sábado, noviembre 29, 2008
Entrevista a un Chamán
Acabamos de llegar a México. Aún estamos con esa sensación brumosa que producen 12 horas de vuelo, instaladas a más de 2.000 metros de altura e inmersas en una polución que nos lleva más, que a respirar, a masticar un aire amargo y metálico.
Un corto sueño y un despertar a deshora -a las 5 de la mañana, hora local- nos han preparado para la excursión que vamos a emprender Mireia, mi compañera de aventuras por estos parajes, y yo. Después de una hora de travesía por el complicadísimo entramado que constituye la ciudad de México, conseguimos llegar hasta la salida a la autopista a Acapulco. Conducidas por Enrique, un ingeniero agrícola convertido en chofer por obra y gracia de los descalabros del país, y ahora un amigo embarcado sin quererlo en nuestras aventuras y que gracias a ellas está descubriendo con el entusiasmo de un niño las riquezas no oficiales de su país. Durante el viaje, él nos habla de su abuelo y sus orígenes, sus hijos y su vida antes de la crisis; una de tantas crisis que asolan este país.
Inútilmente busco en el mapa de carreteras, perdida entre montones de nombres con la misma sonoridad contundente, el lugar hacia donde nos dirigimos: Nepopualco.
Para llegar hasta allí debemos hacer escala primero en Tepoztlan. Este es un santuario creado por la naturaleza que podría hermanarse con Montserrat si no fuese porque sus rocas están cubiertas por vegetación semitropical y a los alcornoques los sustituyen otros árboles de no muy diferente aspecto pero con una significación bien distinta: el árbol del copal. El copal y las “lágrimas de copal” son el incienso que utilizan todos los brujos y chamanes del país en sus “limpias” y rituales.
También ayuda a distinguirlos que, en el lugar donde debería estar el monasterio catalán, aparezca una pirámide pequeña y blanca. Por lo demás, parece que las fuerzas de la tierra conspiraron para configurar en dos sitios tan distantes las mismas volutas de pura roca y producir idéntico sentimiento de irrealidad.
Estar en Tepoztlan es una experiencia en sí, que se vive desde la intuición, la piel y los sentidos. Descubrir sus misterios puede ser una aventura de alto voltaje… Pero éste no era el tema de este artículo y ya me estoy perdiendo.
Después de un breve paseo por las empinadísimas calles de esta pequeña y hermosa ciudad colonial (tiene ya 14.000 habitantes) llegamos a la casa de la que va a ser nuestra guía y que se revela como una maravillosa compañía y, en sintonía con la zona, una magnífica tarotista.
Claudia, con su voz reposada y dulce, nos pone al corriente de a donde vamos y nos ayuda a hacernos una idea aproximada de lo que nos encontraremos. Don Lucio es un hombre ya mayor. Ha llegado a los 82 años y eso en estas tierras donde las condiciones de vida pueden ser de una dureza extenuante ya es un gran mérito. Don Lucio es “granicero”, lo cual quiere decir que su iniciación fue a través del impacto de un rayo y su don el de poder apelar a las fuerzas del tiempo, metereológicamente hablando. Y que conste que no estoy haciendo ninguna metáfora.
En México, donde el hombre y la mujer indígenas aun se codean con los dioses y reciben sus mensajes a través de los fenómenos de la naturaleza, existe una rama de chamanes a los que el destino elige señalándolos con un dedo de fuego que, materializado para los mortales, se convierte en un chispazo eléctrico caído de las nubes. Los seres que así han sido avisados de su destino y que tienen las luces suficientes para entender lo inapelable del encargo recibido; a partir de ese momento y de la confirmación del mismo en el ritual “de la coronación” deben dedicar su vida a ayudar a los demás. En cuanto a sus propias necesidades, ese es un tema que queda en manos de la providencia divina. No cobran por sus servicios; reciben únicamente lo que determine la voluntad y capacidad de agradecimiento de las personas a las que atienden; tampoco se dedican a otra tarea que no sea la de cumplir aquello que les ha encomendado la fuerza trascendente oculta tras ese dedo flamígero que los tocó.
Finalmente, después de pasar de un ramal a otro de carreteras cada vez más estrechas y carentes de asfalto; de ver como rápidamente la exuberancia de Tepoztlan dejaba paso a un reseco y polvoriento paisaje; y de cruzar pueblecitos color tierra y plagados de niños y gallinas sueltas; llegamos a nuestra meta. Nos recibió allí una construcción cúbica del tamaño de una de nuestras habitaciones. Un pequeño árbol, las paredes de adobe, el fogonazo de color de una bugambilia y las omnipresentes gallinas.
Ya al llegar habíamos divisado otro coche. Dentro se oían voces que nos advertían de la espera a la que estábamos obligados. La de don Lucio nos llegaba clara y firme mientras la otra era sólo un murmullo. Esperamos pacíficamente repartiéndonos como buenos amigos los pedacitos de sombra que nos rescataban de un sol con vocaciones incendiarias.
La primera imagen que tuvimos de don Lucio fue un anticlímax de lo más logrado. Intuí el espíritu de Buñuel colándose por los entresijos de este mundo y apañando la escena. Aún puedo oir su risa de angelote malo. Entramos en la reducida estancia amueblada únicamente con una mesa desvencijada y cuatro sillas. En una esquina, un muestrario variado y confuso de la imaginería cristiana, velas encendidas, un cuenco con copal, unos huevos -indispensables para las “limpias”- y un cuenco de calabaza donde dejar los donativos. Todo en un magnífico desorden digno del espíritu de Mexico. Ante nosotros estaba un hombre ni mucho menos tan decrépito como era de esperar por su edad, moreno, de cara redonda y piel curtida, y con dos ojos como dos farolillos de verbena: intensos, cálidos y tan llenos de vida que era difícil compaginarlos con ese cuerpo ya magullado por los años. En la cabeza tenía puestos unos auriculares y sostenía un gran micrófono en la mano que estaba conectado a una mini-mesa de mezclas situada junto a él.
El conjunto era tan inesperado; tan chocante la unión entre la moderna tecnología y el viejo chamán, que para compaginarlo a buen seguro que alguna neurona se las tuvo que ver y desear haciendo a toda prisa una conexión de urgencia.
A don Lucio su cuerpo le va haciendo traiciones, y poco a poco se va quedando sin ese sentido que tan abundantemente ha usado: el oído. A alguien deseoso de mantenerse y mantenerlo en contacto se le ocurrió la buena idea de substituir el sonotone inalcanzable por ese artilugio de karaoke.
¡Qué prodigio que un hombre tocado por el rayo y que trasmite tanta luz, al llegar al mundo recibiera en prenda el nombre de Lucio! Su sonrisa al hablar con Claudia se va haciendo amplia y pícara y su voz anima a quien lo escucha a expresarse. Sus manos revolotean inquietas por el aire hasta que encuentran el reposo amable de un hombro o un muslo mientras se le trasluce un gesto de gozo. Declara con entusiasmo su amor a las mujeres y su “buena forma” a pesar de sus años. Al despedirse, hará una decidida oferta a Mireia para que se quede con el.
Al ver los ejemplares de la revistas que le muestro y después de ojearlos con descuido sentencia “esto son un montón de palabras”. Me dolió un poquito, todo hay que decirlo, pero no me quedó otro remedio que admitir que era una verdad obvia. Finalmente, y después de algunas negociaciones y de recurrir al nombre de nuestro mediador en esto, lo cual hizo el efecto de llave mágica de los cuentos, accedió a la entrevista. Yo preparé todo, le di el micrófono de mi grabadora y me adueñé del suyo para hacerle llegar mi voz.
En resumen, podríamos decir que la cosa consistió en una serie de preguntas desmañadas de mi parte, y las respuestas que a el se le venían en gana contestar según decidiese escuchar o volverse sordo saltándose todas las virtudes del artilugio electrónico que llevaba puesto. Luego Claudia me aclaraba, ya demasiado tarde, que a un chaman le parece una intromisión que se le hagan preguntas muy concretas sobre su “oficio”, sus dotes y procedimientos.
No obstante, y a pesar de mi falta de tacto, don Lucio no mostró desagrado en ningún momento haciéndonos un hermosísimo regalo. Nos relato su historia desde el toque del rayo hasta su despertar de un coma de 3 años, y todo con una cadencia musical y un sentido poético que hicieron que esa experiencia se grabara para siempre en un rincón de mi alma.
¿Y por qué no reproduzco aquí ese hermoso relato? os estaréis preguntando. Pues porque no puedo. Aparte de en mi alma y seguramente las de los que me acompañaban, lo que allí se dijo no quedó registrado en ningún otro lado, y menos en mi grabadora. Algún otro angelote malo -pues juro que yo no fui- estuvo haciendo de las suyas y no tuvo otra ocurrencia que poner en pausa mi grabadora. El bochorno inicial dio paso a la certeza de que la experiencia que acabábamos de vivir no era trasmisible desde las formas disecadas de las letras.
Al llegar aquí para mayor consuelo un amigo me comentaba que según parece las entrevistas con los chamanes son muy difíciles y están llenas de percances…
Tampoco voy a hacer el inútil esfuerzo de contar lo que allí se dijo. A don Lucio hay que conocerlo. Hablar de el es como intentar describir un color a un ciego o el tacto de la nieve a un habitante del desierto. Don Lucio es un su ser vivo, libre y luminoso. Uno sólo puede acercarse a él viviéndolo; abriéndose a él con la misma libertad para captar aquello que se sale de nuestros esquemas cuadriculados y prejuiciosos; echando mano de la luz que podamos encontrar en nuestro corazón para dejar que a través de ella puedan penetrar los destellos que nos llegan de la limpia mirada de este hombre sencillo y portentoso.
¡Gracias, don Lucio!