
Emilia HERMOSO
Érase una vez una planta que nació en el desierto. La tierra, en agradecimiento, la parió fuerte para que pudiera vivir muchos años.
Sus raíces eran tan profundas como la noche y estaban tejidas de sueños y leyendas de antiguos antepasados, de abuelas con pechos de fuego que parieron miles y miles de veces, sembrando con cada muerte un trozo de tierra.
La planta estaba sola en el desierto y sin asombro miraba las dunas, que eran criaturas indefensas, pequeños granitos de arena arrogantes que se unían para formar imperios de arenas y que el viento sin piedad deshacía, haciéndoles comprender demasiado tarde que su paso era sólo pasajero, y no sueños de eternidad inamovibles.
Durante muchos años, escuchando los ecos de sus antepasados, contempló el paso de las dunas y nada la conmovía, sólo la luna con su mirada plateada y sus guiños misteriosos la hacían mirar con curiosidad.
En los tonos rojizos y violetas de los amaneceres del desierto aprendió a sobrevivir, porque en el desierto no llovía y necesitaba agua para alimentarse.
Y en esos amaneceres rojizos y violetas sus abuelas le enseñaron el secreto del llanto, por eso la planta entornaba sus ojos y de sus savias fluían unas lágrimas verdes cristalinas que limpiaban su cuerpo, enjuagando su pelo y sus pies, mientras sus raíces se despertaban al frío de las verdes lágrimas, contándole nuevas historias y sueños que sus antiguas abuelas tejieron. Así la planta aprendió que el llanto es también lluvia de vida.
Por eso, a esta planta le pusieron el nombre de “Nefar”, que en la antigua lengua hebrea significó “flor de agua”.
Así vivía aquella planta en aquel solitario desierto, un desierto que conocía porque sabía leer en las letras que el viento dejaba en las amarillas arenas.
Un día, una nube solitaria pasó por allí, viajaba sola pero acunada en sonidos maravillosos que los hombres llaman música.
La nube y la planta se miraron y la nube se detuvo por no sé qué extraño misterio.
La nube le habló y sus palabras eran caricias de lluvia que la planta nunca conoció en la sequedad del desierto.
La planta le respondió con sombras mágicas y sus hojas proyectaban hermosas figuras de arco iris.
Cada movimiento de la planta era el reflejo de una nota musical de la nube.
Por eso, la planta le dio a la nube el nombre de “Shiram” que en la vieja lengua hebrea significó “canción para mí”.
En las caricias de lluvia de la nube, la planta alzando sus ojos al cielo, vio que esa noche la luna plateada guiñaba un solo ojo y una voz de una vieja abuela le susurró:
“Es la luna creciente, la luna de la mujer porque todos los hijos engendrados bajo esa luna nacerán hembras. No olvides, que tu padre te engendró con ese guiño de la luna marcado en su espalda y que en los ojos de tu madre ese mismo guiño plateado se reflejaba como en un espejo”.
La nube “Shiram” y la planta “Nefar” se amaron por primera vez con sonidos de caracolas marinas en sus oídos, y sus besos adquirieron el compás de la solemnidad de las olas al llegar a la playa porque todo un mar los rodeaba.
Eran besos de lluvia, eran besos de llanto, eran besos de mar, eran besos de luna...
Eran besos de viejos sueños repetidos en la milenaria historia con compases y ritmos de una música y una danza indescriptible.
Pero la nube “Shiram” era viajera y tenía que marcharse.
- ¿A dónde vas?
- Mi libertad y mi casa son el viento.
- ¿A dónde vas? Volvió a preguntar la planta “Nefar” pues no comprendía.
- Voy sobre carretas de viento que nunca cesan. (Respondió la nube “Shiram”)
- “Recordaré tu primer beso, recordaré tu último beso y ellos serán las agujas que en hilos de sueños tejerán nuevos besos”.
Estas últimas palabras respondía “Nefar” mientras “Shiram” se alejaba acunada en vientos de música y en carretas de ruedas de brisa.
Al principio, la planta “Nefar” vivía bebiendo recuerdos de amor y nunca cesaba de tejer nuevos besos con las agujas del primer beso y del último beso de lluvia que la nube “Shiram” le dio.
Vivía mirando al cielo, oteando con su mirada entre las otras nubes el encuentro de su amor, la nube que llovía besos de lluvia.
Esperaba y esperaba y no se cansaba de tejer nuevos sueños con sus agujas de besos.
La planta “Nefar” se olvidó de llorar para regarse sus propias raíces y en el desierto nunca llovía.
Sólo cuando la luna salía en los atardeceres rojos y violetas, la planta “Nefar” se daba cuenta que le faltaba el agua y que olvidaba el secreto del llanto.
Hasta que un día, cesó de tejer con las agujas de besos y vio que sus manos estaban secas y sintió que su corazón latían muy despacito.
Entonces sus ojos le hablaron con una sequedad muy cruel porque no podía cerrarlos, ya que hacía mucho tiempo que no derramaba lágrimas para bañar su cuerpo y regar sus raíces.
Se encontró muy sola, sumergida en una árida tristeza. Quiso llamar a sus viejas abuelas pero por sus venas apenas corría sangre, por lo que sus viejas abuelas no pudieron oírla y, así, continuaron durmiendo en la profundidad de las raíces.
Tan sólo la luna en su trono plateado escuchó su apagada voz.
Esa noche, la luna no guiñaba ningún ojo, los tenía abiertos de par en par y por eso pudo contemplar con toda claridad la tristeza de la planta “Nefar”.
- Luna, no me mires con los ojos de tu cara redonda porque no quiero ver mis hojas secas que ya no proyectan sombras de colores.
- ¡Nefar!, viviste entre los sueños del pasado y los sueños del futuro, olvidando las lágrimas del presente.
- No puedo cerrar los ojos para llamar a mis lágrimas y olvidé el secreto del llanto que mis abuelas me enseñaron.
- Nefar, esa mirada que no se cierra, ¡Es la mirada de la muerte!
La planta “Nefar” se estaba muriendo, sus hojas estaban inmóviles y ya no podían hablar con el viento, ni peinarse mirándose en los espejos de la luna, ni jugar con los espejismos de la arena del desierto.
La luna, desde su trono plateado, vio con sus redondos ojos que las manos de “Nefar” estaban atravesadas por dos “agujas”. Eran las agujas que fueron besos y que ahora eran metales que partían sus manos.
No sé cómo terminó esta historia, pues sucedió hace tantos miles de años que ya todo el mundo confundió u olvidó el final.
Pero algunos dicen que la luna muy apenada por la planta lloró lágrimas de coralitos blancos y que uno de esos coralitos cayó en la carita de “Nefar” y que esta fresca agua lunera despertó a una vieja abuela que dormía profundamente en sus raíces y así pudo escuchar los tristes suspiros de su lejana nieta.
Esta vieja abuela, al parecer, le enseñó un nuevo secreto y la planta aprendió de nuevo a llorar y se hizo muy fuerte.
Sus hojas fueron más verdes y hermosas que nunca y volvió a jugar con los espejismos del desierto y volvió a bailar con los vientos y volvió a mirar con asombro a la luna todas las noches, mientras sus otras abuelas se despertaban más charlatanas y volvieron a contarle preciosas leyendas.
Así que “Nefar” vivió muchos años, tuvo hijos, y se hizo abuela ocupando un lugar en sus raíces con sus otras queridas abuelas.
Pero nadie sabe qué viejo secreto le enseñó su vieja abuela para que volviera a vivir de nuevo.
Si yo lo supiera, no estaría escribiendo para ti este cuento, en estos momentos, sin mirar por esta noche a la luna con asombro.
No se sabe qué extraño secreto fue aquel que le devolvió la vida y el llanto a la planta “Nefar”. Algunos dicen que fue el secreto de la espera, otros el del amor y otros que tal vez el secreto del olvido.
No me preguntes si la nube “Shiram” volvió, tampoco se sabe cierto. Tal vez volvió y la vio, tal vez volvió y no supo reconocerla o tal vez no volvió nunca.
Pero no le hagas mucho caso al final de este cuento, no te preocupes por la solución de aquella triste historia con final feliz, preocúpate sólo por la solución del secreto que tu puedes escuchar en tus propias raíces, cuando te encuentres en el solitario desierto y veas aparecer una nube acunada en sonidos de música que te hará proyectar sombras mágicas al compás de besos de lluvia, porque esa, hija mía, será tu nube.
Para ti mi hija, va dedicado este relato.
Cuando todavía yo aún no he conocido al hombre al que se le marque sobre su espalda la luna del guiño plateado, al tiempo que esa misma luna se refleje en mis ojos como en un espejo de plata. Cuando todavía, tú, mi hija, eres sólo un pensamiento, un deseo, un apunte de mis raíces, quiero decirte que yo también he amado. No con las imágenes tristes del cuento, sino con su fuerza. Con esto quiero decirte lo hermoso y bello que es amar.
Verano de 1986
Para mi hijo, y a través de él a todas las mujeres de mi familia materna y paterna, pasada, presente y futura.
Todas ellas hacen cosquillitas en los pies de mi único hijo, aportando Amor, Sabiduría y Vida.
Somos testigos de una hermosa obra de arte; somos el poema de la creación.
Tú, mi hijo, eres digno de confianza para honrar a todas estas mujeres que habitan en ti lo mismo que en mí. Sus lágrimas y risas no caen en el vacío.
Invierno de 2008