jueves, noviembre 27, 2008

La Locura... Lo Cura


El mejicano Guillermo Borja (1951-1995) pertenece a un linaje de excepción, el de los terapeutas malditos, el de los psiquiatras enloquecidos, cuyo rasgo distintivo consiste en dejarse exasperar por la fascinación de la locura que habita a todo psicoterapeuta. Pasar del deslumbramiento a la posesión. Wilhelm Reich, David Cooper, Sandor Ferenczi, comparten con Borja este poco envidiable privilegio, inevitablemente acompañado de persecución, ensañamiento y martirización. Su libro "La Locura lo cura. Manifiesto Psicoterapéutico" (Ediciones del Arkan, México, 1995) fue escrito en el penal de Almoloya, en el que cumplió una condena de cuatro años por "atentado contra la salud ". En verdad el libro fue grabado, luego transcripto por un preso psicótico, sin ortografía ni puntuación, y más tarde corregido por Felipe Agudelo.

El fragmento que transcribimos pertenece al prólogo de Claudio Naranjo, quien nos ofrece las propias palabras de Borja, grabadas durante algunas entrevistas que mantuvo con él a poco de salir de la cárcel, y apenas seis meses antes de morir de sida. Mas allá de lo verdaderamente trasgresor y atemorizante que hemos sabido percibir durante su vida, ahora, que el ciclo se cierra y devela su sentido, nos muestra lo que siempre tuvo: su reverso de santidad.

"Fui invitado por la subdirectora a que le ayudara a trabajar con los enfermos psiquiátricos ya que ella tiene mucho contacto con la medicina, ella es abogado pero tiene una relación muy estrecha con los enfermos. Me invitó, y dijo que iba a ser muy difícil. Era un edificio abandonado con 72 psicóticos, desnudos, con infecciones en el cuerpo, no tenían tratamiento psiquiátrico, y los pocos medicamentos que tenían los vendían a los otros presos (lo que me parecía muy sano, que no se tomaran esas porquerías). Y andaban perambulando por todo el penal desnudos, la población los violaba, los usaba, los ponía a lavar la ropa, no tenían protección de los custodios; los médicos no iban, el área de psicología tenía miedo, y ese edificio era el que tenía más alto índice de violencia, de suicidios y muertes, En cada celda, que es para una persona, vivían cuatro. No había agua. Todo el edificio estaba pintado con excremento. Entonces, cuando yo vi eso, dije: ¡Madre María purísima! ¿Qué es esto? Era un manicomio del siglo XVI, lo único que no se aplicaba ahí era los electro-shocks, porque no había. Cuando llegué no había vidrios, era un cosa horrorosa. Cuando vi como estaba, eso me senté en la puerta en una situación de desconcierto. Y ¿Qué voy a hacer yo aquí? ¿Qué se hace? Y me senté un mes en la puerta, y dije: no entro hasta que se me quite el miedo. A trabajar el miedo. Y un mes me tarde. Cuando entré, yo tenía, al principio, mucho miedo de que me asesinaran. Los locos no tienen ese tipo de inhibiciones. Desde que empecé a trabajar allí, no conocía a nadie, no sabía sus nombres. Pensé: lo único que puedo hacer y no sé si es psicoterapia, es bañarlos, pelarlos. Mandé comprar una maquina para cortar el pelo. La primera cosa para cualquier ser humano, es limpiarlo; rompí las navajas al cortarles el pelo, no sé qué tenían. Mandé traer una para perro, y esa funcionó. Quería quitarles los piojos. Los locos estaban locos y pelados parecían más locos, declarados, de manicomio. Después, vestirlos, bañarlos, cortarles las uñas de los pies, de las manos, y empezar a promocionar ropitas para ellos-calzoncillos, zapatos ... Era muy apoyado por la licenciada. Esta señora me apoyó muchísimo. El trabajo comenzó a crecer y yo no podía con tanta gente. Se me ocurrió un equipo de apoyo. Era muy bonito pensar que me iban a apoyar pero no se me apareció ninguno. Pensé que la patología canalizada se podría tornar pedagogía. Aquí fue donde más usé el eneagrama. El rasgo, teniendo un buen empleo, iba a producir, y así lo hice. A cada rasgo iba condicionando actividades. Los emocionales en unas actividades artísticas, expresión corporal, música, baile, teatro, creatividad, poesía; los intelectuales eran los maestros de la escuela, de disciplina de gimnasia, de tai-chi. Los que entrenaban eran de la población general para ayudara los psicóticos. Tenía un equipo de 18 de ellos. A diario tenían clase. Les llamé "los maestros". Empezaron a dar clases académicas. Era un programa de 14 horas al día muy intenso. Después fuimos creciendo y empezamos una hortaliza, que era parte de lo que comían. Ellos mismos sembraban, cosechaban. Después hicimos una granja de gallinas, de patos. Luego tuve animales como coterapeutas, eran mis perros, una media docena de gatos y otros. Era muy interesante como los gatos y los perros por sí solos iban acercándose a un psicótico determinado y se adoptaban mutuamente, tanto el gato o el perro como el psicótico. Y yo veía cosas impresionantes en muchos de ellos. Me acuerdo de uno que era catatónico, con una violencia impresionante, nos pegó a todos; llegaba a fracturarnos. Lo curó un gato. A1 principio el psicótico sacaba a patadas al pobre gato, y después se fue metiendo, metiendo, y el gato pasó a ser su hijo. Lo socializó, se encariño de el, y desapareció la violencia. ¡Impresionante! Después yo tenía un perro. Eran el gato y el perro. E hicieron milagros el gatito y el perrito. Mucho más que el psiquiatra y yo. Ese psicótico pasa de antisocial y totalmente catatónico al ser el jefe de ventas de ciertos productos el día de visita, y se manejaba muy bien. El jefe de custodios tenía miedo de que el golpeara a alguien allí, Y yo creía que no, el peligro eran los otros, los normales, y era cierto. Cada sábado había golpes. Unos vendían una cosa, otros hacían otra, Claro, pedía ropa entre los amigos pero la gran mayoría de los locos ya se compraba muchas cosas, zapatos, etc. Era una comunidad, funcionaba como tal, ellos mismos ya se cuidaban. Cuando llegaba la comida, nadie entraba a darles la comida. A1 comienzo el loco más fuerte se llevaba la mejor carne, no había mucho. Todo eso se fue trabajando hasta que ellos tenían que hacer un rol de servir, de recoger. Muy bonito, muy buen avance. Teníamos taller de reparación de ropa, algunos cosían, otros ayudaban. Teníamos el departamento de secretarios que escribían a maquina. Era muy bonito. Lo que a mi más me importaba, eran dos cosas: la primera, poder integrar mis enfermos a la población general. Eso era algo que me parecía imposible porque iban a estar afuera, y habría las violaciones, etc., y por otra parte había los enemigos hacia mí, las envidias, las diferencias que se veían con los más enfermos. No pasó ni lo uno ni lo otro. Los internos, la población de presos me fue teniendo cariño, respeto; yo era "Doc".
C.N.: "Yo veía, cuando venía a verte que al mencionarse tu nombre los guardias ponían cara de mucho respeto".
Borja: "Ellos sabían perfectamente que les quité de encima un trabajo que ninguno de ellos quería: ser custodio de los locos. Era un área con muchos conflictos. Tardaron mucho, el área de psicología, la social, y el psiquiatra, en estar en su clínica, en estar en la comunidad, ver que allí era su trabajo. Yo los invitaba, pero el psiquiatra tenía una actitud de menosprecio hacia mí, por ser "delincuente". ¿Cómo iba yo a enseñarle a él? Y le dije: Yo no quiero enseñar a nadie, simplemente quiero mostrarte lo que hago. Y la psicóloga igual. Pero tenían miedo; terror de estar allí. El estaba asustadísimo, no entendía qué hacía yo, pero veía que funcionaba. Eso es lo primero que me dijo. Lo segundo es que nunca, en todos los hospitales psiquiátricos, privados, caros o no caros, estaba así de funcional y de bonito, con un jardín hermosísimo, y locos meditando. Los profesionales no sabían ni lo que era la meditación. Entonces el psiquiatra se fue metiendo; estaba entre asustado y curioso. Claro, cuando empecé a trabajar allí, ponía cara de idiota. ¡Yo trabajando bioenergética! Se asustaba, no entendía nada. ¡Tanto odio que se expresa! No le decía nada. Y así fuimos, hasta que me dijo:¿Me puedes enseñar? Y yo le dije: "No". El replicó, "Pero yo veo que sabes muchas cosas" Entonces empecé a prestarle libros tuyos. El decía: No entiendo nada. Yo: es qué esas cosas no entran por allí. El: entonces ¿por dónde entran? Yo: por el culo, hay que mojarse el culo. El: que hago. Yo: la única forma de yo enseñarte es que seas mi paciente, un garrotazo al ego. Y le dije: te voy a dar clases. Durante dos meses llegaba a las cuatro de la tarde a sentarse con su cuaderno, y yo nunca le dije nada. Lo que hacíamos era tomar café y coca-cola; esas eran las clases. Me hace gracia que él todavía no les tenía cariño a mis locos, y eran también los locos de él nada más que a él le pagaban y a mí no. Miedo. La distancia profesional del psiquiatra: ¿Cómo se iba a relacionar con un loco?. Todos esos prejuicios horrorosos. Y así fuimos. El hacía terapias de grupos, después lo mandé a más entrenamiento fuera, y los logros son buenos, "sorprendentes".