos a un padre de familia (Dios) con nueve hijos (la Humanidad). Supongamos también que toda la familia necesita un traje nuevo (cuerpo físico) para asistir a una importantísima fiesta de celebración (nacimiento del planeta Tierra). En esta situación, el padre de familia, sólo dispone de dinero suficiente para comprar un traje nuevo para él y para cinco de sus nueve hijos. Así pues, llegado el día de la celebración, ¿asistiría el padre a la fiesta llevando un traje nuevo mientras que algunos de sus hijos vistieran trajes viejos?. Si el padre humano, con su limitadísima capacidad de sentir amor y aplicar justicia, presumiblemente fuera incapaz de asistir a la fiesta con traje nuevo mientras que algunos de sus hijos vistiera un traje viejo, el Padre Eterno, Dios, o sea, el Amor en su máxima dimensión y expresión, ¿no es capaz de sentir idéntica justicia como la que aplicaría el padre humano, descendiendo a la Tierra con el traje nuevo (hermoso y radiante) con el que las iglesias cristianas han vestido a Jesús?.
Jesús de Nazaret es una figura demasiado importante como para dejársela en exclusiva a teólogos y a la Iglesia. ¿No resulta paradójico que aquel a quien atacaron las clases dominantes y los poderes eclesiásticos de su época por vivir y relacionarse con los obreros, los pobres y las prostitutas sea hoy interpretado exclusivamente por autoridades religiosas similares a las que él mismo rechazó y condenó en su tiempo?. De ser interpretado por alguien en concreto, probablemente Jesús de Nazaret concedería el derecho de su propiedad a aquellos que realmente aprendieron y aprenden de él (Mateo 11:29). ¿Acaso la clase dominante y las autoridades cristianas han olvidado que Jesús nació, vivió y murió pobre , pudiendo haber alcanzado un cómodo y elevado estatus social de haber ingresado en el clero judaico?. ¿Han olvidado que trabajó manualmente toda su vida para ganarse el sustento ?, ¿qué objetó pública y consecuentemente de la religión organizada de su tiempo y de todo tipo de violencia y conflicto bélico ?; y, resumidamente, ¿han olvidado que era coherente con su prédica: “amar al prójimo -incluso al enemigo- como a uno mismo”?.
Jesús de Nazaret, con su vida y su mensaje, nos enseña la religión del “tú”, del tratamiento de libertad e igualdad entre los hombres. Nos muestra el “cara a cara” con la eternidad sin necesidad de intermediarios eclesiásticos -ni siquiera de libros sagrados (2 Corintios 3:6, Juan 6:63)- que interfieran en esa comunicación sincera y profunda con nuestro Origen, con Dios. Incluso cuando Jesús expiró en la cruz, los evangelistas -a excepción de Juan- recogieron un símbolo evidente de este maravilloso mensaje: “...el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo” (Marcos 15:37-38) indicando el camino de la comunión directa con la divinidad sin la mediación de templos (ni de rituales, ni de dogmas, ni de ideologías establecidas y enseñadas por otros hombres -Mateo 23:9-10-, sino a través de la religación connatural en el hombre con Dios que antecede a toda religión revelada -entre ellas el cristianismo institucionalizado- puesto que nada puede revelarse sobre algo si el hombre no tiene previamente una idea de ese algo. Jesús nos descubre y nos llama a la verdadera revelación divina inherente -y eternamente manifestada- en todos nosotros.
En otra ocasión, Jesús oró así: “Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a sabias y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Lucas 20-21). Estas palabras debieran haber servido para recordar a las autoridades religiosas, filosóficas, místicas y teológicas, que, en el conocimiento del Espíritu, la sabiduría humana sin más imposibilita comprender los misterios de Dios, los cuales “sólo a los niños le ha sido revelado”. Únicamente a aquellos que han comprendido dolorosamente que sus manifestaciones egoicas (vanidad, celos, envidia, codicia, ira, odio...) les impiden sentir la auténtica realidad de Dios, y se liberen de sus ataduras egoicas, retornarán, plenos de madurez y de trascendencia espiritual, a recuperar la niñez perdida, ya que “si no os volvéis como niños no entrareis en el Reino de los Cielos” (Mateo 18:3), en donde sólo existe pureza en el corazón: “bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios”.
Despojemos ya de una vez por todas a nuestros ojos de los múltiples velos -internos y externos- que oscurecen el encuentro con Dios.