Raquel Marcos Sánchez y Jaime Riera Pérez
A menudo la historia de la humanidad se nos presenta como una fría sucesión de hechos expuestos cronológicamente que no guardase relación alguna con nuestras vidas Pero todos estamos ligados a la historia, y somos el resultado de la evolución del género humano, donde dos factores han tenido una influencia de primera magnitud: el impulso sexual y el instinto de conservación. Este artículo es un esfuerzo por comprendernos mejor a nosotros mismos, y saber por qué, cómo y para qué, estamos aquí.
A menudo la Historia de la Humanidad se nos presenta como una fría sucesión de hechos expuestos cronológicamente que no guardase relación alguna con nuestras vidas, como un discurrir en el que tan sólo tuvieran cabida las guerras y los abusos de poder infligidos por individuos y estados, así como las decisiones tomadas por las grandes personas históricas que, escudadas en una falsa buena voluntad, persiguen su propio beneficio a cualquier precio. Vivenciamos una angustiosa separatividad de nuestro devenir, como si el proceso del mundo fuese algo diferente de nuestro proceso individual, cuando, en definitiva, la historia somos nosotros, nuestros padres, que nos vinculan genéticamente al pasado y nuestros hijos, que nos conectan con el siguiente eslabón de esta cadena de la que ineludiblemente formamos parte.
Todos estamos ligados a la historia y somos el resultado de la evolución del género humano, y, en dicha evolución, dos factores han tenido una influencia de primera magnitud: el impulso sexual y el instinto de conservación. Estas dos fuerzas básicas, una procreadora y otra defensiva, son el fundamento de la organización familiar de todas las sociedades estructuradas, a su vez, en torno a dos sistemas especialmente distintos: el matriarcado, en el que el nombre, los bienes y los honores se transmiten por las madres, constituyendo el núcleo en torno al que gira la vida social; y el patriarcado, que considera al padre la figura central en detrimento del resto de miembros de la familia.
Durante el Paleolítico (entre 100.000 y 20.000 a. de C.) la fecundidad revestía un carácter mágico simbolizado en los órganos sexuales femeninos. El hombre de este periodo era nómada y cazador, no tenía propiedades, ni siquiera animales domésticos que, en su proceso reproductor, le proporcionaran conocimientos de anatomía o fisiología suficientes para establecer un vínculo entre el acto sexual y la procreación. Hombres y mujeres parecen haber vivido en una promiscuidad sexual total y absoluta, siendo la única filiación exacta y discutible la de la madre, de ahí su situación social preeminente. Partiendo de tal base, muchos investigadores, como Bachofen, Maclennan y Morgan, opinan que en aquel remoto ayer la mujer gobernaba y dominaba políticamente y que todos los pueblos antiguos habrían sido ginecocracias.
Las teorías de la promiscuidad sexual, el desconocimiento del hombre en su función procreadora y el matrimonio colectivo son el primer escalón hacia la actual familia basada en el matrimonio individual y la monogamia.
Teniendo en cuenta que la evolución individual y colectiva de la Humanidad no solamente ha sido cultural, sino también espiritual y que el género humano es una unidad en permanente evolución, las diferentes etapas acaecidas desde la Prehistoria constituyen una elevación desde estado inferiores de conciencia (más primarios e instintivos), a otros superiores caracterizados por una mayor capacidad de elección, de respeto y amor hacia sí mismo y hacia los demás. Partiendo de esta premisa, el deseo sexual promiscuo ha permanecido latente en el ser humano como un deseo atávico más del Inconsciente Colectivo.
Del matriarcado al patriarcado
Durante los periodos siguientes de la Prehistoria (a saber el Mesolítico, entre los años 20.000 y 10.000 a. de C., y el Neolítico, hasta aprox. El año 5.000 a. de C.) se advierten importantes cambios derivados del abandono de la vida nómada y la aparición de la vida agrícola sedentaria. La proximidad con animales y vegetales puso de manifiesto el significado de la fertilidad como algo que no podía ser dominado a voluntad. A fin de procurarse una vida más regular y segura, el hombre empezó a estudiar la influencia de los fenómenos atmosféricos y de los astros, ya que, a su entender, influían en la suerte de plantas y animales. Sabiendo que las mujeres eran absolutamente esenciales para la vida de grupo, dedujo que éstas influían en la actividad agrícola y que la naturaleza, a su vez, activaba la maternidad. Son incontables los ritos de fertilidad en que la mujer retoza desnuda sobre la hierba, hace el amor con la tierra o toca con su sexo diferentes plantas.
Al hombre del Paleolítico le costó miles de años relacionar la semilla con el fruto y el acto sexual con la descendencia, pero una vez que descubrió su vital papel en la procreación quiso apropiarse de este poder femenino sometiendo a su portadora. Cuando comprendieron que al yacer con una mujer la fecundaban, que existía un vínculo físico entre ellos y el hijo que ella llevaba dentro -a condición de que ningún otro hombre copulase con su mujer -, y que éste constituía una prolongación de sí mismo y en cierta medida una burla a la muerte, todo clase de cosas resultaron posibles.
El hecho de que el poder y la propiedad puedan ser transmitidos a partir de este momento, convierte a la mujer, reducida a su sexualidad, en un mero recipiente en el que el hombre planta su semilla para perpetuarse. El entorno, como algo distinto de sí mismo, puede ser ahora poseído y dominado, y el hombre, alentado por esta codicia, se convierte en trabajador tenaz y ahorrativo y, finalmente, en conquistador agresivo. Establece un derecho sobre la tierra, originándose así la propiedad privada; pero naturalmente, sus vecinos tienen las mismas exigencias y esto le obliga a tomar medidas que defiendan sus pertenencias de la codicia ajena. Para que los acuerdos se fijen de un modo más seguro, se inventa el lenguaje escrito, y ante el temor de posibles transgresiones instaura ejércitos que protejan sus propiedades.
El Patriarcado, es decir la supremacía masculina institucionalizada, surgió probablemente en Mesopotamia en el IV milenio a. de C., y se extendió gradualmente por el mundo. Aunque las mujeres fueron dominantes, nunca institucionalizaron su poder, nunca trataron de restringir la sexualidad y la reproducción del varón, su mente o su trabajo. Nunca se unieron contra los hombres. El proceso de humillación de la mujer, que ya había empezado en el Neolítico, culminará en la Biblia, influyendo decisivamente los libros del Génesis en todos los ámbitos sociales y culturales de la civilización judeocristiana.
El mito bíblico de la creación
Debido a que los mitos del Cercano Oriente -en los que se describe el Universo como resultado de la copulación entre un dios femenino y otro masculino-, suponían un obstáculo para el establecimiento del orden social patriarcal y, en consecuencia, iban en contra de los intereses del pueblo hebreo, se decidió aglutinarlos en un solo Jehová varón que no permitiese abrigar la menor duda respecto a la posición familiar y social de la mujer. Existen también numerosos mitos que representan al ser humano creado en forma de varón y hembra, una especie de hermafrodita dotado de ambos órganos reproductores siendo la separación de los dos sexos el resultado de una caída, un castigo. El capítulo 2 del Génesis (4:24), que data del siglo IV, contiene un segundo relato del nacimiento de Adán, pero en esta ocasión los dos sexos no son creados simultáneamente, sino en secuencia, símbolo de la prioridad ontológica, y de ahí la superioridad del varón.
Según los antiguos hebreos, Dios realizó tres intentos para encontrar una compañera ideal a Adán. El hecho de que Jehová apócrifo tuviese que realizar dos tentativas frustradas para crear a la mujer hace pensar que los hombres que escribieron esta interpretación tuvieron verdaderas dificultades para habilitar un arquetipo femenino que se adaptara a los nuevos valores del patriarcado. Por una parte, debían proporcionar a Adán una esposa adecuada, sumisa y débil: alguien que pudiera servir de modelo a las muchachas judías en edad de matrimonio. Y, por otro, la primera mujer había de ser la indiscutible responsable de todas las calamidades y catástrofes abatidas sobre el mundo desde su creación. Lilith, el primer intento fallido, se convirtió en el paradigma de esa problemática y detestable criatura que más tarde se llamaría mujer emancipada. Eva, a pesar de constituir el tercer intento, acarrearía desastrosas consecuencias por todos conocidas.
El mito de la creación de Eva por Dios con la costilla de Adán, que establece la supremacía masculina y oculta la divinidad de Eva, carece de analogías entre los mitos del Mediterráneo y del Medio Oriente.
La caída del hombre
En el libro segundo de la creación se nos dice que en el Jardín del Edén hay dos árboles especiales: el árbol de la vida y el árbol de la ciencia, del bien y del mal. El tema de la dualidad está presente desde el principio de la historia de la Creación, pues la misma Creación se produce por división y separación. Antes de que Adán comiera del fruto prohibido, el ser humano aún no estaba dividido en parejas de elementos contrapuestos, es decir no había emergido del Estado unitario con el Origen; pero después de haber comido y, en consecuencia desobedecido, resurgirá la conciencia individual mediante el discernimiento. Adán se convierte en una entidad predestinada a la búsqueda de una nueva armonía humana y trans humana , en la medida en que, dotado de libre albedrío, puede decidir si hace uso adecuado de los elementos básicos de la naturaleza (alimentos, remedios naturales, combustible...), o inadecuado (armamentos, deforestación, narcotráfico...), beneficiando o perjudicando a la globalidad de los seres vivos.
Cuando el ser humano nace, se separa del Origen percibiendo la Naturaleza como algo distinto de sí. La vivencia de esta separatividad provoca una angustia que, en opinión del psicólogo Erich Fromm, es el origen de la culpabilidad. Y con este pesado equipaje, el hombre ha de abrirse camino entre elementos antagónicos para finalmente integrarlos en uno solo y acercarse a Dios.
El cristianismo, una vez institucionalizado por el emperador Constantino hacia el año 312, se sirvió del relato bíblico de la expulsión del Paraíso para justificar la opresión de la mujer, puesto que ella y sólo ella fue la responsable de la tentación inicial, de la caída del hombre. Eva simboliza la parte receptiva y femenina (yin) que está presente en cada individuo (el hemisferio cerebral derecho: el pensamiento holístico e intuitivo) y bajo la que subyacen los mecanismos psicoespirituales necesarios para la religación con el Origen. Así pues, en nombre del nuevo orden social patriarcal había que eliminar, o cuando menos humillar, las imágenes arquetípicas del polo femenino (yin: acción ecológica, sensibilidad consolidadora, colaboración fraternal...) en beneficio del polo masculino (yan: autoritarismo, agresividad, competitividad...), en beneficio, en definitiva, de los lucrativos intereses de la jerarquía dominante.
La concepción dualista de la realidad influyó en el pensamiento griego, fue recogida por el apóstol Pablo del Génesis e influyó profundamente en Tomás de Aquino y la filosofía escolástica hasta llegar a formar la visión mecanicista del mundo que desarrollarían en el siglo XVII Galileo, Descartes, Bacon Newton, y otros. Con la célebre frase de Descartes cogito ergo sum (pienso, luego existo) el hombre occidental empieza a proyectar su identidad exclusivamente en la razón. Esta visión fragmentada del mundo convierte a la Naturaleza en algo distinto de sí y, por tanto, susceptible de explotar y dominar, estableciéndose una importantísima conexión con el sistema de valores patriarcal, que debe su máximo desarrollo a la tradición judeocristiana.
Los tres días
En nuestras actuales sociedades estamos tan acostumbrados a la evidente naturaleza de nuestra realidad que apenas podemos imaginar algo que no se fundamente en la razón. Lo que los psicólogos llaman participación mística con la naturaleza no tiene cabida en nuestro sensato mundo, que puede fragmentarse y estudiarse como la suma de elementos dispersos. Y sin embargo, algunos arquetipos y símbolos universales resuenan en nuestras mentes con inusitada fuerza. Los mismos números que utilizamos al contar son, además, elementos mitológicos, pero no nos damos cuenta cuando los utilizamos con un fin práctico. Así, por ejemplo, el mito de los tres días es un elemento recurrente de nuestro inconsciente colectivo. Pensemos en los tres días que preceden a la supuesta resurrección de Jesús, los tres días que transcurrieron para la construcción del Templo de Dios o en los tres días que Jonás pasó en el vientre de la ballena.
Podemos establecer igualmente un paralelismo entre las tres fases de la evolución psicológica del hombre como individuo y microcosmos (nacimiento del yo, maduración del yo y transcendencia del yo) y los acontecimientos externos que afectan a las colectividades humanas como un proceso idéntico que tiene lugar a diferentes escalas.
Primer día: arquetipo maternal, oredominio de lo femenino
Hace un millón de años, durante la primera Gran Era Glacial, surgieron los primeros humanos. Aunque ambos sexos contaban con las precondiciones anatómicas necesarias para la actividad humana, fue la hembra la que dio el primer paso desde la animalidad hacia la humanidad. Sólo ellas estaban dotadas de respuestas maternales y afectivas que adoptarían en el mundo humano la forma de colaboración social. En una época en que la mortalidad infantil era muy elevada, la función reproductora femenina resultaba esencial para la continuidad del grupo, de ahí el carácter mágico que se le otorgó. La mujer, como portadora de Energía Vital, era el centro del clan, sus cualidades arquetípicas yin, su aproximación intuitiva y holística a la realidad la hacían más apropiada para interconectar con la naturaleza, de ahí que fueran a menudo sanadoras o hechiceras, portadoras de lo sagrado y lo divino.
En lo que se refiere a la evolución del yo individual y colectivo, el proceso va de un estado pre personal (el de un recién nacido) a otro transpersonal (el sabio verdadero que ha transcendido su ego), pasando por un estado intermedio donde se producen las luchas del yo por la liberación de la falsa individualidad egoica. En el primer día asistimos, pues, a un momento en que la conciencia, apenas esbozada, reúne cualidades que son básicamente pulsiones primarias.
El ser humano irá dejando paulatinamente de responder sólo al placer y el alivio de las tensiones (el sexo y el hambre) y empezará a identificarse con el grupo. En el seno de la colectividad, la vida es de sumisión e imitación para la mayoría de los individuos, a excepción de una minoría que, alcanzado niveles más elevados de perfección (chamanes, iluminados, maestros...), induce cambios trascendentales que se erigen en puente de unión entre lo viejo y lo nuevo.
Segundo día: arquetipo paternal, predominio de lo masculino
Siguiendo un proceso cíclico de fluctuación en el que elementos antagónicos, pero complementarios se suceden en el seno de una Unidad que todo lo abarca, el yin retrocede y las mujeres pierden su eminencia social en favor del arquetipo masculino yan: es el advenimiento de la sociedad patriarcal que, en la civilización judeocristiana, se inició hace unos 6.000 años.
El nuevo orden social del segundo día se fundamenta en el establecimiento de la propiedad privada, la irrupción de la moral sexual y la represión de la mujer. Una de las primeras acciones llevadas a cabo por el hombre en este nuevo orden social fue definir a la mujer por su sexualidad y constreñirla dentro de ella. Para justificar este hecho, y apropiarse de su capacidad reproductora, crea la religión, que se convierte en uno de los principales vehículos para su subyugación. El cristianismo perfeccionó el antifeminismo hasta el más pérfido de los extremos, más que cualquier otras religión misógina. La autoridad, incluida la religiosa, reside en el varón y es utilizada sin escrúpulos para enseñar a las mujeres a ser dóciles y sumisas; pero la tarea no resultó fácil porque las mujeres no sólo continuaban expresándose por sí mismas, sino que además el hombre las amaba y admiraba.
Nuestra sociedad actual es el resultado de la preeminencia del arquetipo yan, más racional, en detrimento del yin, más intuitivo, de ahí que todo lo espiritual, en su asociación con el arquetipo femenino haya sido denostado y menospreciado por nuestro sistema patriarcal.
Tercer día: arquetipo filial, síntesis de lo femenino y lo masculino
El origen de nuestra crisis actual es nuestra limitada capacidad para amarnos a nosotros mismos y a nuestro prójimo. El hombre moderno cree, en su racionalismo, haberse liberado de la superstición, pero en realidad perdió en el proceso sus valores espirituales, su conexión con la Unidad, de manera que el mundo se convirtió en algo distinto de sí mismo, se perdió la identidad inconsciente con los fenómenos naturales y sobrevino una profunda angustia como consecuencia del aislamiento.
Numerosas voces parecen elevarse para cuestionar los obsoletos valores patriarcales de la sociedad judeocristiana: las mujeres que, aglutinadas en movimientos sociales, reclaman ser tratadas como seres humanos en igualdad de condiciones; los individuos que, practicando la desobediencia civil frente a los poderes fácticos, evidencian la auto liberación y el desenmascaramiento de los enajenantes esquemas que rigen nuestras sociedades. Esta revolución personal, por la que todos ineludiblemente hemos de pasar, sólo puede llevarse a cabo escuchando la voz del corazón, de la conciencia universal porque la única autoridad es la que reside en nuestra divinidad interior.
Por otro lado, cada modo nuevo de usar la mente, al desarrollarse, no elimina el anterior, sino que se superpone y coexiste con él. Del mismo modo que el método racional enriqueció al hombre instintivo, el método intuitivo y espiritual enriquecerá al hombre racional, y en la convivencia de ambos, se hallará el equilibrio.
Fase de madurez y de liberación del Yo
Cuando el hombre despierta su sentido crítico, del imitador que era se vuelve creador. Después de este desarrollo, la mente evoluciona hacia la fase de liberación del yo -en el tercer día-. Es la fusión de lo humano finito con el infinito divino gracias a la superación del proceso mental ordinario, más allá del pesado bagaje de conocimientos racionales que separa artificiosamente a unos individuos de otros.
La actual civilización judeocristiana nos ha llevado a una situación muy alarmante; sólo un cambio profundo en nuestra forma de sentir y vivir dará lugar a una nueva sociedad, una nueva civilización que pueda salvarnos de la desenfrenada carrera hacia el abismo. Pero seamos optimistas, la humanidad no desaparecerá, existirá un mañana.
Según el psicólogo Carl Roger éstas serán algunas de las características esenciales del individuo de este futuro que ya empieza a vislumbrarse: valorará la comunicación sincera, sentirá desconfianza de la ciencia y la tecnología actuales que destruyen el entorno y controlan a sus habitantes, ayudará a los demás si la necesidad es real; su actitud será ecológica ya que le producirá bienestar relacionarse con la naturaleza en lugar de conquistarla, transcenderá la dualidad y buscará la integración con la Unidad, será consciente de que forma parte de un proceso global en continua transformación, sentirá desagrado por las enajenantes estructuras de nuestro sistema actual, ni el dinero ni los símbolos de poder constituirán su objetivo, y , sobre todo, cada persona elaborará su propia experiencia desconfiando de la autoridad externa. Este nivel de conocimiento es el comienzo de lo transpersonal, el nivel de intuición psíquica de lo trascendente. Durante este tercer día no sólo habrá profundos cambios en la psicología de los individuos, sino también de la sociedad.
Todos las personas forjaremos, con la ayuda de nuestros Hermanos Mayores que un día fueron como nosotros, el progreso humano. El capitalista no existirá, el dinero irá desapareciendo. El marxismo y el comunismo conocidos hasta ahora no serán nada en comparación con el comunismo de la cultura que se avecina. Este tercer día, esta auténtica resurrección de entre los muertos, esta verdadera reconstrucción interior del Templo de Dios representa la llamada Era de Acuario y como afirmaron, entre otros, Sri Aurobindo y Teilhard de Chardin supondrá la suprema realización de nuestra especie. Hasta que esto ocurra, podemos cruzarnos de brazos a la espera de encontrar sucedáneos de felicidad amparándonos en la ideología establecida, o bien podemos optar por despojarnos de nuestras ataduras y dejar de ser cómplices de los mecanismos del consumo y la competitividad propiciando nuestra transformación personal y el disfrute de la auténtica libertad.