jueves, febrero 24, 2022

Jesús y las Mujeres

Antonio Piñero

La situación de la mujer en el Israel del siglo I

Antes de abordar directamente los pasajes evangélicos que de una u otra manera nos informan sobre Jesús y su relación con las mujeres, parece conveniente ofrecer un panorama de la situación de éstas en el Israel del siglo I.

Los datos para la elaboración de esta visión general proceden de diversas fuentes, tanto de los Evangelios mismos, como del Nuevo Testamento entero, no sólo los Evangelios, de Flavio Josefo, y sobre todo de la Misná (a veces completados por el Talmud), y pueden encontrarse en diversos estudios sobre las mujeres de esta época citados en la Bibliografía.

Es importante aclarar qué son estas dos últimas fuentes.

La Misná es la colección de sentencias, opiniones y dichos de los primeros rabinos —de los que se tiene noticia desde el siglo II a.C. hasta el II d.C.— que comentan e interpretan cuestiones acerca de la «Ley», la legislación atribuida a Moisés, contenida en los cinco primeros libros de la Biblia.

Desgraciadamente para nuestros propósitos, los dichos de rabinos que pertenecen al siglo I de nuestra era son muy pocos en comparación con los de los rabinos posteriores. Por ello, las noticias que ofrezcan sobre la situación de la mujer sólo podrán utilizarse cuando se sospeche con razón que pertenecen a aquella época, o bien —si es posterior— cuando se crea que la situación era igual cien o doscientos años antes. También se debe tener en cuenta que los datos utilizados sean «reales», y que no procedan meramente de un debate académico entre los rabinos posteriores al siglo I con poca o nula conexión con la realidad de ese siglo. La lengua de la Misná es el hebreo.

El Talmud es un amplio comentario judío en muchos volúmenes y en dos versiones — una hecha en Jerusalén, otra en Babilonia— a las sentencias de los primeros rabinos conocidos sobre la interpretación de la ley de Moisés recogidos fundamentalmente en la Misná. La lengua mayoritaria del Talmud es el arameo con secciones en hebreo. Se trata de discusiones legales o de historias edificantes de rabinos que contribuyen a entender bien la Ley y la religión judía en general y que incitan a la piedad.

La situación de la mujer en Israel en el siglo I de nuestra era se incardina en el mismo marco que regía las relaciones sociales en el mundo antiguo en general y en el Mediterráneo oriental en particular.

Este marco se hallaba caracterizado, primero, por la noción de estatus o clase, como algo «natural», generado por la naturaleza misma e inmutable. La norma era que cada uno debe comportarse según su estatus o clase: el varón como varón y la mujer como tal. Este comportamiento está definido por la diferencia corporal, y en principio se rige por la idea de que «la mujer es inferior —peor— al varón en todo» (Flavio Josefo, Contra Apión II 201)...

La segunda coordenada es la del honor frente al deshonor y la vergüenza. Se tiene «honor» si uno se comporta como se espera de él y de su estatus, y según las normas usuales que reconoce el grupo social al que pertenece. Se padece deshonor y vergüenza cuando alguien no se comporta según lo que su sexo y estatus social hacen esperar de él.

En la sociedad mediterránea de la época la consecución activa del honor debido era ante todo una cuestión masculina: el varón debe actuar positivamente para conseguirlo y retenerlo. La mujer, por el contrario, tiene una postura más bien pasiva: la mujer ante todo debe salvaguardar su honor, que le es concedido por la sociedad, en especial por su familia: el padre, el marido o los hijos. Si no se actúa correctamente, tanto el varón como la mujer caen en el deshonor o la vergüenza.

La mujer en la familia

La norma general se encierra en la afirmación de que el mundo de la familia —y no la vida pública, reservada a los varones— era el ámbito natural de la mujer en el Israel del siglo I. Es conocido que la mujer pasaba normalmente de ser soltera y considerada casi como una propiedad del padre, a casada y casi propiedad del marido.

Con alguna que otra excepción y en líneas generales, como la mujer pasaba de una familia a otra, no tenía derecho a heredar bienes o nombre de familia, sino sólo a ser mantenida por el padre y luego por el marido. La familia estaba destinada a conservar el «apellido» o línea genealógica del marido, por lo que la mujer perdía también el nombre que había tenido como soltera.

Los Manuscritos del Mar Muerto, sin embargo, han puesto de relieve que en ciertas circunstancias las mujeres sí podían heredar bienes, aunque sus hermanos varones tenían la precedencia. Igualmente, las viudas tenían derecho a quedarse con lo que había sido su dote tras la muerte del marido, y las hijas de la viuda que aún no estuvieran casadas tenían derecho a seguir sirviéndose de los bienes paternos hasta el momento de su matrimonio. Sólo en ese momento el hijo mayor podía tomar posesión de la herencia completa.

El matrimonio era concertado por las familias de los contrayentes, normalmente cuando la joven aún no había cumplido los 13 años. Sólo si pasaba de esta edad y por cualquier circunstancia permanecía soltera, y su padre había muerto, podía tener voz para dar su consentimiento, o no, a la proposición de una boda por parte de su madre o sus hermanos.

A la hora de la boda el padre proveía a su hija de una dote que se consignaba en el documento del contrato matrimonial (en hebreo, ketubah), dote que pasaba de inmediato a ser usufructuada por el marido. Sólo en caso de repudio, éste debía devolver como fuese ese dinero a su ex mujer, sin pretextar estado alguno de pobreza.

El repudio de la mujer, o divorcio, era legal en Israel, pues se seguían las normas atribuidas a Moisés en Dt 24, 1-4. Este pasaje decía lo siguiente:
Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa.

Si después de salir y marcharse de casa de éste se casa con otro hombre, y luego este otro hombre le cobra aversión, le redacta un libelo de repudio, lo pone en su mano y la despide de su casa; o bien, si llega a morir este otro hombre que se ha casado con ella, el primer marido que la repudió no podrá volver a tomarla por esposa después de haberse hecho ella impura. Pues sería una abominación a los ojos de Yahvé, y tú no debes hacer pecar a la tierra que Yahvé tu Dios te da en herencia.

Salvo casos excepcionales, sólo el marido podía tomar la iniciativa del repudio/divorcio; la mujer por sí misma no podía iniciar ningún acto que acabara en separación o divorcio y debía aguantarse si las cosas iban mal y su marido no deseaba divorciarse. Naturalmente la mujer astuta podía provocar situaciones que indujeran a su marido a concederle el divorcio.

Cuando una mujer era rechazada por su marido, recibía un «libelo de repudio», es decir, un documento en el que se declaraba que era libre para casarse de nuevo y que recibía de su ex marido la dote aportada al matrimonio.

Algunos rabinos posteriores al siglo I no veían con buenos ojos el divorcio, como indica la Misná refiriéndose a los votos (en hebreo, nedarim):
«El honor personal y el de los propios hijos [queda afectado]... El día de mañana dirán de ti: “Tal es el carácter de Fulano, que se divorcia de sus mujeres”. Y de sus hijas dirán: “Son hijas de una divorciada. ¿Qué hizo tu madre para recibir el repudio?”».

Del rabino Eliezer ben Hircano se repetía una sentencia famosa: «El altar del templo de Jerusalén derrama lágrimas cuando un hombre se divorcia de su primera esposa».

La poligamia estaba permitida en Israel en el siglo I. Era natural porque una lectura de la Biblia muestra a los patriarcas y héroes bíblicos como Jacob y Gedeón con harenes más bien numerosos.

Según Gén 29, 15ss, Jacob se casa con Lía, y luego con su hermana Raquel; tiene hijos con éstas y con sus dos esclavas, Zilpá y Bilhá. De Gedeón se cuenta que tuvo sesenta hijos, nacidos de él, «pues tenía muchas mujeres» (Jue 8, 30ss).1 Reyes prestigiados actuaron igualmente. Así David, quien, según 2 Sam 3, 2-5, tuvo diversos hijos en Hebrón nacidos de seis mujeres distintas. Y de Salomón se decía que «amó a muchas mujeres extranjeras, además de la hija del Faraón, a moabitas, ammonitas, edomitas... En la ancianidad de Salomón sus mujeres inclinaron su corazón hacia otros dioses y su corazón no fue por entero de Yahvé...» (1 Re 11, 3).

Igualmente, la Ley misma presupone la existencia de la poligamia, como se lee en Éx 21, 10: «Si un hombre toma para sí otra mujer no le disminuirá a la primera la comida, ni el vestido ni los derechos conyugales», y establecía normas respecto al casamiento múltiple.

En Dt 21, 15-17 se dictamina que: «Si un hombre tiene dos mujeres, a una de las cuales ama y a otra no, y tanto la mujer amada como la otra le dan hijos, si resulta que el primogénito es de la mujer no amada... reconocerá como primogénito al hijo de ésta, dándole parte doble de todo lo que posee...».

La poligamia se practicaba de hecho entre la gente rica, aunque tal situación era relativamente rara. Hablando de Herodes el Grande dice Flavio Josefo que «es costumbre nacional de los judíos tener varias mujeres al mismo tiempo» (Antigüedades de los judíos XVII 14). También personas menos elevadas podían tener varias esposas. El sacerdote y rabino Tarfón se casó, según la Toseftá (Ketubbot 5, 1), con trescientas mujeres y las alimentaba con el producto de los sacrificios. Cuéntase de los célebres rabinos Rab y Najmán que tenían mujeres en su pueblo, pero que contraían nuevos enlaces en sus visitas a las comunidades foráneas (Yoma 18b).

El cristiano san Justino Mártir (siglo II) acusaba a los judíos de que tenían cuatro o cinco esposas y de que se casaban tantas veces como se les antojaba (Diálogo 134.141). En la Misná se lee que en Jerusalén se anotaba hasta la hora de la celebración del contrato matrimonial para establecer la prioridad en el caso de que el novio se casara dos veces el mismo día (Ketubbot 93b).

Sin embargo, la monogamia era lo usual, y se dice que los rabinos se manifestaban a menudo en contra del divorcio, sobre todo si se trataba de la primera mujer. Había esenios que presentaban como argumentos textos de la Escritura, como Gén 1, 27, «Varón y hembra (en singular) los creó...» (véase capítulo X) para condenar la poligamia. Al parecer algunos judíos más entendían también que sólo al rey le estaba permitido convivir con diversas mujeres, según Dt 17, 17: «El rey no ha de tener muchas mujeres, porque pueden descarriar su corazón».

De todos modos, da la impresión de que como norma general en el Israel del siglo I, y dentro del ámbito de la casa, la mujer era bien tratada por el marido y reverenciada por los hijos. El quinto mandamiento del Decálogo, tanto en la versión de Deuteronomio 5, 621 —«Honra a tu padre y a tu madre como Yahvé, tu Dios, te ha mandado para que se prolonguen tus días y te vaya bien sobre el suelo que Yahvé, tu Dios, te da»— como en Éxodo 20, 2-17 —«Honra a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días sobre el suelo que Yahvé, tu Dios, te da»—, mandaba honrar a padre y madre, sin distinción. Además, como en Levítico 19, 3 se sitúa a la madre en primer lugar («Respete cada uno de vosotros a su madre y a su padre»), todo el judaísmo entendió que la madre tenía tanto derecho a la honra filial como el padre.

Aunque la esposa era considerada como una propiedad del marido, como lo indica claramente el Decálogo (versión de Éxodo 20, 17: «No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece»), había una clara diferencia entre la mujer legítima y una esclava. A la primera el esposo debía respeto, cariño, manutención, vestido y cuidados; a la segunda podía tratarla mal e incluso negarle el alimento. Igualmente la esposa legítima tenía derecho al débito conyugal, y era tradición en el judaísmo que el esposo debía procurarle todo el placer posible en el lecho. La Misná está llena de sentencias de los rabinos que muestran el respeto debido a la esposa, naturalmente siempre y cuando se mantuviese dentro de sus funciones en el ámbito familiar.

Las obligaciones propias de la mujer en la casa eran bien claras: debía llevar adelante el hogar, lo que significaba duras tareas como moler harina, amasar el pan, limpiar, lavar la ropa y cuidar en todo de los hijos más el marido, proporcionándoles incluso la ropa, que se tejía en casa si era posible. Algunos rabinos discutían si la mujer tenía obligación de enseñar la religión a sus hijos en casa, incluso los conceptos más básicos, o si esto era competencia exclusiva del marido.

No quedaba excluido que la mujer ejerciera, sobre todo en ámbito rural, ciertas tareas fuera de casa, como ir al mercado a vender o intercambiar bienes, o trabajar en negocios familiares cara al público, por ejemplo en una cantina. Tenemos noticias, de la Misná ciertamente y por tanto quizá posteriores al tiempo de Jesús, de que las féminas eran tenderas y administradoras: «Si uno hace a su mujer tendera o la nombra administradora, puede obligarla a prestar juramento siempre que quiera» (Ketubbot 9, 4).

La mujer en el terreno de los derechos y deberes religiosos os estudiosos discuten si en el Israel del siglo I las mujeres estaban realmente excluidas de recibir o impartir la enseñanza sobre la Ley tanto en casa como en la sinagoga. Es muy posible que hubiera excepciones, pero lo normal era que las mujeres permanecieran en silencio en las reuniones sinagogales, que en casa recibieran sólo una instrucción elemental en los puntos más importantes de la Ley, y que las madres impartieran a sus hijos la enseñanza solamente de estos elementos básicos.

En líneas generales es cierto totalmente para el siglo I que las mujeres estaban exentas de estudiar a fondo la ley de Moisés, e incluso de cumplir los llamados preceptos positivos de la Ley de naturaleza periódica, como acudir a Jerusalén para las fiestas o por extensión asistir a la sinagoga los sábados o recitar en común las oraciones diarias, como la llamada Shemá.2 Debían cumplir siempre, naturalmente, los preceptos negativos o prohibiciones, como «no matarás», «no robarás», etcétera.

Todo lo demás, la participación plena en los oficios sinagogales o, si la familia era sacerdotal, la preparación para ejercer esa función, era cosa de los varones. Incluso en el ofrecimiento de los sacrificios siempre que fuera posible eran representadas por sus maridos.

En cuanto al Templo, no podían pasar más allá del llamado «Patio de las mujeres», que quedaba como cinco grados antes de la zona verdaderamente santa («el santo de los santos») y tres del ámbito en el que los sacerdotes celebraban los sacrificios. Había claramente una discriminación hacia las mujeres debido a la posible impureza del lugar santo por flujo de sangre involuntario, según las prescripciones de Levítico 15.

En las sinagogas parece relativamente claro para esta época que las mujeres debían sentarse en lugar aparte de los hombres, aunque el esconderlas en galerías superiores —en el caso de sinagogas grandes— con celosías, de modo que no se las viera, sólo está atestiguado para la época del emperador Trajano en el siglo II. No tenemos ejemplos para el tiempo de la vida de Jesús de mujeres que leyeran la Ley o los profetas en las sinagogas, y desde luego, que explicaran su contenido.

En conjunto, pues, no parece que la mujer pudiera ejercer ninguna función de liderazgo dentro del ámbito religioso en el Israel de la época de Jesús.

Las mujeres como testigos

Otro terreno discutido respecto a las costumbres a principios del siglo I era qué derechos o qué caso se hacía a las mujeres cuando emitían juramentos, o si había posibilidad de que actuaran como testigos en procesos judiciales. Desde luego su testimonio era aceptado de pleno derecho si afirmaba bajo juramento que su ex marido no le había pagado su dote tras el repudio. En otros casos la cuestión no quedaba tan clara. Parece norma general que los juramentos emitidos por una mujer casada debían ser refrendados por el marido.

Si no era así, no tenían validez. Si la mujer era soltera, por lo que fuera, y en edad adulta, naturalmente podía emitir votos religiosos, incluso el de practicar el nazireato. Respecto a actuar como testigo, había rabinos que negaban a las mujeres la posibilidad de serlo; pero otros, la mayoría, mantenían una postura más positiva. Por tanto, no parece cierta la afirmación común de que el judaísmo en tiempos de Jesús no consideraba válido el testimonio de una mujer. En algunos casos se consideraba de más valor el testimonio de una mujer judía que el de un varón pagano y desde luego que el de un esclavo.

Respecto al derecho civil en general Flavio Josefo afirma en su obra Contra Apión II 201, que la mujer tiene un estatus inferior de acuerdo con la ley judía. El texto dice así: «La mujer, dice la Ley, es inferior al varón en todo. Por ello, sométase [a su marido], no por deseo [de éste] de humillarla, sino para que reciba la dirección adecuada. Pues la divinidad otorgó la fuerza [el mando] al varón».

Correcciones a esta imagen negativa

Hasta aquí hemos dibujado una imagen más bien negativa de la posición de la mujer en el Israel de tiempos de Jesús. Pero hemos de destacar también ciertos aspectos positivos puestos de relieve sobre todo por la investigación norteamericana moderna y en España por Isabel Gómez-Acebo (véase la Bibliografía). Insiste esta investigadora en la necesidad de contrastar la imagen de la mujer en Israel como tal con la de muchas otras comunidades judías de la diáspora en las que las féminas podían tener un estatus de igual nivel que el de las mujeres paganas de su entorno.

Aunque la sociedad patriarcal judía limitaba los derechos de la mujer, había notables excepciones que podían ser paradigmáticas.

Así, unos setenta años antes del nacimiento de Jesús, una mujer, Salomé Alejandra, viuda del monarca Juan Hircano, había sido reina de Israel, y —fuera de éste ciertamente— otras mujeres judías habían sido incluso sacerdotisas, como testimonia para el templo judío de Leontópolis, en Egipto, el texto de una inscripción en piedra.

Hemos señalado cómo las mujeres trabajaban como tenderas o incluso cantineras, y cómo tenían una presencia semipública visible como agricultoras que vendían o intercambiaban sus bienes en los mercados, solas o con sus maridos.

Las mujeres no residentes en Jerusalén acompañaban a los varones en sus viajes a las fiestas religiosas judías que tenían su epicentro en el Templo; las mujeres formulaban votos de nazir, como antes indicamos, algo que se estimaba como casi únicamente de ámbito masculino; actuaban como profetisas (Ana, en Lc 2, incluso en el Templo; las tres hijas de Job, en el Testamento apócrifo de Job, obra compuesta quizá en el siglo I d.C.) o recibían revelaciones privadas de algún modo aceptadas, como testimonia la novela de José y Asenet, también probablemente de ese siglo.

Es posible que las figuras de mujeres como Susana (Libro de Daniel) o Judit—aunque aparecieran en la literatura popular piadosa de la época, no en los libros considerados sagrados—, féminas independientes, valerosas e intrépidas, plenas de recursos, influyeran en el imaginario de las mujeres de Israel en el siglo I.

También en el ámbito religioso hay que señalar que, aunque las mujeres no pudieran asumir funciones de liderazgo en Israel, sí se cuenta en tiempos posteriores pero cercanos a Jesús cómo algunas de ellas habían sido célebres como expertas en la Ley y en su interpretación. Así, la renombrada Beruria, mujer de Rabí Meir, o Imma-Shalom, hermana del rabí Gamaliel II y mujer de R. Eleazar, mujeres que han tenido la gloria de que se recoja en el Talmud algunas de sus sentencias sobre la Ley. Si esto ocurría en tiempos del judaísmo rabínico, podría haber sucedido también antes, en tiempos de Jesús.

Por último encontramos mujeres judías destacadas como benefactoras o patronas de sus comunidades o, en general, de las ciudades en las que vivían, como presidentas o jefes de las sinagogas.

Por ello, algunos investigadores opinan que el trato de los rabinos con las mujeres podía ser relativamente normal en un ambiente helenístico, incluido el Israel del siglo I.

En conclusión puede decirse que la posición de la mujer en el Israel de tiempos de Jesús era más bien negativa, sin llegar a ser horrorosa. Pero a la vez debe afirmarse que su situación legal, social o religiosa era más o menos igual que en el resto del mundo grecorromano, donde predominaba también la idea de que la mujer debía restringirse al ámbito doméstico, y de que no debía ejercer funciones importantes en la práctica diaria de la política y de la vida social. Sin embargo, en el terreno de la religión, la función y papel social de las mujeres era superior en el mundo grecorromano al que tenía en el judío, pues podía actuar —y de hecho lo hacía muchas veces— como sacerdotisa, lo que era absolutamente corriente en el Imperio, pero estaba rigurosamente vetado en Israel.