sábado, noviembre 29, 2008

Enlaces de Almas

Ignacio San Miguel .


Ocurre muchas veces que personas o personalidades que, en principio, carecen aparentemente de semejanza, están, sin embargo, ligadas, a través del tiempo o del espacio, por el encadenamiento de otras personas de muy estrecha afinidad personal, espiritual o estética.

Es muy difícil que alguien piense que existe alguna clase de parentesco espiritual entre Edgar Allan Poe (1809-1849) y el pontífice Pablo VI (1897-1978). Sin embargo, lo cierto es que existe una cadena de almas que van del uno al otro y que mantuvieron entre sí relaciones estrechísimas.

Sabemos de la múltiple irradiación literaria que tuvo Poe. No sólo fué el creador de la novela policíaca, sino de la novela de ciencia ficción, y, naturalmente, de la de terror. Pero su influencia más importante, por referirse a la alta literatura, fué la que ejerció sobre los simbolistas y decadentistas de fin del siglo XIX y primeros del XX. Esta corriente que surgió en Francia, tuvo como precedente a Charles Baudelaire (1821-1867), máximo devoto y "alter ego" francés de Poe. Cuando los paladares se saciaron del naturalismo de Zola y sus correligionarios, volvieron a sentir la necesidad del sabor romántico, y los nuevos creadores les ofrecieron el nuevo manjar, en el que el romanticismo estaba refinado, quintaesenciado, y las palabras exquisitamente escogidas para levantar insospechadas resonancias anímicas. Y estos creadores, los Verlain, Mallarmé, Villieres de L'Isle Adam, Maeterlinck y otros, encontraron su antecedente más claro, en Poe y Baudelaire, el autor de "El cuervo" y el de "Flores del mal".

Entre estas almas selectas estaba Jules Barbey D'Aurevilly (1808-1889), el autor de "El Caballero Des Touches", obra ambientada en la Vendée de los años de la Revolución Francesa. Barbey estaba espiritualmente ligado a los legitimistas de aquella época. Era un católico aristocrático, tradicionalista, prototipo de un dandismo algún tanto tenebroso. Se dirá que amaba más la estética del católicismo que el catolicismo en sí mismo; que gustaba más del relumbre de la liturgia que de su auténtico significado; y que en él predominaba la pose, lo exterior, sobre la interiorización de la fe. A destacar que sirvió de modelo a Ramón del Valle Inclán para su Marqués de Bradomín; y para él mismo.

Pero algo más que superficialidad debía de contener su catolicismo cuando subyugó a un hombre como Léon Bloy (1846-1917) y lo convirtió a la fe. Bloy fué el más feroz libelista católico que haya existido. Sus diatribas contra el librepensamiento y el sensualismo dominantes en Francia, y contra el catolicismo tibio, medroso y anquilosado, cuando no francamente liberal, de la época (finales del XIX y principios del XX) tenían, en su calculada y extremadísima rotundidad, fulgores apocalípticos. Y es que, realmente, él creía en que el final se acercaba. Y creyó que era su testigo cuando estalló la Gran Guerra.

Llevó una vida de constante indigencia, compartida durante largos años con sus dos grandes amigos, Villiers de L'Isle Adam, el más refinado y aristocrático de los simbolistas y decadentistas; y J. K. Huysmans, otra figura esencial de la época y su literatura, convertido al catolicismo en el otoño de su vida y retirado a un convento, donde murió.

Como los demás simbolistas, eran devotos de Baudelaire y de Poe. Aunque Baudelaire era descreído, Bloy encontraba en él un alma de su temple, de su temple rebelde. Y Bloy era capaz de amar a sus enemigos. Los que le daban náuseas eran los tibios, y más si pertenecían a su campo.

La trágica vida de Léon Bloy se revela en todo su patetismo en su novela "El desesperado", en gran parte autobiográfica. Su salvaje acritud hacia la sociedad relajada de su tiempo y el catolicismo melindroso subsistente, impresiona a cualquiera. Uno se pregunta si tal hombre hubiese podido vivir en los tiempos presentes. Fué el gran paladín de las apariciones de la Virgen de La Salette.

Las personas moderadas tenían a Bloy por un energúmeno, cosa que a él no sólo no le importaba, sino que consideraba que era un juicio muy adecuado a la mentalidad de tales personas. Y lo mismo que de Barbey D'Aurevilly, se puede decir de él: Algo más que actitudes desaforadas y desmelenadas había en este hombre cuando fué capaz de convertir al catolicismo al filósofo Jacques Maritain (1882-1973) y su esposa a primeros de siglo. Maritain siempre lo tuvo en grandísima estima y nunca ocultó la admiración que le profesaba. Admiración, y hasta veneración. Igual que Bloy por Barbey.

Y ya tenemos la cadena completa; pues todos sabemos la relación estrecha que mantuvieron Jacques Maritain y Giovanni Battista Montini. Maritain fué el filósofo predilecto de Pablo VI, así como su gran amigo. Poe-Baudelaire-Barbey D'Aurevilly-Bloy-Maritain-Montini forman, por tanto, una cadena -un tanto sombría, todo hay que decirlo- en la que, si bien los eslabones extremos poca o ninguna relación parecen tener (como no fuese que, cosa que no consta, Montini gustase de la lectura de Poe en su juventud, pues era aficionado a la literatura), están, sin embargo, unidos firmemente al resto de una sólida cadena.

Quizá lo que tuvieron en común Poe y Montini fué que ambos fueron desgraciados en su vida; aunque con desgracias de muy distinta índole. Todos conocemos las trágicas circunstancias de la vida de Poe. No es necesario referirse de nuevo a ellas. Fueron estrictamente personales y afectaron a un escaso número de individuos. En cuanto a la desgracia de Montini, de incomparablemente mayor trascendencia, condicionó la vida espiritual de muchos millones de seres humanos.

Fué el Papa de las dudas constantes. Un Papa "hamletiano", solían decir de él. Sus dudas provenían de que las consecuencias, no pocas veces nefastas, de sus disposiciones le desconcertaban. Y procuraba arreglar con su mano derecha lo que desarreglaba con la izquierda. No conseguía renunciar a la rigidez de sus convicciones políticas democráticas y a una orientación aperturista que predominaba en la Iglesia en los tiempos conciliares. En esa dirección era apoyado por su amigo Maritain. Pero éste entrevió el abismo a que fatalmente iba llegando la Iglesia por ese camino y, desde su retiro en el convento de los Hermanos de San José, escribió en 1966 una obra, "Le paysan de la Garonne", que es una formidable requisitoria contra el progresismo y el neomodernismo predominantes en el clero católico, avisando de la inminencia de una apostasía general. Este libro, esta toma de postura de su amigo Maritain, sumió en profunda angustia a Pablo VI, ya hondamente preocupado por el efecto venenoso del "humo de Satanás" sobre la fe eclesiástica. Comprendió que la Cristiandad se hundía. Se le oía murmurar: "No traicionaré a Cristo. No traicionaré a Cristo. Reaccionó una vez más, y en 1968 pronunció solemnemente su Profesión de Fe que, naturalmente, estaba fundadada en el Credo de Nicea. Fué recibida con frialdad en los medios eclesiásticos.

Poco antes de morir en 1978, confesaba a su amigo y confidente Jean Guitton: "Hay una gran turbación en este momento de la Iglesia y lo que se cuestiona es la fe. Lo que me turba cuando considero al mundo católico es que dentro del catolicismo parece a veces que puede dominar un pensamiento de tipo no católico, y puede suceder que este pensamiento no católico dentro del catolicismo se convierta mañana en el más fuerte. Pero nunca representará el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que subsista una pequeña grey, por pequeña que sea".

Años después Guitton comentaba: "Pablo VI tenía razón. Y hoy nos damos cuenta. Estamos viviendo una crisis sin precedentes. La Iglesia, es más, la historia del mundo, nunca ha conocido crisis semejante... Podemos decir que, por primera vez en su larga historia, la humanidad en su conjunto es a-teológica, no posee de manera clara, pero diría que tampoco de manera confusa, el sentido de eso que llamamos el misterio de Dios".

El lector juzgará si estas palabras no se corresponden con la realidad presente.

El artículo, que pretendía meramente presentar un curioso enlace de personalidades a través del tiempo, termina en tono grave. Y es que no es fácil hablar con ligereza de personas de excepcional espíritu, cuanto más si alcanzan la condición de guías de la Humanidad.

San Pablo dividió con contundencia a los hombres: "El hombre carnal entiende de cosas carnales; el hombre espiritual entiende de cosas espirituales". Con independencia de sus errores, los hombres citados pertenecieron a la segunda clase. Y la curiosa cadena no hubiera podido establecerse sin esta su condición.