Anna Kingsford y
Edward Maitland
Extractos del nuevo prefacio de la obra “The Perfect Way” Aparecido en “Sophia” 1896 (págs 392-396)
En una época que, como la nuestra, se distingue por extensas investigaciones, por un análisis profundo y una crítica despiadada, ningún sistema religioso puede durar, como no sea recurriendo al lado intelectual, lo mismo que al sentimental de la naturaleza humana.
Hoy en día, la fe de la cristiandad languidece como obligada consecuencia de un defecto radical en el método de su exposición, que la sume en perpetuo conflicto con la ciencia, en tal guisa, que incumbe á sus partidarios la abrumadora y poco digna tarea de hacer incesantes esfuerzos para ponerse al nivel de los descubrimientos modernos ó de las fluctuaciones de la especulación científica. El método por el cual se ha intentado en este lugar eludir la duda y la inseguridad engendradas por este hecho, estriba en demostrar las tres proposiciones siguientes:
1) Que los dogmas y los símbolos del Cristianismo son, en sustancia, idénticos a los de los otros y más antiguos sistemas religiosos.
2) Que la verdadera esfera de la creencia religiosa no está en donde la puso hasta el presente la Iglesia - en el sepulcro de la tradición histórica -sino en el corazón y en el intelecto humanos; es decir, que no es objetiva ni física, sino subjetiva y espiritual; y que no se dirige á los sentidos, sino al alma. 3) Que considerada de este modo y bien interpretada la doctrina del Cristianismo, representa, con una exactitud científica, los hechos de la historia espiritual del hombre.
Es muy verdadero que algunos hombres famosos por su piedad y por su saber -que han recibido el nombre de columnas de la fe- denunciaron como impía en grado sumo la práctica, que consiste, como ellos dicen, en «falsear el sentido evidente de la Escritura» Pero la acusación de impiedad no parte tan sólo de esas «luces menores» -los padres cristianos y los comentaristas judíos-sino también de esas dos «grandes luces» , Jesús y Pablo, puesto que ambos afirmaron que la Escritura tiene un sentido místico; que es preciso subordinar la Letra al Espíritu y buscar tras el velo para encontrar su verdadero significado. Al emplear el término “evidente”, supone el literalista que están en litigio las dos cuestiones siguientes, a saber:...
1) Para qué facultad es evidente el sentido de las Escrituras, ¿para la facultad exterior o para la facultad interior ?
2) ¿A cuál de ambos órdenes de percepción pertenece en justicia la comprensión de las cosas espirituales? Nada, con seguridad, es más evidente que la “impiedad” que resulta poniendo á un lado la explicación que el Verbo Santo da de sí mismo, acusándole de impostura, de locura o de inmoralidad, fundándose en el testimonio de una apariencia externa, tal como la letra. Para los autores de este volumen, es por modo absoluto evidente que no es el sentido literal aquel en que se entendía; y que cuantos insisten en aceptar ese sentido, incurren en el reproche dirigido por Pablo, cuando aludiendo al velo que Moisés pone sobre su faz, dice: «Pero sus espíritus han estado endurecidos hasta el presente, porque ese velo subsiste cuando se lee el antiguo Testamento. y este velo permanece asimismo hasta hoy día sobre el corazón, cuando se les lee á Moisés.»
Procuraremos exponer brevemente las premisas de esta conclusión. La primera verdad que nos enseña la filosofía, es que el espíritu no puede percibir y asimilarse sino aquello que se presenta á él mentalmente. En otros términos: lo que es objetivo, debe traducirse en subjetivo antes de poder convertirse en un alimento para la parte espiritual del hombre. La verdad nunca es fenomenal, sino siempre metafísica. Los sentidos perciben el fenómeno, y tienen que ocuparse únicamente del fenómeno. Pero los sentidos representan tan sólo la parte física del hombre, y en modo alguno ese yo que tiene en cuenta el filósofo cuando habla del Hombre.
Este, el verdadero Ego, no puede ponerse en relación con, ni tener conocimiento de acontecimientos y de personas que tan sólo se presentan fenomenal y objetivamente. Por lo tanto, esos acontecimientos y esas personas constituyen nada más que unos vehículos, unos símbolos, por medio de los cuales, las verdades, los principios y los procesos son transmitidos á la conciencia subjetiva; los jeroglíficos, digámoslo así, por los cuales están representados.
Las personas y los sucesos, siendo dependientes del tiempo y de la materia, están -bajo su aspecto fenomenal- en relación tan sólo con el hombre exterior y perecedero; en tanto que los principios y las verdades que dependen de lo noumenal y de lo eterno, únicamente pueden ser conocidos por aquello que en el hombre, siendo también noumenal y eterno, es de la misma naturaleza, esto es, su parte subjetiva y espiritual.
Porque el que percibe y lo que es percibido, deben pertenecer á la misma categoría. y como el primero es necesariamente el principio puramente racional en el hombre, el segundo debe ser también puramente racional.
Por semejante razón, pues, á fin de conservar la espiritualidad que le es propia, debe siempre la religión-como demuestra Schelling- presentarse esotéricamente, tanto en lo universal como en los misterios. De otra manera, dependiendo su existencia de la continuidad de un medio únicamente físico y sensible, llega á ser tan fugaz como él. De donde resulta que, por tanto tiempo como consideremos á la verdad religiosa en el sentido de hallarse esencialmente constituida, y bajo la dependencia de causas y de efectos que pertenecen al plano físico, estaremos lejos de percibir su naturaleza real, y espiritualmente seremos inconscientes y no iluminados. Lo que en la religión es verdadero, lo es únicamente para el espíritu. La subjetividad necesaria de la verdad ha sido afirmada también por Kant, quien consideraba al elemento histórico-en las Escrituras- como indiferente, y declaraba que la transformación de la creencia en una fe puramente espiritual, sería el advenimiento del reino de Dios. De igual modo el místico Weigelius (A. D. 1650) dice que, con el fin de que sea eficaz para la salvación, lo que está escrito divinamente del Cristo sobre el plano objetivo, debe ser transferido al plano subjetivo, sustancializado en el individuo, y realizado interiormente por él. Y el tan piadoso como sabio traductor de los libros herméticos, el doctor Everard, escribe: «Yo digo que no hay una sola palabra (de las Escrituras) que sea verdad con arreglo á la letra. Afirmo, sin embargo, que cada palabra, cada sílaba, cada letra son verdaderas. Pero son verdaderas como las entendía aquel que las pronunció; son verdaderas como Dios las entendía, no como los hombres quieren que sean.» (Gospel Tresauri Opened, A. D., 1659). La razón de esto descansa en que la materia, con sus atributos, constituye tan sólo el término medio en una serie, cuya Alfa y Omega son espíritu. El mundo de las consecuencias finales, lo mismo que el de las causas primarias, es espiritual, y ninguna finalidad puede pertenecer al plano de su término medio, que es tan sólo un plano de transición.
El absoluto es, primeramente, puro pensamiento abstracto. En segundo lugar es una exteriorización (alienación) (1) de este pensamiento, por su ruptura en el atomismo del tiempo y del espacio, ó su proyección en la naturaleza, proceso merced al cual, de no molecular que era, se vuelve molecular. En tercer lugar, vuelve de esta condición de exteriorización y alineación del yo en sí mismo, resolviendo en su seno la sustancia de la naturaleza, y viniendo á ser de nuevo subjetivo. Este es el único camino por medio del cual el Ser puede llegar á la conciencia de su yo. Como Hegel lo ha formulado, tal es -en la manifestación- el proceso de los universales; y tal es, necesariamente, el proceso de las cosas particulares producidas por los universales.
Por consiguiente, el hombre, como microcosmos, debe imitar al macro cosmos e identificarse con él. Debe subjetivar ó espiritualizar sus experiencias antes de poderlas ligar á ese principio interno, á esa esencia de sí mismo que constituye el Ego o el Yo.
Sin embargo, es evidente que esta manera de considerar la religión, únicamente es asequible á los espíritus educados y desarrollados, excediendo sus términos y sus ideas de la capacidad de las masas. Este libro y la obra que inaugura, se dirige, pues, a la primera categoría: a las personas cultas y pensadoras que, reconociendo los defectos de la creencia popular, han renunciado á la vana tentativa de sistematizarla, poniéndola de acuerdo con sus necesidades mentales. Jamás podrá existir una manera de presentar la religión que convenga por igual á todas las clases y a todas las castas de hombres; al realizar esta tentativa imposible, la Iglesia se ha enajenado forzosamente á cuantos no puede aceptar el alimento grosero ofrecido a la multitud.
Aceptando el papel do un Procusto con respecto á las cosas espirituales, ha procurado la Iglesia poner al mismo nivel las inteligencias de todas clases y dimensiones, con menosprecio de esta sentencia apostólica:
«Nosotros predicamos la sabiduría entre los perfectos» (2)... Nada tengo que deciros como á hombres espirituales, pero os he hablado como a hombres carnales, como á infantes en Cristo. Os he dado a beber leche, y de ningún modo os he dado carne, porque no os halláis en estado de tolerarla.» Para aquellos -los que no están instruidos ni desarrollados- la Iglesia debe continuar hablando con su faz velada bajo las parábolas y los símbolos. Nuestro llamamiento se dirige, pues, á las personas que habiendo alcanzado su mayoría intelectual y espiritual, han puesto a un lado las cosas infantiles; que, por consiguiente, en vez de contentarse con la cosa de la letra, de mutilar ó ahogar -en el espíritu bajo la forma- se hallan impulsados por la misma ley de su naturaleza, á buscar tras el velo y á leer el espíritu á través de la forma, á fin de que, «contemplando la gloria del Señor á faz descubierta, seamos transformados en su propia imagen».
Los que han llegado á ese punto de desarrollo, aprenderán en estas páginas cuál es la Realidad que únicamente el mental puede percibir, y comprenderán que ella no pertenece al plano objetivo ó fenomenal de la historia mundana, sino al plano subjetivo y noumenal de sus almas, en las cuales, si ellos investigan, hallarán en acción el proceso de la Caída, del Destierro, de la Encarnación, de la Redención, de la Resurrección, de la Ascensión, de la Venida del Espíritu Santo, y cono consecuencia, la posesión del Nirvana, de la “paz que excede a toda comprensión”.
Para aquellos de esta suerte iniciados, el espíritu nada tiene que ver ya con la historia; lo fenomenal es considerado - por el hecho de ser ilusorio- como una sombra proyectada por lo Real, no poseyendo en sí mismo sustancia alguna, y siendo simplemente un accidente de lo Real.
Una sola cosa permanece -el Alma en el Hombre- Madre de Dios, inmaculada, que desciende -como Eva- a la materia y á la generación, siendo después arrebatada -como María- fuera de la materia, hacia la vida eterna. En suma, un estado supremo y perfecto que da cima y resuelve todos los demás: el estado del Cristo, prometido en la aurora de la evolución, manifestado durante su curso, glorificado al tiempo de su consumación. Realizar la asunción de María, llegar á la talla de su Hijo: tales son los objetos y las aspiraciones que constituyen el deseo del iluminado.