Joaquín Monrós
Arvo, 19.III.02
Un físico divulgador de la teoría de la relatividad de Einstein, en una entrevista reciente, afirma de aquel genio del siglo XX: “Tenía una creencia: creía que nuestra inteligencia nos hace ver las cosas separadas, pero que detrás de esa apariencia se oculta la unidad de todo lo creado por Dios.”
Es conocida la expresión de Einstein: “Dios no juega a los dados”, aludiendo a que actúa por finalidades precisas, gracias a lo cual es posible conocerle, investigar, etc..
Albert Einstein, en “The evolution of physic”, (New York 1938), argumentó con especial énfasis que el hombre de ciencia necesita poseer una “profunda fe” para alcanzar la certeza de que las reglas válidas para el mundo de la existencia es racional, es decir, es comprensible para la razón. No concebía un científico sin esa fe. Es evidente que esa manifestación de sus pensamientos tenía que provenir de lo más profundo de sus convicciones. La medida de esa profundidad se puede apreciar muy claramente en la más famosa de sus afirmaciones: “La ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega”
Por contraste, al leer en los periódicos, o escuchar en las entrevistas que alguien se define “agnóstico”, me recuerda un simpático artículo de Louis de Wohl titulado así: ¡Mi querido agnóstico!. Reproduzco sus argumentos ya que pueden aclarar la ternura que produce semejante declaración y el esfuerzo que hay que hacer para continuar leyendo o escuchando después de esta personal afirmación.
Escribe de Wohl, en “Adán , Eva y el mono”, (p. 169): “Muchas veces me he preguntado si usted seguiría llamándose a sí mismo agnóstico, si supiera que esta palabra no quiere decir otra cosa que «ignorante». Quizás... con una discreta alusión al sabio Sócrates, que también declaró que no sabía casi nada. Pero muchos de vosotros se llaman a sí mismos agnósticos sin haber oído jamás hablar de Sócrates. La fórmula básica de vuestro pensamiento viene a ser así: «No tengo suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de que no existe. Por tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo».
Esto estaría muy bien si usted no se conformara con ello. Pero eso es precisamente lo que hace la mayoría de ustedes. Y no correrían ustedes ese riesgo en cualquier otra actividad humana. Si al señor A le aseguraran que a una hora de ferrocarril alguien esperaba su visita para entregarle quinientas mil pesetas y el señor B le dijera que eso no puede ser verdad, ¿se quedaría usted tan tranquilo sin hacer nada (siempre en el supuesto de que tanto el señor A como el señor B sean igualmente personas dignas de confianza)? ¿No intentaría usted por lo menos informarse?. No deja uno de lado sin más quinientas mil pesetas. Pero a Dios si le deja de lado.
Del ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios, no puede esperarse que continúe buscando. Pero al agnóstico no se le puede permitir. Mientras admita que quizás sí pudiera existir Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si permanece en su ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que demostrar su total indiferencia ante el problema. No es ni «ardiente» como creyente, ni «frío»como ateo: es tibio; y de los tibios dice el Espíritu Santo, en el Apocalipsis, la espantosa frase de que «Dios los vomitará de su boca».
Y la búsqueda deberá ser honrada. No sirve «convencerse» de la no existencia de Dios, dejándose servir un par de “slogans” más o menos plausibles. ¡Quien busca honradamente, halla!
Ser agnóstico puede aceptarse. Pero continuar siéndolo..., eso sólo puede llevar a la perdición.”
Santo Tomás empleando un tono sencillo y directo, tan sólo un año antes de morir, al predicar unos sermones de Cuaresma en Nápoles, pone también en evidencia la ignorancia del agnóstico. Al explicar el primer artículo del Credo apelaba al argumento teleológico (finalístico) de este modo: “Debe considerarse qué significa el nombre Dios, que no es otra cosa sino el gobernador y provisor de todas las cosas. Por tanto cree que Dios existe el que cree que todas las cosas de este mundo están gobernadas y previstas por Él. Quien cree que todo sucede por casualidad, no cree que existe Dios. Pero no se encuentra nadie tan tonto que no crea que las cosas naturales sean gobernadas, previstas y dispuestas, ya que proceden según el orden y tiempos ciertos. En efecto, vemos que el sol, la luna y las estrellas, y todas las demás cosas naturales guardan un curso determinado, lo cual no sucedería si se diese por casualidad: de donde, si hubiese alguien que no creyera que Dios existe, sería tonto”. Resalta en ese texto el tono sencillo y directo, acorde con el carácter popular de la predicación cuaresmal.
Me permitiría aconsejar a mi querido agnóstico un reciente libro titulado “La mente del universo” (Pamplona 1999), que ha causado impacto en la comunidad científica internacional. Su autor Mariano Artigas, es doctor en ciencias físicas y en filosofía, profesor de filosofía de la naturaleza y de las ciencias. En los últimos años ha recibido un premio y una ayuda de investigación de la Fundación Templeton de los Estados Unidos.
De esta obra han hecho elogiosos comentarios científicos e investigadores como el Martin Hewlett, Departamento de Biología molecular y celular, Universidad de Arizona que dice: ”El libro de Artigas debería ser leído por todos los que comienzan a estudiar ciencias, y también por todos los que se dedican a enseñarles”.
William E. Carroll, del Departamento de Historia, Cornell College (Iowa, (USA) afirma: “Artigas demuestra un dominio impresionante de los temas fundamentales de las ciencia naturales, de la filosofía y de la religión. La mente del universo es una contribución importante al estudio interdisciplinar de la ciencia y la religión”
La religión evita las mitificaciones. Es el conocimiento y la inteligencia de que no somos lo último ni somos el Origen. El Origen es Dios. Porque conoce a Dios, el hombre es capaz de no fabricar mitos (ídolos), de experimentarse incompleto, aunque con la posibilidad de engañarse pensándose completo. Las creaciones humanas (arte, ciencia, política, economía) le aparecen entonces como productos y, en su caso, como instrumentos. Nunca como absolutos, porque hay un sólo Absoluto, que es Dios.
A todos dice el salmista (S.19,1): “Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento las obras de sus manos”