lunes, septiembre 26, 2022

Sobre la Causa de los Templarios

Benito Jerónimo Feijoo

Cartas eruditas y curiosas - Tomo I, Carta XXVIII

Feijoo, como señala Wido Hempel en su ensayo "Los jacobinos del siglo XIII", fue el mayor representante español de la Ilustración, y "había tomado el hábito benedictino a los catorce años y desde los treinta y tres años ostentaba una cátedra de teología en la universidad", siendo durante toda su vida un cristiano ortodoxo, "aunque sus contrincantes, y entre ellos muchos eclesiásticos, hayan afirmado frecuentemente lo contrario. Feijoo estaba convencido de la inocencia de los templarios y aclara que la supresión de la Orden del Temple se llevó a cabo por vía de previsión y no por sentencia judicial al caer en el descrédito los templarios y suponer que la Orden ya no podría ser útil a la Iglesia Católica tras dicho descrédito.

1. Muy señor mío: Pesada carga es la que me impone V.S.

solicitando le explique mi sentir sobre el negocio de los Templarios; esto es, si padecieron inocentes, o culpados; si la sentencia, que contra ellos se dio, fue justa, o injusta: Problema grande en la Historia; no tanto por la oposición de los Autores en la narración, en la cual por la mayor parte están conformes, cuanto porque los mismos hechos ministran fundamento bastante para opuestos juicios. Bien es verdad, que en una circunstancia de mucho peso he notado, como demostraré abajo, los más de los Historiadores mal instruidos.

2. De los Autores, que he visto sobre la materia, o en sus mismos Libros, o citados por otros, son pocos los que afirman la inocencia de los Templarios. Los más no se atreven a decidir la duda. Lo común es mostrar alguna inclinación a uno, u otro extremo, pero sin resolver. La verdad es, que exceptuando la mayor parte de los Escritores Franceses, los cuales son particularmente interesados en la causa, porque si la condenación fue injusta, casi toda la iniquidad viene a caer sobre individuos de aquella Nación; los demás, por la mayor parte, al paso que van refiriendo el caso, van descubriendo un ánimo propenso a creer inocentes los Templarios. Pero al fin, viendo salirles al paso la autoridad de un Pontífice Romano, que sentenció la extinción de aquel Orden, y de un Concilio General, que se dice aprobó, o confirmó la Sentencia; o se detienen perplejos, o se retiran medrosos...

3. Y verdaderamente, puesta aparte esta consideración, apenas hay cosa de algún peso contra la inocencia de aquellos Caballeros, y ocurren razones muy eficaces a favor de [219] ella. Los primeros fundamentos de su ruina no pudieron ser de peor condición. Los acusadores fueron dos delincuentes de la misma Religión, condenados por ella a cárcel perpetua, y que la estaban ya padeciendo en París, en pena de atroces delitos: uno Francés, el Prior de Montfaucón: otro el Caballero, Noffo, Florentino. Estos, o por vengarse de sus Jueces, o por lograr la impunidad de sus maldades, o por uno, y otro, pasaron a la noticia del Rey los horrendos crímenes, que suponían en toda la Religión. La calidad de los acusadores merecía que se despreciase la acusación. Pero sabían ellos a qué puerta llamaban. El Rey de Francia Felipe el Hermoso, hombre avarísimo, y de conciencia extragada. Impío le llama, sin andar por rodeos, el Cardenal Baronio: A Rege importuno pariter ac impío. Estaba opulentísima entonces la Religión de los Templarios. Un Príncipe de este carácter, ¿qué no haría, ofrecida la ocasión de aprovecharse de sus despojos? Tales fueron los primeros instrumentos, que obraron en la ruina de aquella Religión.

4. Es verdad, que tal cual Autor varía algo en cuanto a las personas de los acusadores. El Abad Fleuri, suponiendo, que esta circunstancia se refiere de diversas maneras, se inclina, como a más verosímil, a que el acusador fue un vecino de Beziers, llamado Squin de Florian, el cual estaba preso, juntamente con un Templario

Apóstata, no en París, sino en un Castillo Real de la Diócesis de Tolosa; y como los delitos de uno, y otro fuesen tan graves, que esperaban por ellos suplicio capital, estimulados de los remordimientos de su conciencia, se confesaron recíprocamente uno a otro, como hacían en aquel tiempo (añade el Autor citado) los que se hallaban en algún gran peligro de perder la vida; y constándole a Squin, por la confesión del Templario, las abominaciones establecidas en su Religión, resolvió solicitar la gracia, revelándoselas al Rey, y ministrándole este medio para adquirir grandes riquezas.

5. Lo que hemos escrito arriba, en orden a los Autores de la acusación, es lo que se halla comúnmente en los Historiadores. Pero dado el caso, que el acusador fuese el que [220] pretende el Abad Fleuri, como queda la acción en un hombre merecedor de la muerte por sus delitos, para el intento viene a ser lo mismo. Un hombre de este carácter repararía poco en levantar horrendos testimonios a toda una Religión, cuando no hallaba otro arbitrio para salvar la vida.

6. Se hace harto inverosímil, que los delitos acumulados a los Templarios fuesen verdaderos. Que todos, en su admisión a la Orden, renegasen de Jesucristo; que escupiesen sobre su Sacrosanta Imagen; que en la misma admisión interviniesen, ciertas ceremonias extremamente ridículas, y torpes; que se practicase por Estatuto la Idolatría; que al Ídolo que adoraban, sacrificasen víctimas humanas; que se permitiese generalmente la torpeza nefanda, son cosas, que sin hacer al entendimiento una gran violencia, no pueden creerse comunes a toda una Religión.

7. A sesenta Caballeros, entre ellos el Gran Maestre, que en distintas ocasiones fueron condenados al fuego, se les ofreció la vida, como confesasen los crímenes, de que eran acusados; pero todos, sin exceptuar ni uno, estuvieron constantes en negarlos; protestando hasta el último momento su inocencia. Esto, cayendo sobre la inverosimilitud de los hechos, sobre la perversidad de los acusadores, y el interés del Rey, en que creyesen los delitos, forma una preocupación extremamente fuerte a favor de los reos.

8. Hace también una fuerza inmensa, el que siendo los delitos tan enormes, tan comunes, y que mucho tiempo anterior se practicaban, no se hubiesen difundido antes al Público. ¿Es posible, que entre tantos, o centenares, o millares de Caballeros, alguno, o algunos, movidos de los remordimientos de la conciencia, no los delatasen a quien debían? Muchos fallecerían separados de sus hermanos, o en algún viaje, o en casas de sus parientes, o amigos. Siquiera a la hora de la muerte algunos de éstos, por librarse de la condenación eterna, ¿no dejarían alguna declaración hecha, con orden de presentarla al Príncipe?

9. Pero lo más decisivo en la materia es, que aunque en todos los Reinos de la Cristiandad se procedió a seria [221] inquisición sobre los delitos de los Templarios, en ninguno, a excepción de Francia, fue conducido Templario alguno al suplicio. Prueba, al parecer clara, de que el apasionado influjo del Rey Felipe era quien los hacía delincuentes. Adonde no se extendía el dominio del Rey de Francia, no parecieron Templarios Apóstatas de la Fe; siendo así que en los Procesos hechos en Francia se pretendía, que el crimen de Apostasía era común a todos, como una condición, sine qua non, para recibir el Hábito. En España, se examinó el caso con gran madurez. En Salamanca se juntó para este efecto un Concilio, compuesto del Arzobispo de Santiago, y de los Obispos de Lisboa, de la Guardia, de Zamora, de Avila, de Ciudad Rodrigo, de Plasencia, de Astorga, de Mondoñedo, de Tui, y de Lugo. Y después de bien mirada la Causa, todos aquellos Padres, unánimes declararon los Templarios inocentes: De vinctis, atque supplicibus quaestione habita, causaque cognita, pro eorum innocentia, pronunciatum communi Patrum suffragio. (in Collect. Labb. tom. 7, pag. 1320).

10. Es verdad que los delitos de los Templarios se probaron con muchos testigos, y que gran número de los mismos Templarios los confesaron. Pero atendidas las circunstancias, uno, y otro prueba poco. Cuanto a lo primero, ¿Quién no echa de ver, que por inocentes que estuviesen los Templarios, interesándose el Rey de Francia en hacerlos delincuentes, no le habían de faltar testigos?
Las Historias están llenas de casos semejantes. Siempre que algún Príncipe, por mala voluntad suya, ha querido, que, observando la forma judicial, se castigase como malhechor algún Vasallo inocente, tuvo testigos de sobra para cuantos delitos quiso imputarle. Son casos estos, que a cada página, como he dicho, se encuentran en las Historias.

11. Pero entre todos ellos, el más oportuno a nuestro intento fue uno, en que intervino el mismo Felipe el Hermoso. Notoria es a todos los que han leído algo de Historia la mortal, y escandalosa enemistad, que este príncipe tuvo con el Papa Bonifacio Octavo; como asimismo el sacrílego, y cruel [222] atropellamiento de su Persona, y Dignidad, ejecutado en Anagnia, de orden del mismo Rey, de que resultó perder luego la vida el maltratado Bonifacio. No bastó esto para aplacar la ira del furioso Monarca. Continuose su rabia, siendo objeto de ella la memoria, y cenizas del difunto Pontífice; de que nació su horrible pretensión con Clemente Quinto, para que declarase Hereje a Bonifacio, y como tal fuese castigado en la forma que puede serlo un muerto; esto es, en su memoria, y en sus cenizas. Debía Clemente el Pontificado al Rey Felipe, y sobre eso se hallaba dentro de sus Dominios, menos venerado como Papa, que tratado como Súbdito; con que, aunque con gran disgusto suyo, admitió la acusación. El pretendido crimen de herejía de Bonifacio era una de las mayores quimeras, que hasta ahora se han fingido. Sin embargo, con cuarenta testigos, la mayor parte contestes sobre los mismos hechos, se probó, que Bonifacio había negado, no sólo la Real Presencia de Cristo en la Eucaristía, mas también la Resurrección de los hombres, y la inmortalidad del alma; y que había dicho, que así la Religión Cristiana, como la Judaica, y Mahometana, eran meras invenciones de hombres: con advertencia de que los testigos depusieron haber oído estas blasfemias al mismo Bonifacio. Véase sobre el punto el Abad Fleuri, en el Tom.19 de su Historia Eclesiástica, lib. 91, num. 14. Si se repara bien, la misma multitud de testigos prueba su falsedad; porque dado el caso que Bonifacio padeciese aquellos errores, es totalmente increíble, que un hombre tan advertido, y tan gran Político, como todos le suponen, tuviese la facilidad de verterlos en los corrillos. En efecto, en el Concilio de Viena se dio la sentencia a favor de Bonifacio; aunque suavizándola con ciertos temperamentos a favor del Rey, para evitar su ira; a quien también, antes de sentenciar la Causa, con ruegos había procurado aplacar el Papa Clemente.

12. Considérese, si no habiéndole faltado testigos al Rey de Francia para una calumnia tan atroz contra un Soberano Pontífice, le faltarían para probar los delitos de los Templarios, [223], por falsos, que fuesen. Y considérese juntamente, si quien pudo componer con su buena conciencia aquel horrible atentado, era capaz de componer este otro.

13. Algunos Autores pretenden justificar al Rey, dando por falso, que la codicia le moviese a solicitar la ruina de los Templarios; porque (dicen) los bienes de éstos fueron adjudicados a los Caballeros de San Juan de Jerusalén, que hoy, por el sitio de su establecimiento, llamamos de Malta; por consiguiente, el Rey no se interesó en la extinción de aquella Orden, y no interesándose, no pudo ser movido de la codicia: con que se debe discurrir, que obró puramente impelido de un celo cristiano.

14. Aun admitiendo el hecho de que la hacienda, y posesiones de los Templarios se adjudicaron a los Caballeros de San Juan, esto no basta para justificar al Rey de Francia. Lo primero, porque a los de San Juan sólo se dieron los bienes raíces, con que quedó bastante cebo a la codicia del Rey en los muebles; como en efecto es constante, que las dos terceras partes de éstos entraron en el Fisco a título de satisfacer los gastos del Proceso. Paulo Emilio dice, que todos los muebles, y no sólo las dos terceras partes, pasaron a la mano del Rey. Y aunque no se duda, que dichos gastos serían grandes, según todos unánimemente ponderan la opulencia de los Templarios, se debe discurrir, que quedó en la bolsa Real la mayor parte de aquellos despojos. Lo segundo, porque, según algunos Autores, aun en los bienes raíces se interesó mucho el Rey. San Antonino dice, que cuando llegó el caso de querer entrar en la posesión de ellos la Religión de San Juan, los halló ocupados por el Rey, y otros Señores Legos; con que le fue preciso para redimirlos, dar al Rey, y a otros dueños intrusos tan grandes sumas de dinero, que más empobreció, que enriqueció a los nuevos dueños la adquisición. Unde, concluye el Santo, depauperata est mansio Hospitalis, quae se existimabant, inde opulentam fieri. (3. part. Cronic. tit. 21, cap. 3). Tomás Walsinghan da a entender lo mismo, o equivalente, cuando dice, que el Papa consignó las posesiones de los Templarios [224] a los de San Juan, mediante una gran suma de dinero que dieron éstos: Papa hospitalariis haec (bona) assignavit, non sine magnae pecuniae interventu; pues aunque no explica si aquel dinero fue para el Papa, o para el Rey, es mucho más natural, y mucho más conforme a lo que dicen otros Autores, entender lo segundo.

15. De aquí es, que aunque demos entera fe a los instrumentos, que Pedro Du-Puy produjo del Archivo del Parlamento de París, para probar, que Felipe el Hermoso, no sólo se conformó con la traslación de los bienes de los Templarios a la Religión de San Juan, mas aun en alguna manera la solicitó; siempre queda lugar a que se interesase mucho su codicia en la ruina de aquella milicia. Fuera de que desde que se empezó a proceder contra los Templarios, hasta que se hizo el destino de sus bienes, pasaron cuatro años, poco más, o menos: con que pudo muy bien suceder, que el Rey al principio pusiese la mira a apoderarse de todos los bienes, así raíces, como muebles, de los Templarios, moviendo con ese fin los procedimientos contra ellos, y después, o por encontrar en la ejecución arduidades, que no había previsto, o por hacer reflexión sobre el gran deshonor, que de ella se le seguiría, se resolviese a contentarse con menos.

16. Por lo que mira a la confesión de los mismos Templarios, tampoco debe ésta hacer fuerza; constando, que a muchos se les sacó a fuerza de tormentos; y a muchos más con el temor de la muerte, que se les aseguraba infalible, si no confesasen los delitos impuestos, prometiéndoles al mismo tiempo salvar la vida, como los confesasen. Usando de tales diligencias, me parece, atenta la fragilidad humana, que a la mayor parte de los individuos de cualquier religión harán confesar delitos que no cometieron.

17. Últimamente se arguye contra los Templarios, con la gran autoridad del Papa Clemente Quinto, y del Concilio General de Viena del Delfinado, que se dice aprobó, y confirmó la sentencia que dio Clemente contra aquella Religión. Aquí ponen casi toda su fuerza los que se empeñan en [225] persuadir, que los crímenes de los Templarios fueron verdaderos; y no porque pretenden, que la decisión del Papa, ni la del Concilio en una cuestión puramente de hecho, cual lo es la presente, sean absolutamente infalibles; sí sólo muy respetables, y de sumo peso, para inclinar a un asenso firme de fe humana.

18. Sin embargo, ni una, ni otra autoridad, gritadas por los Sectarios de aquella opinión, embarazaron, ni al Bocacio, ni al Abad Tritemio, ni a Juan Villani, Historiador muy exacto, y fidedigno, ni a San Antonino de Florencia, ni a Papirio Masson, ni a otro Autor Francés contemporáneo al suceso que éste cita, sin nombrarle, para declararse a favor de los Templarios. Sobre todo, la intrepidez de Papirio Masson me admira, quien, después de sentar, que los Templarios padecieron sin culpa, concluye, que lo menos que se puede decir contra el Rey de Francia, y contra el Papa, es, que el Rey fue un impío, y el Papa, no Clemente, sino inclemente. Quid hic lectores dicturi sunt? Regem illum certe impium, Pontificem Inclementem fateantur necesse est. Minorem enim sententiam dicere non possint. Es muy del caso advertir, que este Autor era Francés.

19. Yo no seguiré senda tan áspera, para defender como inculpados a los Templarios; porque tengo otra más segura, aunque poco pisada. Ya arriba noté, que en una circunstancia muy importante a la presente cuestión, están los más Historiadores mal instruidos.
Esta circunstancia es la de la Sentencia condenatoria de los Templarios, que casi generalmente los Autores suponen pronunciada en toda forma legal por el Papa Clemente, y aprobada por el Concilio de Viena; siendo así, que lo que hubo en esto, así de parte del Concilio, como del Papa, más determina el juicio a favor de los Templarios, que contra ellos. Lo que hubo de parte del Papa consta de su misma Bula; lo que de parte del Concilio, nos lo enseñan el Abad Fleuri, y el docto Esteban Balucio, Autores por ningún capítulo sospechosos, Franceses ambos, y ambos versadísimos en la Historia Eclesiástica; a que se puede añadir, que habiendo sido Balucio [226] bibliotecario de Mr. Colbert, tuvo a mano en aquella riquísima Biblioteca, donde sólo de manuscritos se contaban nueve mil tomos, innumerables fuentes de donde sacar puras las noticias; y habiendo este Autor escrito muy de intento, y largamente en dos Tomos en cuarto, las Vidas de los Papas que tuvieron su residencia en Avigñon, de quienes fue el primero Clemente Quinto, no se puede dudar de que examinase con gran diligencia cuanto conducía a un punto tan importante de su Historia.

20. El caso, pues, pasó de este modo: Congregado el Concilio de Viena, como uno de los fines de su convocación era la decisión del negocio de los Templarios, se presentaron en él todos los Autos hechos sobre aquella causa, y leídos todos, propuso el Papa a los Padres, que profiriesen su dictamen. Eran más de trescientos los Obispos congregados de todos los Reinos de la Cristiandad, a que se agregaban muchos Prelados menores. La respuesta fue casi unánime, que aquellos autos no eran bastantes para condenar los Templarios, y que antes de dar la sentencia, era preciso oírlos en el Concilio. Dije, que la respuesta fue casi unánime; pues en tan gran número de Prelados, sólo tres Franceses, y un Italiano disintieron. Esto pasó a los principios de Diciembre del año 1311, y no se trató más de esta materia hasta la Primavera del año siguiente, en que el Papa formó, e hizo leer en el Concilio la Bula Ad Providam; en que decretó la extinción del Orden de los Templarios. ¿Pero cómo? No por vía de Sentencia Jurídica, sino provisionalmente. Nótense estas importantísimas palabras de la Bula: Eiusque Ordinis statum, habitum, atque nomen, non sine cordis amaritudine, & dolore, Sacro approbante Concilio, non per modum deffinitivae sententiae, cum eam super hoc secundum inquisitiones, & processus super his habitos, no possemus ferre de iure; sed per viam promissionis, seu ordinationis Apostolicae irrefragabili, & perpetuo valitura sustulimus sanctione. Confiesa el Papa, que en todos los Procesos hechos no había fundamento para condenar a los Templarios, según derecho.
El mismo dictamen habían [227] manifestado los Padres del Concilio: luego así la autoridad del Concilio, como la del Papa, más están a favor de los Templarios, que contra ellos.

21. Es verdad que el Papa en la misma Bula hace memoria de los delitos de los Templarios; pero no como suficientemente probados, sino como divulgados por la fama, y rumor público; lo cual era motivo razonable para el Decreto provisional de su extinción; porque ya infamada de tal modo aquella Religión, no podía ser muy útil a la Cristiandad. Ni aun esto era menester para que el Papa, usando la plenitud de su Potestad, transfiriese los bienes de los Templarios a los Caballeros de San Juan; bastaba, que de los bienes puestos en manos de éstos, resultase más utilidad a la Iglesia, que poseídos por aquéllos. Y este motivo realmente subsistía aun antes que la causa de los Templarios empezase a agitarse; siendo cierto, que aquella Religión había decaído tanto de la observancia de su Instituto, y empleaba, por la mayor parte, tan mal sus riquezas, (esto es en un excesivo fausto, regalo, y pompa) que en caso de no reformarla severamente, convenía pasar aquellas riquezas a mejores manos.

22. Por lo que mira a la mala fama de los Templarios, sobre los crímenes impuestos, que sus enemigos gritaron tanto, se debe advertir, que esa fama enteramente nació de la acusación, y procedimientos contra ellos. Antes no había tal mala fama. Y la prueba concluyente es el asombro con que todo el mundo oyó aquellos crímenes, cuando consiguientemente a la prisión de todos los Templarios de Francia se esparció la noticia de ellos. Así la mala fama pudo nacer, y propagarse, sin culpa alguna de los Templarios. Pero aunque padeciesen inocentes aquella infamia, una vez que ésta no se pudiese borrar por una convincente justificación de su inocencia a los ojos de todo el mundo, lo que muchas circunstancias hacían entonces imposible; la mala fama pudo concurrir como motivo, por lo menos inadecuado, para su extinción provisional. [228]

23. Añadamos también, que supuesto que el Papa no procediese en la extinción como Juez, sino como Soberano, pudieron intervenir en el caso algunos motivos (digámoslo así) puramente políticos. Muchas veces los Papas, a instancias de los Príncipes, hacen cosas, que no hicieran, si no hubiera tales instancias. El Rey Felipe había abrazado con sumo tesón el empeño de aniquilar aquella Religión. La persona del Papa, habitando en sus Dominios, estaba a arbitrio de él. ¿Cuántos daños, no sólo para sí, mas aun para toda la Iglesia, podría temer de un Príncipe de tanto poder, y nada escrupuloso, si no le complaciese en lo que procuraba con tanto ardor? Los que por haber leído la Historia Eclesiástica de aquellos tiempos, saben lo que al Rey Felipe debía el Papa Clemente; cómo, y sobre qué preliminares cooperó aquél a la exaltación de éste al Pontificado, (materia en que los Historiadores Italianos, Españoles, y de otras Naciones hablan sin embozo, ni misterio) podrán, si quisieren añadir, sobre aquellas circunstancias, otras reflexiones, que yo para nada he menester, habiendo mostrado, que no obstante la inocencia de los Templarios, pudo el Papa, sin obrar contra Justicia, extinguir aquella Religión.

24. Ya se deja entender, que es la justificación que hemos hecho de los Templarios, sólo es aplicable al común de la Religión. Entre los Particulares, posible es, que hubiese algunos muy malos; y también es creíble, que la malicia de los enemigos de aquella Religión confundiese la iniquidad de algunos, con la corrupción de todos.
Esto es cuanto sobre la Causa de los Templarios se me ofrece para satisfacer la curiosidad de V.S. a cuya obediencia quedo, &c.

A los Autores alegados arriba, como explicados abiertamente a favor de los Templarios, podemos añadir los que son del nuevo Diccionario de la Lengua Castellana, cuya es, verb. Templarios la cláusula siguiente. Su Instituto era asegurar los caminos a los que iban a visitar los Santos Lugares de Jerusalén, y exponer la vida en defensa de la Fe Católica; lo que acreditaron gloriosamente por espacio de [229] doscientos años, y se extinguió en el Concilio de Viena. Para inteligencia de esta cláusula, y de la ilación que haremos de ella, se ha de advertir, que la Religión de los Templarios se fundó el año de 1118, como se nota en el mismo Diccionario, y se extinguió el de 1312, como consta de la Bula, expedida para su extinción. Con que la Religión no duró más que 194 años. Este número hizo redondo el Diccionario, extendiéndole a doscientos, como es muy ordinario, cuando es tan poca la diferencia. De aquí se sigue, que en el sentir de los Autores del Diccionario, los Templarios todo el tiempo que duró su Religión, cumplieron gloriosamente con su Instituto, asegurando los caminos y exponiendo la vida en defensa de la Fe Católica: Luego no resta tiempo alguno, en que fuesen delincuentes, por lo menos en cuanto al crimen principal; esto es, la apostasía de la Fe.