Francisco de P. Samaranch, en “Tres Tratados”, Ed. Aguilar
El dios egipcio Thot, que los griegos identificaron con su Hermes, y al que daban a veces el epíteto de “Tris-Mégistos” –El Tres veces Grande-, era, según la tradición, escriba de los dioses y una divinidad de la sabiduría. La función que desempeñaba y su título de dios de la sabiduría hicieron que se le considerara también, tradicionalmente, como autor de libros religiosos.
Cuando el cuadro de las creencias religiosas egipcias entró en contacto con la cultura griega y fue influenciado por ella, Thot conservó el papel que tradicionalmente venía desempeñando en el mundo religioso egipcio, y se desarrolló con su nombre una nueva literatura, esta vez en griego. El nombre que quedó consagrado para el autor –anónimo en realidad- de estas diversas obras fue el de Hermes Trismegisto.
Los ejemplos más antiguos que se conocen de esta nueva literatura, pueden fecharse hacia la mitad del siglo II a. de C., son obras de tipo predominantemente astrológico. Hacía ya un tiempo que la astrología era uno de los principales temas de estudio de los sacerdotes egipcios. Pero estos estudios adquirieron una especial importancia en el momento en que las observaciones de los caldeos en este aspecto se combinaron felizmente con el carácter abstraccionista y generalizador de la mentalidad griega. Mientras que, junto con esto, el hecho de que tales teorías se expusieran y se redactaran en griego contribuyó a dar a tales doctrinas una difusión casi universal.
Una gran parte de estos escritos, atribuidos comúnmente a Hermes Trismegisto, así como también al rey Nekepso y al profeta Petosiris, permaneció en escritos tardíos. En los de cariz predominantemente astrológico, se mezclaban observaciones científicas y pseudociencia. Pero, en su conjunto, pretendían fundarse sobre una revelación, no sobre la observación empírica, y adoptaban el cariz o actitud de una ciencia oculta. También otras ciencias ocultas de la misma naturaleza, en especial las que trataban de las virtudes secretas de las plantas y los minerales, tuvieron su expresión en forma de escritos herméticos. Se presentaban, en efecto, como revelaciones, no como descubrimientos y hallazgos de carácter científico positivo.
Presuponían y conferían una especie de intimidad personal con la divinidad, y colocaban al que las poseía en una especie de posición privilegiada respecto del mundo.
Para Nock, los llamados textos herméticos no son más que “una” aplicación particular de la actitud hermética a la expresión de una piedad, una filosofía y un misticismo que se inspiran, en su casi totalidad, en fuentes no egipcias...
La sabiduría de los templos egipcios había incluido entre sus quehaceres un trabajo de elaboración y sistematización de todo lo concerniente a los mitos, las especulaciones cosmogónicas y la fe en la vida futura. Por otra parte, el antiguo Egipto había producido una literatura que, independientemente de todo contacto directo con los templos, estaba muy cerca de los libros sapienciales del Antiguo Testamento y de los escritos apócrifos gnósticos; consejos sobre la conducta moral, elogios de la sabiduría del “escriba”, es decir, del hombre de letras ocupado en estudios profesionales, religiosos o profanos.
Esta clase de obras halló eco y continuación en escritos griegos. En un papiro del siglo II o III d. de C. se conservan unas breves sentencias o refranes de Sansnos; y se conserva asimismo una serie de Dichos de Amenhothes, que recuerdan algunas frases o expresiones de los Siete Sabios. En el Corpus Hermeticum hay dos Dichos de Agathodemon, el dios egipcio Khnum, que desempeña un papel importante en toda la literatura hermética, los cuales parecen derivar de aforismos populares de Heráclito (según Reitzenstein y Nock, a raíz sobre todo del Tratado XII, 8 del Corpus), cosa que puede considerarse muy natural, ya que la sabiduría divina englobaba toda la sabiduría y se daba por cierto que muchos pensadores antiguos de Grecia habían obtenido su saber en Egipto.
Los tratados herméticos griegos sobre temas astrológicos habían tomado ya la forma literaria del tratado didáctico que, dedicado a un personaje real o supuesto, se acercaba bastante al género epistolar. Cuando el esquema de la revelación hermética empezó a ser utilizado para temas filosóficos –temas que implicaban por una parte una doctrina o doctrinas sobre la divinidad, el mundo y el hombre, y por otra parte una serie de lecciones morales-, se empleó la forma de diálogo.
Los personajes de estos diálogos fueron naturalmente dioses egipcios: Hermes-Thot, Tat -–ue no es más que el dios Thot con una escritura distinta, pero que figura en los diálogos con personalidad independiente, la del hijo de Hermes-, Asclepios-Imhotep, Amón, Agathos Daimon o Agathodemon-Kneph y, en una rama de esta literatura, Isis y Horus-Apolo. Aparece también Nous, el Intelecto, con un papel bastante análogo al que se atribuía a Ptah, pero con un carácter determinado por las ideas herméticas.
Estos personajes divinos conversan entre sí, como seres humanos, pero siempre con la doble actitud de maestro inspirado uno y de humilde discípulo, con pocas luces a veces, el otro o los otros. La actitud es generalmente dogmática y el maestro adopta siempre una actitud de iluminado.
No sabemos realmente en qué momento se aplicó por vez primera a la filosofía este marco hermético. Dos hechos parecen conocerse con certeza: en tiempo de Filón de Biblos, que escibió en la época de Adriano, existía una cosmogonía de Thot; el autor del Papyrus Oxyrhynchos, 1381 –aproximadamente del mismo tiempo-, en el prefacio de una obra (perdida) que se presentaba como una traducción del egipcio al griego de un libro piadoso de Menequeres (Micerinos), dice haber compuesto anteriormente una cosmogonía.
La colección de diálogos conocida con el nombre de Corpus Hermeticum (los Tratados Herméticos, el Discurso Perfecto – conservado en traducción latina con el nombre de Asclepios-, así como los extractos compilados por Stobeo y algunos Fragmentos), deben situarse probablemente entre los años 100 y 300 d. de C.
Volviendo, de nuevo, a la cuestión de fondo, y recogiendo una vez más la opinión de Nock, diremos aquí que, fuera del marco exterior y formal, esas obras contienen poquísimos elementos egipcios. Las ideas que manejan son las del pensamiento griego popular, en una forma muy ecléctica, con esa mezcla de platonismo, aristotelismo y estoicismo tan difundido por aquel entonces. En alguno que otro punto aparecen huellas de judaísmo y, probablemente también de una literatura religiosa cuya última fuente sería el Irán. Por el contrario apenas hay huella alguna visible de neoplatonismo, y ninguna de cristianismo. Aun dentro de los límites de tratados particulares, se nota una extrema diversidad y aun, ocasionalmente, una actitud polémica: pero casi en todas partes reina una misma atmósfera piadosa, cuya intensidad, como es lógico, varía; además, algunos tratados se distinguen incluso por un celo proselitista que falta en otras partes.
Esto hace pensar en la posibilidad de que se formaran grupos espirituales de la misma tendencia, como ocurrió en torno al ermitaño pagano Antonino. Pero, ¿significa que existió realmente una religión hermética y comunidades o reuniones culturales hermetistas? La pregunta se ha planteado muchas veces y no deja de tener analogía con las que se plantean a raíz del orfismo. En uno y otro caso, el hecho cierto es la existencia de una literatura sagrada. En uno y otro caso existe un “género de vida”, unas formas específicas de alabar y rezar a la divinidad. En uno y otro caso hay una separación consciente con el mundo exterior. En uno y otro caso se ve a los individuos dar tanto valor a la “Vía” que se esfuerzan en darla a conocer a los demás hombres para hacerlos semejantes a sí mismos.
No obstante, hay señaladas diferencias. El hermetismo no implicaba ni purificaciones, ni ceremonias que lavaran del pecado, ni tampoco prácticas de ésas destinadas a provocar una epifanía de la divinidad, como las que se encuentran, asociadas con el nombre de Orfeo, en himnos tardíos. Nada de eso ocurre en el hermetismo: los únicos misterios herméticos son los “misterios del Verbo”, sin otros sacrificios y ritos que el “sacrificio de la palabra” u “ofrenda verbal”; y se advierte en él, en cambio, una señalada repugnancia al culto popular –hasta el quemar incienso y perfumes al hacer oración a Dios es una especie de sacrilegio: Asclepios 41.
Por otra parte, seguramente el hermetismo no poseía la originalidad del orfismo primitivo. No aportaba ideas nuevas. Era más bien un entramado de ideas antiguas, formuladas a menudo a manera de alusiones breves, y faltas muchas veces de lógica en la secuencia del pensamiento. El lenguaje empleado era el familiar a cualquier filósofo de la época, pero su empleo era mecánico y casi incoherente muchas veces. El hermetismo dio, en verdad, a ciertas ideas una expresión que se extendió a círculos más amplios, como es el caso de los himnos que concluyen el Poimandres (Tratado I) y el Asclepios; pero, en general, “se tiene aquí más un precipitado formado por catálisis que la cultura de un nuevo germen” –Nock-.
La Influencia egipcia en el pensamiento griego
No obstante, frente a las interpretaciones del fondo ideológico del hermetismo que hemos expuesto, surgen gran cantidad de dudas, si se analiza más hondamente el cuerpo del primitivo pensamiento egipcio y sus posibles influencias en el pensamiento griego, claramente posterior.
Ya hacia el año 450 a de C., en tiempos de Heródoto, los griegos habían establecido equivalencias entre dioses egipcios y dioses griegos: Ptah-Hefestos, Amón-Zeus, Horus-Apolo, Neith-Atenea, Thot Hermes, Khonsu-Heracles, etc. Esto no arguye, ni mucho menos, una similitud de creencias entre ambas religiones; pero sí prueba que los griegos no veían a la religión egipcia como fundamentalmente distinta a la suya.
Mayores dimensiones reviste la evidente influencia que ejerció Egipto en los misterios de Eleusis, influencia que viene a demostrar una profunda acción de la mística egipcia en la realidad y el pensamiento griegos. Cuando estaba ya inminente la época helenística, la asimilación de Dionisos con Osiris y de Deméter con Isis era tan completa que los Ptolomeos llegaron a considerarse hijos de Dionisos. Esto no es ya un simple paralelismo. Realmente las ideas osiríacas se imponen por completo a los misterios griegos, y les transmiten la concepción egipcia del alma y de la vida del más allá. Los misterios de Eleusis enseñan que el alma sigue exactamente la suerte de Dionisos: vive primero en el Uno, y luego, mezclada con la materia, adquiere conciencia de sí misma asociándose a una personalidad humana, para volver después de la muerte a Dionisos y fundirse con él en el reino de los espíritus. Este es ni más ni menos que el destino del alma egipcia. Por otra parte, los misterios enseñan que el hombre está compuesto de tres elementos. Cuerpo o imagen –“eídolon”-, espíritu –“nous”- y alma –“psyche”- (Porfirio, Pensamientos, 5). Nous equivale al intelecto y psyche a la voluntad. La doctrina egipcia, a su vez, confiere al hombre un cuerpo –“khet”-, un espíritu –“ka”- y un alma –“ba”-, siendo “ka” la inteligencia divina que anima a toda criatura viviente, y el “ba” la personalidad espiritual, la voluntad, el alma humana.
El pensamiento egipcio tiene en realidad dos polos: uno místico y otro metafísico. Grecia, por su parte, no sólo vivió la mística egipcia en los misterios, sino que además conoció su metafísica, cuya universalidad le influyó profundamente. Dualista en su origen, la metafísica egipcia tendió incesantemente hacia un monismo, alcanzado por completo en el siglo V, al concebir el mundo como confundido con Dios, su creador y principio vital.
Ahí tenemos en Grecia a Heráclito de Efeso. Un inspirado, un poeta, que impone a las ideas egipcias, de que está lleno, un rigor filosófico más intenso aún que el de los milesios. Para Heráclito el mundo no ha sido creado: fue y será siempre. Por esencia se halla en perpetuo devenir o hacerse, en continua evolución; este movimiento que arrastra al mundo y hace que la muerte suceda a la vida, es debido a la lucha de los contrarios; la oposición y la identidad de los contrarios son la condición de la transformación de las cosas, y “el conflicto es el padre de todas las cosas” –frag. 44-. Estos contrarios, empero, no son más que una apariencia debida a nuestras sensaciones de seres finitos, y los conflictos que nos parecen consecuencia de ellos se resuelven en una armonía superior a la armonía visible, y que no es otra que Dios.
Dos son, pues, las ideas básicas del sistema de Heráclito: el movimiento perpetuo por oposición de los contrarios, y el concepto de un Dios en quien se armonizan los contrarios. La primera corresponde exactamente en el pensamiento egipcio a la creación continua por el constante triunfo de Ra sobre Apofis y de Horus sobre Seth, es decir, del bien sobre el mal; y el Dios de la segunda no es más que el dios concebido por la teología solar de Heliópolis como el absoluto, en el que se funden en el conocimiento supremo del ser y del no-ser, el pasado, el presente y el futuro.
El Dios, armonía, de Heráclito, es el principio del universo y, supuesta la eternidad de éste, también es eterno el principio, y el principio de lo que existe es la verdad: la verdad, pues, es la única y eterna, ya que no es más que el “logos”, pensamiento divino. La verdad no se halla en los elementos sensibles sino en la especulación, por medio de la cual el espíritu se acerca a la verdad divina. ¿Qué dice la teología egipcia? Ra es el alma y la conciencia del mundo es el “conocimiento”; Maat, la verdad, y ha creado el mundo expresándose por medio del “verbo”, del “logos” de Heráclito. La verdadera realidad no es el mundo creado, sino el verbo de que procede; la inteligencia humana, por su parte, es el “ka” que anima a toda criatura, y el “ka” es el mismo Dios: el hombre posee la verdad revelada y conseguirá conocerla buscando a Dios.
Dejamos a un lado las coincidencias que podríamos hallar en otros filósofos –Empédocles, Jenófanes, Anaxágoras, Antístenes, etc.- para decir algo sobre Platón.
Después de la condena a muerte de Sócrates, Platón marcha Egipto. Este hecho tiene más importancia de la que generalmente se ha dado. Iniciado en los misterios de la religión egipcia –así lo afirma Quintiliano I, 19, y lo confirma Plutarco, De Iside, c.25-, su filosofía, que había de coronar el período antiguo del pensamiento griego, marca una clara influencia de la ideología egipcia. Apuntemos algunos rasgos básicos. Platón concibe al mundo sensible como una copia del mundo de las Ideas, que es el único real, y esta concepción suya es paralela a la de la religión heliopolitana que, al afirmar que el mundo creado no existe en tanto Dios no ha adquirido conciencia de él, afirma la preexistencia de la idea sobre el mundo real y convierte a los objetos sensibles en simples manifestaciones materializadas del pensamiento de Dios. La Idea es, pues, un absoluto; y el Dios de Platón, el absoluto, no es más que idea, como Ra, el dios de Heliópolis, no es más que conciencia. Y el dios de Platón, al igual que Ra, da su “forma” al mundo concibiéndolo.
El Timeo –28, 34, 41- dice que las primeras criaturas fueron los dioses, los espíritus puros y los astros. La teología egipcia considera como primeras criaturas de Ra a los espíritus puros, los dioses y los astros. Y, de acuerdo también con esta teología, Platón ve en el Sol el símbolo de la divinidad, pues afirma que así como la Idea absoluta, o sea Dios, es lo más elevado que hay en el mundo espiritual, también el Sol es lo más elevado del mundo sensible –República VI, 508-. La afirmación platónica de que Dios es Dios de dioses, suprema justicia, la máxima ley, el principio, medio y fin de todas las cosas y la realidad suprema –República VI, 506; VII, 517-, nos hace recordar los himnos solares, y nos induce a la conclusión de que nos hallamos no tanto ante ideas paralelas cuanto a ideas idénticas.
El hombre de Platón, finalmente, es un microcosmo, compuesto – como el cosmos- de espíritu y materia. Este espíritu es el alma humana, que consta de diversos elementos: un elemento inmortal, la inteligencia, emanación del alma del mundo, es decir, de Dios, y un elemento mortal, la voluntad, que, por estar ligada a una estructura material, no puede pretender la inmortalidad –Fedón 61/017-. Hay, pues, en el hombre tres elementos: la sensualidad, nacida de la materia; la inteligencia o Nous, emanada de Dios; la voluntad, fruto de la unión entre la materia y la inteligencia. Tenemos aquí una réplica del hombre egipcio, formado de materia –“khet”- y de espíritu –“akh”-; y este último contiene un elemento inmortal, el “ka”, emanación de Dios, y un elemento mortal, el “ba”, la personalidad y voluntad, que sólo puede aspirar a la inmortalidad del “ka” a fuerza de mantenerse estrechamente unido a él.
Todo movimiento, pues, de acercamiento a Dios supone esencialmente en ambas doctrinas una ascesis vigorosa de la materia, una purificación de la sensibilidad, un despegue del cuerpo. La aspiración del alma es el conocimiento y la visión de Dios, cosa imposible mientras la cárcel del cuerpo lo impida.
Entonces, por una parte se nos dice categóricamente que no hay nada de egipcio –fuera del marco hermético- en la ideología del Corpus, sino que todo es prácticamente filosofía popular griega. Así Nock y, fundamentalmente también el P. Festugiere. Por otra parte, al recorrer el texto de los diversos tratados, nos encontramos con una imperiosa y frecuente necesidad de recurrir a la relación de lo que leemos con textos platónicos, heraclitanos, etc., y detrás de estas ideologías encontramos un paralelo de pensamiento egipcio que, por más antiguo, es, sino fuente del segundo, sí al menos coincidente con él. ¿Qué pensar, en consecuencia de todo ello? La contradicción resultaría sólo aparente, si diéramos a los fundamentos griegos del hermetismo la categoría de simples fuentes –“mediatas”, remotas o lo que sea, pero verdaderas al fin- la teología y la metafísica egipcias. Por muy teñidas de sincretismos eclécticos que luego los descubramos. La solución del problema precisa un hondo y detenido estudio.
Sea cual sea la solución que se deba dar a esta cuestión, lo cierto es que estos textos, en sí mismos, encierran para nosotros un gran interés. Al igual que los Oráculos Caldeos, obra de tiempos de marco Aurelio, nos muestran una forma de pensar, o mejor aún una manera de utilizar el pensamiento, muy parecida a una especie de procedimiento mágico, que se imponía a determinados espíritus.
Por otra parte, hermetismo y Oráculos Caldeos ofrecen sorprendentes coincidencias en muchos escritos del gnosticismo cristiano. El hecho no parece deberse a relaciones mutuas de interdependencia sino más bien a una común dependencia de un fondo intelectual que había llegado a ser patrimonio universal con el tiempo –fuera cual fuera la filiación remota y verdadera- y a que responden a unas necesidades análogas, propias de la sensibilidad de la época: deseo de certeza y revelación, afición al esoterismo, inclinación a lo abstracto, solicitud por el alma personal y su salvación, etc.