miércoles, noviembre 19, 2008

El Exsorcista Afable

Lorenzo Silva

Se declara fanático de Los Simpson, y en cierto modo, pese a su ensotanada figura y su grave función, comparte con el incorregible Bart una especie de contumaz travesura que traspasa todo cuanto dice, aunque a la vez cuanto dice venga impregnado por el óleo indeleble de la fe. Le fascinan Blade Runner (para él, la mejor parábola del confuso mundo que se avecina), Bach ("ante él caigo de rodillas, aunque fuera protestante") y Tomás de Aquino (al que califica de filósofo superior, "cuya lectura impide tomarse en serio a gente como Heidegger"). Pero lo mismo gusta de la película Torrente (con el que confiesa reírse por la simpatía con que muestra, en primera persona, la ruindad humana), algunas composiciones de la música máquina más salvaje (en cuyos misterios le introdujo un compañero sacerdote y organista) o Nietzsche (Así habló Zaratustra, por su belleza literaria, y pese a su irracionalismo, que no comparte, es uno de sus libros predilectos).

Arrastra con aparente resignación, y sólo a medias disimulada coquetería, la etiqueta de exorcista mayor de España que le ha caído desde que publicara un libro sobre la materia y la prensa se empezara a ocupar de él. Proclama que su verdadera pasión es la escritura, y no los demonios ni los exorcismos. De hecho, guarda en el cajón no menos de siete novelas y varias decenas de relatos, insiste una y otra vez en que lo mejor de su libro es el apéndice sobre el mal (en el que nadie parece reparar, porque se aparta del tema de marras) y dice que está deseoso de que pronto haya otros tres o cuatro sacerdotes especializados en expulsar demonios para poder alejarse de esa labor que asume "sólo por amor a Dios y al prójimo".

Asegura que ser exorcista no es nada singular y que él no hace nada que no pueda hacer cualquier sacerdote, con la autorización de su obispo. Y aclara que su "especialización" no resulta demasiado "rentable" desde el punto de vista eclesiástico. Asume que puede estar jugándose su carrera, porque el asunto de la posesión diabólica y la lucha contra ella es un tabú dentro de la propia Iglesia, del que muchos obispos y teólogos ni quieren oír hablar. Cuando preparó su tesis sobre demonología, que serviría de base al libro que le ha hecho conocido, el teólogo que se avino a dirigirla (no sobraban los candidatos) le advirtió que se anduviera con cuidado, que todo el mundo (es decir, todos los teólogos) se iba a lanzar a degüello contra lo que hiciera. Por eso recorrió el mundo, asistió a catorce exorcismos y se pasó un mes encerrado en la biblioteca del Congreso, en Washington, empapándose de todo lo que habían escrito los detractores y escépticos sobre la materia. Resulta notorio que le complace, pese a todo, dedicarse a algo que suscita un generalizado rechazo. Le atrae el desafío de ir contra corriente, y se muestra crítico con los obispos que, por miedo o recelo, no atienden las demandas de quienes se sospechan víctimas de una posesión. Porque el exorcismo, recuerda, es un derecho de los fieles, y porque se puede estar abocando al psiquiátrico a personas que podrían, asevera, verse liberadas de sus males tan sólo mediante la oración.

Este hombre, nacido hace 33 años en Barbastro, afirma que fue casi ateo hasta bien entrada la adolescencia. Su familia no era religiosa, lo único que le oyó a su padre en toda su vida acerca de religión fue un comentario anticlerical, y él veía la historia sagrada como la mitología griega, aunque ésta le atraía más. Pero allá por los diecisiete años, de pronto, comprendió "que era un pecador y que la Iglesia era verdadera". Que si parecía anacrónica era porque constituía el reducto de la verdad, que el mundo se había movido pero la Iglesia había permanecido en su sitio. No tuvo visiones, no sintió de entrada la vocación sacerdotal, sólo la fe. Fue un poco más adelante cuando se preguntó si Dios no querría que él se consagrara a servirle. Y reconoce que se lo preguntó con horror. Su ideal era de lo más convencional: "tener una esposa rubia, hijos, una casa." Sufrió mucho, hasta que un sacerdote le aconsejó ir al seminario y probar. Desde que se incorporó allí, y sobre todo, desde el momento que comprendió y aceptó que ése era su destino, "la angustia dejó paso a una enorme felicidad". Porque entendió que su sacrificio tendría recompensa, que Dios le tenía reservado el ciento por uno.

Se confiesa deudor de la formación teológica recibida en la Universidad de Navarra, "donde se enseña a usar la razón y el rigor y no los confusos y vagos mensajes sobre el amor a que se reduce todo en otros sitios". Por venir de allí ha tenido que soportar, frente a sus compañeros sacerdotes, el sambenito de ser del Opus Dei, del que sin embargo se afana en distanciarse: para él el dogma católico es claro, sencillo y contundente. Y fuera de él hay que dejar libertad y no crear cadenas añadidas. Por eso mismo, dice, ha chocado en alguna ocasión con partidarios de la teología de la Liberación que intentaron imponerle sus tesis. "También existe", sostiene, "un fanatismo y un despotismo ejercido en nombre de la libertad".

Adora Estados Unidos, hasta el extremo de que se planteó ir a vivir allí, con la "ingenua intención" de ayudar a "evangelizar el Imperio". Pero no lo hizo por no dejar sola a su madre viuda, a la que, cosas de la vida, casó él mismo en segundas nupcias poco tiempo después. Es hijo único y estaba llamado a ser el heredero de los negocios familiares, hasta que su vocación se atravesó en el camino. Gracias al dinero de la familia disfruta de una vivienda confortable, con un salón amueblado como un templo, por la que pide perdón y cuya fuente de financiación se apresura a aclarar.

Le apasionan la pintura (por ejemplo, Norman Rockwell) y la arquitectura. Hace miniaturas en pergamino y diseña visionarias catedrales, en las que las torres y los muros, en lugar de limitarse a adornar, albergarían viviendas para contribuir a costearlas. En una pared destacada de su casa, cuidadosamente enmarcado, cuelga un peculiar autorretrato. Lo muestra con una maliciosa sonrisa, y acto seguido se afea su pecado de vanidad. Al menos, la falta viene acompañada de la conciencia de cometerla.

Lo he visto luchar contra su Enemigo. Tiene un vídeo grabado. Lo enseña quizá para mover a duda al incrédulo, quizá para impresionar al visitante. La escena es potente. Un poseso en trance, agitándose y gritando todo tipo de blasfemias con voz horrenda. Y el exorcista, tranquilo, rezando sus latines y conminando también en latín al demonio a que diga cómo entró y a salir del infortunado. Sólo es eso, oración, durante unas cuantas horas. No más de tres por sesión. "Si a las tres horas no sale, hay que dejarlo para otro día". Asegura haber tratado y liberado a cuatro posesos. Mucha más gente ha acudido a él, pero a la inmensa mayoría los manda a la Seguridad Social, insinuándoles con delicadeza que sufren algún trastorno. No se lo diagnostica al tuntún: en los estantes de su casa está el DSM, la "biblia" de la asociación norteamericana de Psiquiatría, el más solvente repertorio descriptivo de enfermedades mentales.

Es un hombre afable, inteligente, culto, abierto al debate. No tiene empacho en reconocer errores de la Iglesia ni en declararse admirador de Coppola ("en especial, El Padrino III"). Puede admitir incluso desatinos de las Escrituras, aunque defiende el reducto del dogma. Viste con rigurosa sotana o clergyman, y alguna vez ha oído a alguna chica con la que iba a cruzarse decir a sus amigas "cámbiate de acera, que me da miedo"; pero lo hace porque cree que ésa es la imagen que mejor se corresponde con lo que es, la que asimiló a través de un sacerdote que fue ejemplo para él. En su parroquia, puntualiza, anima a la gente a ir a misa vestida como le dé la gana.

¿Miedo? No lo tiene, dice, y parece sincero. Una vez se le rompió misteriosamente la caja de cambios del coche, una noche se le encendió sola la luz del cuarto, y recibe con frecuencia llamadas sospechosas. Bueno. El coche lo llevó a arreglar, la luz la apagó y siguió durmiendo, y el teléfono lo cuelga mientras dice, resignado: "Otra de esas llamadas". Pero su impavidez, según él, no tiene mérito. Le asiste la fe, y el demonio, explica, sólo posee a quienes se lo ponen fácil. "Tiene muy poco poder, lo único que puede hacer es tentar. Y yo sé que con Dios siempre se le vence, aunque a veces cueste". Está convencido y todo lo razona. Quién le va a asustar así.