domingo, noviembre 09, 2008

El Mundo en la Memoria


Facundo CABRAL

Recuerdo los días en que yo caminaba con todos por todas partes, recuerdo los oficios que, de país en país, enriquecía a mi canto, primaveras, bombardeos y terremotos, festejos y manifestaciones, inundaciones, partos y asesinatos, recuerdo pueblos liberados y países ocupados, ricos aburridos y pobres agradecidos, ojos verdes y arenas negras, noches andaluzas y mañanas griegas, recuerdo flautas y recuerdo mimos en las veredas de los museos donde me esperaban Klee, Cézanne, Velázquez, Tamayo y Caravaggio, recuerdo universidades y templos donde canté y conté lo que nunca se había cantado y contado, recuerdo bibliotecas donde el Dante y Cervantes seguían vivos, recuerdo velatorios haitianos, es decir coloridos, y casamientos bulliciosos, es decir portorriqueños, recuerdo a la miseria y a la sabiduría juntas en la India y a lo mejor y a lo peor juntos en Nueva York.

Recuerdo a los menos inspirados queriendo cambiar a la Historia, al dudoso Progreso borrando precisas costumbres y a Mishima suicidándose para nada. Recuerdo al Guernica de Picasso, al Adriano de Marguerite Yourcenar y al Thomas Mann de Visconti, recuerdo a la niebla borrando a Londres y a los leones cercando al búfalo, al sol incendiando al desierto y a Occidente envenenando a Oriente. Recuerdo los cantos de Ezra Pound, el silencio blanco de la Siberia y el irreal pueblo chino por la que creí imaginaria a mi primera visita, pero ante todo recuerdo el viaje en el Transiberiano, sólo con mi guitarra y un cuaderno de apuntes que llené con dibujos porque no tuve palabras para contar tantas maravillas.

En China llegué a pensar que todos eran artesanos porque todo estaba hecho a mano, hasta las mujeres parecían obra de manos tan delicadas como antiguas, hechas para acompañar a hombres silenciosos y a jarrones dignísimos, es más, en China pensé que todo lo que había en el mundo era obra de los chinos, desde la imprenta a la que le debo Rilke y Schopenhauer hasta la brújula que me auxilio en los mares y los desiertos, desde los barriletes que amaba la abuela de Ninoska a los spaghettis que ama Francesca, desde la pólvora de nuestras guerras a las coplas de Yupanqui, desde las refinadas telas de Giacometti a la sonrisa leve de la Gioconda, desde la carretilla donde mi ahijado junta leña a los fuegos artificiales con que los políticos juntan gente, que cuando es mucha siempre me suena a China, donde con antiquísimas agujas me reordenaron el esqueleto, y recuerdo esto cuando tengo enfrente un texto mío traducido a uno de los muchos dialectos chinos, maravillosos caracteres dibujados por maravillosos artesanos que nunca veré pero que, como artista, siempre sospeché, porque toda escritura, en China, ante todo es un hecho plástico, un idioma de iniciados, y las manos chinas son tan virtuosas que todos los chinos me parecían violocenllistas, como si ser diestro fuera la primera condición para ser chino, que hasta debe ser hábil para manejar los palillos con los que come, el chino que venera al equilibrio, tan sutil que parece no apoyar sus pies en la tierra, que siempre parece estar fuera de este mundo, el chino lunar que no se deja excitar por los alaridos del sol, el chino que sólo canta notas agudas para confundirse con el violín que lo acompaña, que bebe un vino melancólicamente dulce y aprecia, como nadie en el mundo, el croar de las ranas, el chino hermético pero claro, el chino que hasta mendigando mantiene una aristocracia espiritual, el chino que ama a chinas que parecen delicadas plantas como aquella muchacha de Shangai que casi me atropelló con su bicicleta, a la que sólo le vi los ojos y la sonrisa porque estaba oculta entre la gorra típica y el alto cuello de la chaqueta mao, pero fue suficiente, ¿qué más?, y recordé cuántas veces me había enamorado sólo por los ojos, pero ante todo por la mirada de la mujer. Y esos embriagantes ojos rasgados, misteriosos de tan cerrados, me llevaron detrás de esa delicadeza, de esa piel de porcelana Ming, continuación de esa refinada dinastía, y casi en el aire fui cruzando con esa muchacha alada por calles atestadas donde nadie ofrecía sus cosas a los gritos, sólo hablaban de las bondades de sus cosas a los que estaban interesados. Y esa silenciosa y dulce muchacha (amante de los petardos, como todos los chinos) fue mi guía, ella, luna en pleno día (como todas las chinas), discreta claridad en esa atmósfera impresionista, con la tranquilidad de saber que nadie esperaba nada de mí en esa comunidad tan gigantesca como cerrada, donde todos estaban dispuestos para el trabajo pero tan serenamente que nunca se sentía esfuerzo, y esa calma estaba apoyada en los venerables ancianos de dignísimas cabezas que debe haber amado Rodín en el París de la France y Xul Solar en el Buenos Aires que todavía era Buenos Aires.

No nos podíamos decir nada, pero ¿para qué?, y en esa situación me sentí profundamente taoísta, aunque en el respeto que me rodeaba estaba presente Confucio. Todo nos unía, ni siquiera su bicicleta, entre ella y yo, nos separaba, todo nos unía, tanto que ni tuve curiosidad de imaginar lo que pensaba. Todos nos veían pero nadie nos miraba, es decir que todo estaba en nuestras manos, no había ninguna posibilidad de fuga, ¿y a quién se le hubiera ocurrido, cómo abandonar ese intento de los cuerpos de encontrarse con las almas, cómo hacer callar a esas altas campanas?, por eso nos dejamos llevar por ese torrente humano que inundaba calles que eran mercados que imperceptiblemente se convertían en casas donde los jóvenes no decían nada y los viejos callaban, y ese río azul y gris remodelaba, como hacía tantos siglos, el perfil de todas las cosas, desde los platos que enamoraron a Picasso a las grandes puertas donde hasta Wagner se hubiera hincado, desde las linternas alimentadas por aceite a los guardias rojos que sólo guardaban órdenes a la memoria.

Meterse en la cama con la muchacha de Shangai era como meterse en un río porque se me adhería como una planta, era un helecho que me abrazaba para siempre, atomizada en hojas para rodearme, se ocupaba de mí como si recién hubiera llegado al mundo, estaba para servirme, sin hablar, sólo gimiendo suavemente como una ventisca que llegaba de las tranquilidades del Paraíso, por eso yo me sentía beatificado en medio de la más poética excitación. Y cuando ella llegaba al punto más alto de la danza, al remolino que arrastraba todo, yo la esperaba al borde de la cama, entonces éramos una ola que se perdía en el mar de la eternidad. Entera, nunca fragmentada como la occidental que siempre tiene otras cosas que hacer, naderías que le impiden llegar a la totalidad, siempre entera ahí, con uno, tan entera en uno que fue el más claro de los espejos, el único que me reflejó entero, por eso supe que era mucho más de lo que creía, entonces comencé a ser más generoso conmigo, y al amarme más me amaron más, por eso mis conciertos pasaron a ser una manera de la felicidad, como leer con ellas las calles de Shangai.

Estaba tan ahí que era parte de las sábanas, las alas de la cama donde volábamos a estadios que pocas veces se alcanzan, a los más bajos y a los más altos porque la libertad borra la desdichada línea entre el bien y el mal, prejuicio, superstición que nos empobrece, y al valer todo alcanzábamos la totalidad con la misma gracia con que la paz llegaba, sin que nos diéramos cuenta porque lo esencial no requiere esfuerzo, se mueve silenciosamente con la fuerza natural de la vida, nunca tan saludable como con ella, que cuando me sabía satisfecho salía caminando tan sensualmente como si fuera por una pasarela de Miyagui en París para prepararme el mismo té que le confiaba maravillas a Chuang-Tzú, un poco antes que Jesús nos trajera la gran noticia, el Jesús que ella conoció por mí, al que, con acierto, creyó un poeta, un mago que merecía mejor audiencia. En China descansé de lo sentimental y de la queja, que nos agobia en Occidente, por eso ella, sin reproches, me hizo la maleta cuando decidí salir de China, lección de respeto al individuo, alta inteligencia, como siguiendo un orden decidido hacía siglos, por eso la maleta me pareció ordenada por primera vez, y para siempre, y en su sereno silencio supe que se puede ser dos, armoniosamente. El chino ni siquiera en la muerte ve algo trágico, por eso los cementerios chinos no son tristes, los gigantescos cementerios que ocupan las laderas de las montanas, tan naturales que ningún vivo se siente incómodo.

En China, cada palabra es un paisaje, por eso un poema de cuatro líneas puede significar más que un film, y más excitante porque no muestra, sugiere. El chino ama, ante todo, al equilibrio, a la armonía, a la simplicidad hasta en la lengua, que tiene palabras de una sílaba, que se pronuncia con una conmovedora precisión, por eso las frases chinas son exclamaciones infantiles, por eso siempre les abrimos el corazón, y más porque son cantadas, ¿y quién no le abre el corazón a una canción? El chino es tan modesto que jamás se llama a si mismo religioso porque cree que es demasiada para un hombre la idea de Dios. El chino nunca va más allá de lo que pueda entender la naturaleza humana, y la imprudencia no es una debilidad china, hasta el mismísimo Buda borra con una sonrisa a lo que inocentemente llamamos realidad. El chino es tan prudente que un alto pensador como Lao-Tsé sugería gobernar al imperio como se fríe a un pescado, es decir tranquila y alegremente.

También decía que del gobernante sólo debía conocerse su existencia, y que buen gobernante es aquel que gobierna de tan sutil manera que el pueblo no sabe que es él, y no ellos, el que decide lo que ellos creen decidir. El chino es tan sensible que Confucio, impactado por una melodía, estuvo tres meses sin comer (la música china es una sucesión de estrépitos, un escándalo con profundidad de mantra, maravilla que minimiza los errores que nos agobian hasta hacerlos desaparecer).

Hasta los quinientos budas de Cantón son tan sabios que ninguno quiere parecer bueno, y menos santo, es más, es un coro, una comunidad tan abierta y saludable que uno de esos budas es Marco Polo, y de sombrero, como debe verse un caballero italiano, y otros juegan con niños, y otros lo tienen en brazos, budas que muestran que la grandeza está en nuestra pequeñez por eso los chinos están tan cómodos en los templos que hasta fuman y ríen dentro de ellos (los budistas suelen hacer dioses de mantequilla que, al derretirse nos recuerdan nuestra momentaneidad, nuestro fugaz paso por la Tierra).