domingo, septiembre 25, 2022

Santa "Imalda", la Niña de Dios

Noble y rica, la Patrona de la Primera Comunión da muestra de profunda y madura piedad desde sus primeros días. Su anhelo por comulgar en épocas en que sólo se permitía a los 14 años le hacía exclamar: "¿Cómo es posible poder comulgar y no morir de puro amor en el acto?" Protectora de Niños y Bebés.

- ¡Imalda! ¡Imalda!

La madre de la niña, en tanto la llamaba, se dirigió estrechamente hacia el fondo del jardín. Cuando no se veía a la niña se podía tener la seguridad de que se la hallaría allí, en aquel rincón tranquilo, en donde no se oía más que el rumor del viento, entre las copas de los cipreses y el canturreo de la fuente. Adosado al muro se alzaba un minúsculo oratorio hecho simplemente de un tejadillo, que cubría un fresco representando a la Santa Virgen con el Niño Jesús sobre sus rodillas, como tantos había pintado el mejor artista de la ciudad, aquel a quien llamaban "Vital de las Madonas", una Santísima Virgen

de una maravillosa dulzura. Imalda amaba esta bella imagen. Durante largas horas, a pesar de no tener más de nueve años, permanecía arrodillada sobre las losas del paseo, rezando, meditando, recitando los salmos, que se sabía de memoria, como un monje o una religiosa. Y sus padres se asombraban.

Su padre, el conde Lambertini, uno de los más ricos señores de la ciudad, acostumbrado, como la mayoría de los hombres de su tiempo, más bien a llevar sus negocios y a batirse que a rezarle humildemente a Dios, consideraba esta piedad exagerada. "¿Acaso quiere hacerse monja?", exclamaba al saber que su hija se hallaba todavía de rodillas ante la Madona del jardín. Pero su mujer, maravillada de encontrar en su hija un alma tan pura y cristiana, le respondía que no podía desear nada mejor que el verla crecer en el amor a Cristo.

- ¿Qué podemos reprocharle? Jamás una desobediencia, ni una mentira; nunca un movimiento de mal humor. Quizá hemos puesto en el mundo a una santita. Dejémosla responder a la voz que la llama...

Y la amabilidad, la gentileza de esta niña, eran tan ejemplares, que la familia le había cambiado su nombre de Magdalena por el de Imalda, que significa "tan dulce como la miel"...

Esto ocurría en Bolonia, a principios del siglo XIV, hacia el año 1330. En aquella época, toda Italia se hallaba en una dolorosa situación. Desde hacía tiempo, las guerras civiles sucedían a las contiendas con países extranjeros, las unas y las otras haciendo mucho daño al país. El Papa y el emperador no se entendían mutualmente; sus partidarios libraban cruentas batallas, en el curso de los cuales ardían los pueblos, las ciudades eran asediadas, invadidas y despojadas de todo bien. Muy poco tiempo atrás, Bolonia, por esta causa, había sido teatro de la guerra, sufriendo considerablemente. ¡Pero no era bastante! En la misma ciudad, los clanes se oponían unos a otros. Luchaba una familia contra otra, transformándose cada mansión señorial en verdadera fortaleza, capaz de soportar los asedios: hasta algunas construyeron elevadas torres – una de ellas no tenía menos de cien metros -, parecidas a torreones, para poder instalar en ellos a sus centinelas y soldados; dos de estas torres pueden verse todavía en nuestros días. Dolorosa situación, ésta, perfectamente perceptible para una sensible muchachita.

Por otra parte, ¡cuántas cosas tristes había en esa época!; se aseguraba que el Papa se había visto obligado a abandonar Roma, por no considerarse seguro en ella, habiéndose refugiado lejos, en el reino de Francia, en una ciudad llamada Aviñón, en la que se mandaba construir un gran palacio. En toda la Iglesia, esta ausencia del Papa de la Ciudad Eterna se consideraba como un presagio funesto: desde hacía trece siglos, a partir de la muerte de San Pedro, mártir del circo de Nerón, los Papas habían residido siempre no lejos de su tumba. ¿Qué podría suceder ahora que el Solio Romano se hallaba vacante?...

Por todo esto oraba tanto la pequeña Imalda. Rogaba al Señor que concediera la paz a los hombres, que los hiciera menos violentos, menos apegados al dinero, menos brutales, que protegiera a su Santa Iglesia contra todos los enemigos... Felizmente en Italia quedaban todavía verdaderos cristianos. En el siglo precedente, dos santos excepcionales se dieron a conocer, de los que el mundo hablaba todavía: uno de ellos, san Francisco, aquél que se conocía con el sobrenombre de "el pobrecillo de Asís", el cual, después de haber sido en su adolescencia un muchacho ardiente y pronto al combate, como tantos otros, había arrojado repentinamente las armas, renunciando a la fortuna de su padre, consagrándose a Dios, para vivir en santa pobreza. No había apenas lugar en Italia en donde no se contaran las maravillas de su vida y como había domesticado a un carnicero y terrible lobo y hablado a los pajaritos del cielo... ni había en donde no se entonaran los cánticos tan sencillos y sublimes que había compuesto.

Y el otro santo, cuya gloria se hacía inmensa, santo Domingo, el elocuente español afincado el Italia, del que se contaba que en el día de su nacimiento había brillado una estrella sobre su frente. Con su palabra, con su acción, había dirigido encarnizadas luchas contra los herejes, cuyas doctrinas se oponían a la fe verdadera. Fue el fundador de los "Frailes Predicadores", de los "Dominicos", vestidos de una especie de túnica blanca y abrigo negro, cuyos sermones hacían acudir ríos de muchedumbres a las iglesias. En Bolonia tenía justamente la tumba. Un sepulcro de mármol en el que se veían esculpidas las principales escenas de su vida, obras de un gran artista, Nicolo Pisano. Frecuentemente, Imalda iba a rezar a la basílica de Santo Domingo, cerca del monumento funerario. Muchas veces le había pedido al santo que la aceptara en la inmensa familia de aquéllos que querían seguir su ejemplo, entre las blancas religiosas, que había visto en su convento, tan felices de orar durante todo el día e incluso durante la noche, pidiendo por la pobre humanidad a fin de que se hiciera mejor.

- ¡Imalda! ¡Imalda!

La querida voz de la hijita no respondía. Un poco inquieta, la madre corrió a lo largo de las avenidas, hacia el fondo del jardín, pensando que, según la costumbre, la niña se encontraría de rodillas ante la Madona y que, sin duda, se hallaría tan absorbida en su oración que ni siquiera oía las voces de llamada. Pero, sorprendida, comprobó que el lugar estaba vacío... La pequeña silueta no se dibujaba a través de los árboles, como de ordinario, entre los tres espigados husos de los cipreses; tan sólo, en el pequeño repecho que formaba el oratorio, bajo el fresco de la Virgen, se veía reposar una rosa roja recién cortada. Por ello la madre comprendió que Imalda había ido, pero no se había quedado.

¿Dónde podría encontrarse? Nunca salía de la ciudad sin ir acompañada de una sirvienta, y, sobre todo, sin haber pedido permiso. El guardián de la puerta no la había visto pasar. Y el padre no estaba en casa, hallándose una vez más en trance de batirse, con sus hombres, en la llanura del lado de Padua o de Venecia.

Pero poco después, dos religiosas acudieron a llamar a la gran aldaba de hierro forjado. Vestían el hábito blanco y el abrigo negro de las hijas de Santo Domingo. Esa misma mañana, dijeron, cuando salían de la capilla del convento, oyeron llamar a pequeños golpes, a la puerta del convento. Imalda estaba allí, tan menuda, tan frágil... pero, cuando le habían preguntado qué era lo que quería, había respondido con una voz tan firme y decidida, que la Señora Priora no había osado despedirla. Para que esta niña se hubiera atrevido a presentarse sola, en el convento, solicitando quedarse, ¿no era preciso que el Señor mismo la hubiera guiado? La madre dudaba. ¿Qué diría su marido, al volver de las batallas? Con seguridad su cólera sería grande: su única hija, ¡religiosa! Pero ella sabía que el alma de la santita pertenecía a Cristo desde hacía tiempo, y aceptó.

Y así fue como Imalda se convirtió en religiosa dominica a la edad de nueve años. Pronto fue la alegría y el ejemplo de todo el convento. La priora hubiera deseado que durmiera toda la noche, en lugar de levantarse para cantar los oficios, pero cuando la comunidad cruzaba a lo largo de los obscuros corredores y claustros que conducían a la capilla podía verse una menuda silueta deslizándose entre las otras, y cuando comenzaba el cántico de los salmos se distinguía su voz cristalina elevándose por encima de todas. Ella, que había conocido en casa de sus padres todo el esplendor del lujo y todo el confort posible, vivía ahora en una desnuda celda, en la que no había más que un incómodo lecho de pajas, una mesa y una silla y, adosado al muro, un crucifijo formado por dos bastones cruzados. Magnífico ejemplo, del que toda la comunidad estaba maravillada.

Sin embargo, en ciertas ocasiones, las religiosas observan que una especie de tristeza le cubría el rostro. Era a la hora de la salida de misa, cuando todas venían de recibir la Sagrada Comunión, de la que Imalda, a causa de su corta edad, no había podido participar. En el tiempo en que vivió Imalda era preciso tener catorce años para ser admitido a la Santa Mesa, pues no fue sino hasta las sabias disposiciones del Papa San Pio X que se promovió la comunión en la edad más tierna posible, a fin de recibir a Dios en un alma más pura y aprovechar los saludables efectos del Santísimo Sacramento. Y esta imposibilidad de comulgar era lo que desolaba a la joven religiosa.

¡Comulgar! Nadie mejor que ella comprendía lo que esto significa de alegría, felicidad sobrenatural. Nadie mejor que ella adivina los tesoros que el alma adquiere en el instante mismo en que el pequeño disco de pan penetra en la boca, saltando el corazón e gozo por llevar dentro de sí la carne del Señor. A menudo, en sus largas plegarias, Imalda soñaba con el momento en que el mismo Jesús vendría a ella, en que ella poseería en lo más profundo de su ser al Salvador del Mundo, a Dios, a Aquél que tanto amó a los hombres que se quiso dar a ellos. ¿Llegaría ese momento? ¡Ah! ¡Cuáles eran sus ansias! Y la tristeza que a veces se traslucía en su dulce cara no tenía otra causa que el ver a las otras volver de la Santa Mesa, con los ojos bajos, en un magnífico recogimiento; Imalda no podía retener sus lágrimas.

Pero Jesús, que sabe leer el secreto de las almas, había decidido que, para ella, la fecha obligatoria de los catorce años sería milagrosamente avanzada...

El día de la Ascensión, el 12 de mayo de 1333, como todos los años, se celebraba en el convento de Santa María Magdalena, de las religiosas de Santo Domingo, la bella ceremonia de la Primera Comunión. Procedentes de todos los barrios de la ciudad, gran cantidad de niñas de catorce años, vestidas un poco como las desposadas, iban llegando desde primera hora de la mañana, portando grandes ramos de lirios que depositaban ante el altar de la Santa Virgen. Y comenzó la misa.

Desde su puesto en el coro de novicias, con su hábito de sayal blanco, Imalda miraba. Contemplaba a todas aquellas jovencitas que se aprestaban a recibir el cuerpo de Jesús: ¿comprendían acaso lo que iban a realizar? ¿tenían la suficiente certidumbre de que el acontecimiento que iba a producirse tenía para ellas una importancia capital? Las miraba... Algunas quizá no pensaban más que en su hermoso vestido, en el velo de encaje que cubría sus cabellos, tan bien peinados. Y en cambio ella, ¡ay!, ¡cómo hubiera deseado encontrarse entre aquellas blancas siluetas!, ¡con qué corazón hubiera ido a recibir a Aquél que el sacerdote iba a dar a cada una!

Llegó el momento de la comunión. De dos en dos, las jóvenes se acercaron al altar, lentamente, en tanto el coro de religiosas lanzaba hacia la cúpula el más hermoso, el más alegre de los salmos. Pero la pura voz de Imalda, por una vez, no se mezclaba a las otras. Su tristeza había sido más fuerte. Encogida, de rodillas sobre las losas de la capilla, con la cabeza entre las manos, lloraba.

Entonces... un hecho portentoso se produjo, tan tremendamente sorprendente que el coro de religiosas paró de cantar. Un profundo silencio se abatió sobre la iglesia; parecía que todos los asistentes contenían incluso la respiración. Del Santo Copón, del que el sacerdote extraía una tras otra las hostias consagradas para irlas depositando entre los labios de las niñas, una de ellas acababa de escaparse. Había literalmente volado como si una mano invisible la sostuviese, la mano de un ángel quizá, elevándola por los aires. Durante un corto instante se vio flotar la hostia por encima del altar, tomar después la dirección del coro de las religiosas y franquear la reja que lo separaba del resto de la iglesia... Toda la concurrencia siguió la trayectoria de la pequeña señal luminosa, que parecía iba acompañada de un misterioso rayo de luz.

Viendo a la hostia milagrosa avanzar hacia ellas, las monjas se conmovieron. Las unas tenían las manos en su dirección, las otras se dejaban caer al suelo, prosternadas, llenas de temor. Una sola persona, entre los asistentes, no se había movido: la pequeña Imalda, que continuaba arrodillada, rezando y llorando, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Pero, como si hubiera sabido exactamente hacia dónde debía dirigirse, y siempre llevada por una misteriosa mano, la hostia se inmovilizó. A unos veinte centímetros por encima de la frente de la niña, quedó suspendida en el aire y, en el instante en que se detuvo, una luz sobrenatural alumbró a toda aquella parte del coro, que era por cierto muy obscura y la luz procedía de ella; al mismo tiempo un suavísimo aroma se esparció por el aire.

Nadie osó moverse. Nadie sobre todo osó tocar a la santita, que, sumergida en éxtasis, no hacía ningún movimiento. Pero el milagro duraba. Los minutos pasaban y la hostia continuaba igual, entre el cielo y la tierra, visiblemente decidida a designar a la pequeña

forma arrodillada. La priora, por fin, hizo un signo. El sacerdote, que ante el altar se hallaba así mismo estupefacto, considerando la escena, inmóvil, tomó una patena – esa bandejita de oro y plata sobre la que se ponen las hostias – y se acercó. Dócilmente, la hostia del milagro se dejó prender y colocar sobre la patena.

En aquel instante Imalda levantó la cabeza. Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos como si fuese a recibir la Santa Comunión. El sacerdote comprendió y obedeció la orden silenciosa... Dio la comunión a la felicísima niña.

Aquél fue un instante de alegría sin igual en toda la iglesia, de exultación. El coro de religiosas entonó con fervor el más bello de los cantos de gratitud, el Magníficat: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu salta de gozo por Dios, mi Salvador, porque Él ha puesto los ojos en la más humilde de sus criaturas. ¡Ah, qué contenta estoy yo, a quien los hombres llamaron bienaventurada!...".

Sólo Imalda parecía no participar de esa alegría. Había bajado de nuevo la cabeza y parecía profundamente absorbida en su acción de gracias. Nadie veía su cara, ella no hacía ningún movimiento. Ciertamente, pensaban, se halla todavía perdida en su éxtasis, viviendo la hora más bella de su vida; tiene a Cristo en ella, por un milagro sin parangón de ninguna clase... Una sorda inquietud comenzó a pesar sobre la priora; se levantó entonces, atravesó el coro, acercándose a la santita prosternada. La tocó; Imalda no se movió. Dos religiosas, creyendo que se trataba de una indisposición, le levantaron la cabeza. La cabeza cayó y la niña se desplomó entre sus brazos.

Imalda, la milagrosa de la Hostia, estaba muerta. Aquél a quien tanto había deseado poseer la había tomado para siempre. Y en los rasgos de la niña muerta se leía una felicidad que no pertenecía a la tierra, una celestial alegría.

Oración para la protección de niños y bebes:
Santa Imalda protege a (nombre del niño) de todo mal y pecado que le pueda afectar, que por medio de tu luz llegue hasta (repetir Nombre) la salud, la bondad, y la felicidad a su vida para que pueda llegar a Dios puro como Tú, por tu inmensa caridad te lo pido Amén.