miércoles, noviembre 16, 2022

Espiritualidad del Alma Humana

J. M. A. Vacant

El hombre es un compuesto de alma y cuerpo. El alma es espiritual, es decir, que está dotada de entendimiento y de libertad, y por ese concepto independiente, en sí misma, del cuerpo.

Es el alma, sin embargo, en este mundo el principio de nuestra vida orgánica y animal. Tal es la enseñanza de la Iglesia católica respecto a nuestra alma.

Esa enseñanza toca a muchas cuestiones filosóficas y teológicas. No es nuestro ánimo examinarlas aquí todas, y nos concretaremos en el presente artículo a demostrar la espiritualidad del alma contra los materialistas.

Las pruebas de que la misma alma espiritual e inmortal es el principio de la vida del cuerpo, se encontrarán en el artículo acerca del principio vital.

Según la filosofía de Santo Tomás de Aquino, el alma es una sola, pero dotada de tres clases de potencias; es a saber: potencias vegetativas puramente orgánicas, merced a las cuales se realizan en nosotros las funciones propias de las plantas; potencias sensitivas, merced a las cuales se realizan en nosotros las funciones peculiares a los animales, y especialmente el conocimiento sensitivo de los objetos materiales, las inclinaciones indeliberadas que nos impulsan hacia dichos objetos; y finalmente, facultades intelectuales que nos son propias: el entendimiento y el libre arbitrio. Los actos de las facultades intelectuales son operaciones producidas únicamente por el alma y que no puede producirlas el cuerpo; y así, el alma continúa viviendo y produciendo actos espirituales después de muerto el cuerpo. En cuanto a las funciones de la vida orgánica y de la sensitiva, son comunes al cuerpo y al alma, y cesan, por lo tanto, de efectuarse desde el momento en [1137] que la muerte separa al cuerpo del alma.

Según la filosofía del mismo angélico Doctor, como la materia inorgánica es incapaz de ejercer las funciones de la vida vegetal, ni de la sensitiva, preciso es que vegetales y animales estén constituidos de otra suerte que la materia bruta; hay, por lo tanto, en ellos un principio constitutivo en virtud del cual la materia que los compone es organizada y viviente. Ese principio es simple, es decir, indivisible y único, coincidiendo en eso con el alma humana; pero como dicho principio no posee ni entendimiento, ni libertad, ni potencia alguna superior a las que se ejercen en la materia y por la materia, desaparece en el momento en que la planta o el animal cesan de existir, porque no es otra cosa que el principio que los hace vivir, vegetar y sentir.

Nada queda, pues, de las operaciones de ese principio ni de su esencia desde que la vida de ellos y su facultad de sentir y de alimentarse desaparecen por la muerte. Por lo demás, dicho principio no puede existir sino en la materia que él organiza, porque es el principio mismo que hace que la materia se organice. (Véase el artículo Principio vital.)

La filosofía de Santo Tomás de Aquino, que aquí hemos resumido a grandes rasgos, no concuerda con aquella opinión que considera a los animales como meras máquinas, privadas de verdadero conocimiento.

Está asimismo en oposición con aquellas teorías que hacen radicar las sensaciones, no en el cuerpo vivo por su cualidad de tal, sino en un principio inmaterial que gobernaría el cuerpo como rige un jinete su caballo, y que, dotado de operaciones propias y exclusivas, sobreviviría, aun en los animales irracionales, a los cuerpos que perecen, o habría de ser aniquilado por un acto positivo de Dios...

No nos corresponde examinar cuál de estas doctrinas es la más fundada; cuestión es cuyo debate dejamos a los filósofos en todo aquello que no toca al principio de la vida de que trataremos en el artículo sobre el principio vital; pero para demostrar de una manera terminante la espiritualidad del alma [1138] humana contra los materialistas, necesario es exponer nuestras pruebas con arreglo a una u otra de esas opiniones. Más sencilla y fácil hubiera sido nuestra demostración caso de haber seguido la doctrina opuesta a la de Santo Tomás; pero prefiriendo la verdad a la mayor facilidad de nuestra tarea apologética, seguiremos, por el contrario, la doctrina del Doctor angélico. Porque ella sola nos parece, en efecto, armonizarse con los datos de la sana Filosofía y de la Fisiología, y concuerda además mejor que la opinión contraria con el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia (Véase el artículo Santo Tomás de Aquino.) Lo que sí debemos prevenir al lector, es que en esta doctrina la prueba que se toma de las sensaciones y de la simplicidad del alma no tiene el valor que le conceden los filósofos que se arriman a la manera de pensar de Descartes.

No tenemos que demostrar la existencia de un principio de donde proceden nuestros pensamientos. Puesto que existen ellos, existe también ese principio (Véase el artículo Alma); pero la cuestión es saber si ese principio es diferente de la materia de que está formado nuestro cuerpo. Si, en efecto, ese principio es diferente, nuestra alma es diferente y tiene una existencia independiente de la del cuerpo, toda vez que ese principio de nuestros pensamientos es lo que llamamos el alma. Debemos, pues, probar aquí que ese principio es independiente del cuerpo durante esta vida, y en el artículo Inmortalidad se verá que le sobrevive después de la muerte.

Llamamos, pues, espiritual a lo que de suyo es independiente del cuerpo y no está sujeto a ningún órgano corporal. Cuando decimos que el alma es espiritual, entendemos, no sólo que es esencialmente simple en sí misma, sino también que vive y ejercita su actividad con operaciones que no radican en órgano corporal ninguno. Esas operaciones no son sensitivas aunque se realicen con el auxilio de los sentidos; son operaciones intelectuales a las cuales los datos de los sentidos pueden suministrar materia, pero que se producen aparte de todo órgano material.

Para probar la espiritualidad del [1139] alma es, pues, necesario demostrar:

1º Que es una substancia idéntica a sí misma en medio de la movilidad y variación de los fenómenos que en ella se verifican.
2º Que es en sí misma un ser simple, y no un compuesto de partes extensas yuxtapuestas.
3º Que es un espíritu independiente en su vida intelectual de órgano corpóreo alguno, y no un simple principio vital ligado a la materia como el alma de los brutos.

Así vamos a hacerlo en tres párrafos sucesivos, insistiendo sobre el último enunciado, que es el punto capital.

§ I. El alma es una substancia que permanece idéntica a sí misma en medio de los fenómenos variables que en ella se verifican.

No es necesario para esto buscar más prueba que el testimonio de la propia conciencia y la imposibilidad de darnos cuenta de lo que nos pasa si se rehusase admitir la identidad personal de cada uno de nosotros. El alma es, en efecto, el principio de nuestros pensamientos y de nuestras voliciones; ahora bien: nosotros sentimos que ese principio es siempre el mismo en nosotros, cualquiera que sea la variedad de nuestros pensamientos y resoluciones; pues por muy allá que retrotraigamos nuestros recuerdos, tiene cada cual conciencia hasta su muerte de ser él mismo quien pensaba en el tiempo a que se refieren sus recuerdos y quien piensa aun hoy día. Esta identidad personal se manifiesta bien claramente, dice M. Janet (El Materialismo contemporáneo, cap. VII), en tres hechos principales: el pensamiento, la memoria y la responsabilidad. –El más sencillo hecho de nuestro pensamiento supone que el sujeto pensante permanece idéntico en dos momentos diferentes. Todo pensamiento es sucesivo; lo cual, si no se nos concede respecto al juicio, se nos concederá respecto al razonamiento; y si no se nos concede respecto al razonamiento en su forma más sencilla, se nos concederá respecto a la demostración, que consta de varios razonamientos. Hay que admitir de evidencia que es el mismo espíritu el que pasa [1140] por todos los momentos de una demostración. Supongamos si no tres sujetos, de los cuales el uno piense la premisa mayor, el otro la premisa menor, y el tercero la consecuencia. ¿Resultará, por ventura, una demostración común? No, ciertamente; se necesita que los tres elementos formen un conjunto en un mismo espíritu. –La memoria nos traerá a esa misma conclusión. No me acuerdo sino de mí mismo, ha dicho muy bien Royer Collard; las cosas exteriores, las demás personas no entran en mi memoria sino a condición de que hayan ya pasado antes por mi conocimiento; de este conocimiento es de lo que me acuerdo, y no de la cosa misma. No podría, pues, acordarme de lo que un sujeto diferente de mí ha hecho, dicho o pensado: la memoria supone una ilación continua entre el yo de lo pasado y el yo de lo presente. –Nadie, por último, es responsable sino de sí mismo; y si lo es de otros, será a proporción de lo que haya podido obrar respecto a ellos o por ellos. ¿Cómo podría yo responder de lo que otro ha hecho antes que yo naciese? Así, pues, pensamiento, memoria, responsabilidad, son otros tantos manifiestos testigos de nuestra identidad.

§ II. El alma es en sí misma un ser simple y único, no un compuesto de elementos corpóreos y extensos que puedan separarse los unos de los otros, y es, por consiguiente, esencialmente distinta de la materia del cuerpo que ella misma anima.

Indicaremos por de pronto algunas de las pruebas de esta simplicidad, y responderemos después a las principales objeciones que los materialistas oponen.

1º Pruebas.

Prueba primera: Contraste entre la constante transformación del cuerpo organizado y la permanencia del yo pensante. «En los cuerpos vivos, dice Cuvier, ninguna molécula permanece de asiento; todas entran y salen sucesivamente; la vida es un continuo torbellino, cuya dirección, con ser tan complicada, se conserva constante, como también la especie de moléculas puestas en juego; mas no así las mismas [1141] moléculas individuales. Al contrario, la materia actual del cuerpo viviente dejará bien pronto de estar allí, y es, sin embargo, depositaria de la fuerza que ha de obligar a la materia venidera a marchar en el mismo sentido en que ella marchaba.» Ninguno de los elementos que entran en nuestra substancia corporal dura en ella más de siete u ocho años; si nuestro cuerpo, pues, continúa con su misma individualidad, lo debe tan sólo al principio que le hace vivir. Ese principio es el alma. (Véanse los artículos Alma y Principio vital.)

Además de que, aun rechazando este aserto, habría siempre de admitirse que el alma que piensa es esencialmente distinta de los elementos corpóreos que constituyen nuestro cuerpo, pues todos esos elementos desaparecen arrastrados por el torbellino vital, mientras que la conciencia nos afirma, según arriba hemos demostrado (§ 1º), la constante identidad del principio de nuestro pensamiento.

Y no se nos diga que la identidad del yo pensante se explicaría por razón de que los elementos corporales que se suceden se parecen y producen constantemente los mismos efectos, como un raudal que brota produce siempre el mismo murmullo y toma constantemente la misma forma; porque si cabe aplicar con alguna apariencia de razón esa explicación al principio vital de las plantas o de los animales, no así al hombre, pues que la conciencia nos afirma, no ya meramente que tenemos siempre las mismas disposiciones y los mismos pensamientos (que antes, por el contrario, nos afirma frecuentemente que esas disposiciones y esos pensamientos han cambiado), sino que somos siempre nosotros la misma persona.

Prueba segunda: Diferencia absoluta que separa los fenómenos de conciencia y los fenómenos químicos, físicos y mecánicos. No hablamos ahora de la oposición que distingue los fenómenos de la vida sensitiva de los actos de inteligencia propios solamente del hombre, pues que en otro lugar mostramos que los caracteres especiales de estos últimos prueban la espiritualidad del alma humana. Aquí nos [1142] concretamos a la simplicidad, y los fenómenos de la vida sensitiva suponen también un principio simple. (Véase el artículo Principio vital.)

No es necesario que nos detengamos a hacer resaltar que los fenómenos de conciencia y los fenómenos del orden físico son absolutamente irreductibles los unos a los otros, y que nada tienen de común entre sí. Nadie hay que, por poco que lo reflexione, deje de hacerse cargo de ello. No hay duda que nosotros percibimos estos fenómenos; pero ¡qué diferencia entre el acto consciente por el cual los percibimos, y esos fenómenos en sí mismos! Estoy sentado a la orilla del mar, y contemplo las rugientes olas del Océano, que, agitándose en el espacio, se levantan, se empujan unas a otras y tornan a caer con estruendo al peso de su abrumadora masa. Si vuelvo luego la atención hacia mí mismo para analizar el conocimiento que tengo de aquel grandioso espectáculo, no hallo ni olas, ni movimientos, ni peso, ni masas sonantes, ni elementos diversos; mi conocimiento es de otra índole en todo diferente; no obstante la diversidad de su objeto, reviste siempre en él un mismo carácter, y difiere absolutamente de aquellos fenómenos exteriores. Dicho conocimiento no tiene, en efecto, ni peso, ni extensión, ni calor, ni sonido, ni color, ni movimiento en el espacio. No tan sólo no tiene esas cualidades que se encuentran en los cuerpos todos, sino que, ora dicho conocimiento verse sobre objetos corporales, ora se emplee mi pensamiento en seres incorpóreos, como la gloria o la virtud, veo siempre claramente que no puede revestir las expresadas cualidades.

Así, pues, toda vez que los caracteres del conocimiento y del pensamiento no pueden ajustarse a los de los fenómenos del mundo físico, es necesario, por lo tanto, admitir que son de un orden completamente diferente. El principio en cuya virtud conocemos no es, pues, un cuerpo extenso y divisible, como los cuerpos donde radican los fenómenos puramente materiales: es un principio simple.

Los órganos de los sentidos, los ojos, los oídos, tienen, sin duda, su parte en nuestro conocimiento del mundo [1143] exterior; pero las sensaciones que nos revelan el mundo exterior no podrían producirse en nosotros por la sola acción de las fuerzas físicas, químicas o mecánicas puestas en juego en dichos órganos, y no se explican sino en cuanto existe fuera de las fuerzas químicas, físicas o mecánicas, y por encima de ellas un principio simple que obra en esos órganos, que ve y oye por ellos. (Véase el artículo Principio vital. 1º Mecanicistas.)

Prueba tercera: Necesidad de un principio único y simple para explicar la unidad del pensamiento. Para formar un juicio me es necesario comparar las dos ideas que me suministran el sujeto y el predicado de la proposición con que se expresa dicho juicio; de modo que para afirmar que Dios es bueno requiérese que yo conciba una relación entre la noción de Dios y la de bondad. Para hacer un raciocinio me es necesario comparar entre sí los dos juicios que concurren a formarlo. Y para hacer una demostración algo larga, preciso es que conciba la trabazón y relación de todos los juicios y raciocinios en que se apoya. Pero ¿podría yo conocer, por ventura, esas relaciones y esa trabazón si el principio que conoce el sujeto de la proposición no fuese el mismo que el que conoce el predicado? ¿Cómo pudiera yo deducir tales o cuáles consecuencias de un raciocinio o de una demostración, si el principio que afirma la mayor no fuese el mismo que afirma la menor, y si todos los raciocinios que entran en la demostración no los hiciese un mismo principio? No puede, pues, ser múltiple ni formado de partes exteriores unas a otras el principio que piensa, juzga y razona en mí. El discurso nos demuestra así lo que la conciencia nos ha afirmado en nuestra primera prueba: que ese principio es uno, simple e idéntico en todos nuestros actos de conocer. Ese principio es lo que decimos el yo, y él es quien percibe nuestras sensaciones y las compara, él quien piensa y quiere. Ese principio no puede ser la materia que forma nuestro cuerpo o uno de sus órganos, porque la materia es esencialmente compuesta de partes yuxtapuestas y exteriores las unas a las otras. No puede ser tampoco alguna de las fuerzas [1144] físicas o químicas que hay en dicha materia, porque esas fuerzas radican en la materia y se dividen entre las diversas partes de la materia. Ni la materia ni las fuerzas materiales pueden, pues, desempeñar las funciones que el principio pensante ejerce en nosotros, y, por consiguiente, ese principio no puede ser la materia ni ninguna fuerza física o química; es, pues, un principio distinto de la materia que forma nuestro cuerpo.

2º Objeciones.

A tres principales pueden reducirse.

Objeción primera, sacada de las relaciones del cerebro con el pensamiento. –Donde quiera que falta el cerebro, se nos dice, no hay pensamiento, y donde quiera que se encuentra el cerebro, allí se halla también el conocimiento, al menos en cierto modo; y, por último, el desarrollo del conocimiento y el del cerebro están siempre en proporción; lo que afecta al uno afecta al otro. La especie, la edad, la enfermedad, el sexo, tiene a la vez sobre el cerebro y sobre la facultad de conocer una influencia completamente parecida. La inteligencia y la imaginación obran sobre el organismo, sirviendo de intermedios el cerebro y los nervios, como el organismo obra a su vez sobre la imaginación y el pensamiento mediante el sistema nervioso y el cerebro. Ahora bien; según el método baconiano, cuando una circunstancia produce un efecto por su presencia, lo suprime por su ausencia o lo modifica por sus cambios, puede dicha circunstancia considerarse como la verdadera causa de tal efecto. El cerebro reúne esas tres condiciones con relación al pensamiento, y es, por lo tanto, la causa del pensamiento; y como el pensamiento radica también allí donde está su causa, resulta que el pensamiento radica en el cerebro.

Tal es la objeción.

Respuesta. –Que en los seres corporales haya sensación, y conocimiento allí tan sólo donde se halla un cerebro o ganglios nerviosos, y que recíprocamente do quiera que se halle un sistema nervioso haya sensaciones, a lo menos rudimentarias, no lo pondremos en cuestión. Prueba eso que las [1145] sensaciones necesitan del sistema nervioso para producirse. Pero que la perfección del conocimiento esté ligada a la perfección del cerebro, punto es que no ha sido hasta ahora demostrado; porque no se sabe aún en qué consiste la perfección del cerebro, ni a qué cualidad del cerebro se relacionaría la perfección del conocimiento. «Unos, dice M. Janet (El materialismo contemporáneo), señalan el volumen, otros la composición química, otros, en fin, una cierta acción dinámica invisible, fácil siempre de suponer... El estado del cerebro en la locura es uno de los más terribles escollos de la anatomía patológica. Unos encuentran algo, mientras que otros nada, absolutamente nada encuentran.» Y, por último, según ciertos autores, sobre todo los materialistas evolucionistas, muy poca diferencia hay entre el cerebro del hombre y el del mono; y, sin embargo, entre la inteligencia del hombre y el conocimiento de los animales media un abismo, según más adelante demostraremos. Así, pues, por más que sólo en seres provistos de un sistema nervioso se den las sensaciones, no se puede mirar la relación proporcional del cerebro con el pensamiento como un punto científicamente probado. La experiencia demuestra, por el contrario, que, al menos respecto al hombre y al animal, la diferencia de los cerebros no es tanta como lo exigiría la diferencia en la facultad de conocer si fuese cierta la ley que se nos propone.

De modo que los hechos que se nos objetan muestran únicamente, que el cerebro y los nervios a él relacionados tienen su parte en nuestras sensaciones y conocimientos meramente sensitivos. Mas en eso nada hay contrario a la doctrina de Santo Tomás, a la cual nos hemos adherido. Antes bien esa doctrina admite que la materia de los órganos concurre con las facultades sensitivas del animal a producir la sensación y sus diversas transformaciones. ¿Síguese de ahí que las sensaciones sean debidas a las fuerzas físicas, químicas y mecánicas del cerebro? Nada de eso, porque hemos demostrado que esas sensaciones suponen un principio simple y único, que es precisamente el principio de la vida animal. [1146]

Por lo que toca a la inteligencia, privilegio exclusivo del hombre y que no la hay en los animales, se ejercita con el auxilio de los datos suministrados y elaborados por los sentidos: así lo enseña también Santo Tomás. Síguese de aquí que las funciones del cerebro forman parte de las condiciones requeridas para el ejercicio de nuestra inteligencia, y que las lesiones del cerebro pueden ocasionar desarreglos mentales, mas no que el cerebro sea la causa de la inteligencia ni que la inteligencia radique en el cerebro. Y con efecto, demostramos más adelante que la inteligencia exige una facultad absolutamente inmaterial.

Objeción segunda, sacada de las relaciones del conocimiento con los cambios químicos del organismo. –Se admite hoy la equivalencia de las fuerzas físicas empleadas para obtener un fenómeno corporal y de las que con ese fenómeno se producen. La variedad de los fenómenos del mundo material resultaría también de una transformación constante de las fuerzas puestas en juego en el universo. Herbert Spencer (Primeros principios) ha querido extender esa ley a los fenómenos del conocimiento. Según él, la actividad mental sería el equivalente exacto de la oxidación del cerebro. «Los modos de conciencia, llamados presión, movimiento muscular, sensación de sonido, de luz y de calor, dice, son producidos en nosotros por fuerzas que, si se gastasen de otra manera, quebrantarían en fragmentos o reducirían a polvo pedazos de materia, engendrarían vibraciones en los objetos de alrededor, obrarían combinaciones químicas o harían pasar ciertas substancias del estado sólido al líquido... Igualado todo, lo que yo llamo cantidad de conciencia está determinado por los elementos constitutivos de la sangre... La cantidad de acción mental guarda relación con la oxidación del fósforo que entra en la composición de la substancia del cerebro.» De tales datos el materialismo saca por conclusión que el pensamiento no es más que una secreción del cerebro.

Respuesta. –La que hemos dado al resolver la objeción que hemos examinado en primer lugar, nos muestra [1147] que los fenómenos propiamente intelectuales no radican en el cerebro.

En cuanto a nuestras sensaciones, que se efectúan con los órganos materiales, ¿está demostrado que sean producto de las solas fuerzas físicas puestas en juego en dichos órganos? De ningún modo. Admitamos, en efecto, que el cerebro gasta una cierta cantidad de fuerzas físicas y químicas al ejercitar la visión, la audición y las otras sensaciones; no por eso se deducirá que esas fuerzas son la sensación misma, sino únicamente que hay que gastarlas para que la sensación se produzca. La ley de la equivalencia de las fuerzas que se transforman en los diversos fenómenos del mundo material, se aplica a las fuerzas físicas; pero las sensaciones y sus transformaciones por la imaginación no son fuerzas físicas; son, como dejamos dicho, estados psíquicos absolutamente irreductibles a las fuerzas físicas.

La teoría de Spencer no prueba, pues, que las sensaciones sean una secreción del cerebro; ¡Cuánto menos alcanzará a demostrarnos que los actos intelectuales, a los cuales es ajeno el cerebro, puedan ser una secreción de dicho órgano!

Objeción tercera, sacada de los actos reflejos inconscientes y de los llamados fenómenos de doble personalidad. –«Córtese por completo transversalmente la medula espinal de una rana detrás de los miembros anteriores, dice Perrier (Anatomía y fisiología animales): conservarán dichos miembros toda su actividad, el animal los retirará si le tocáis ligeramente; los empleará para arrastrarse y procurar huir si lo asustáis; los miembros posteriores quedarán, por el contrario, completamente inmóviles, y ningún uso hará de ellos la rana. Pero pellizcad fuertemente esos miembros, y los veréis contraerse vivamente sin que los de adelante hagan movimiento... En vez de pellizcar la pata de la rana, dejémosle caer encima una gota de cualquier ácido enérgico, el sulfúrico, por ejemplo y veremos que la rana comienza a agitar su pala como si quisiera sacudirse del ácido; no lográndolo, aproximará, a pesar del corte de la medula, la otra pata a la gota de ácido y procurará [1148] echarla fuera por ese nuevo medio, que no dejará de dar resultado.»

Llámense tales actos actos reflejos porque obedecen a la medula que está separada del cerebro y no son imperados por el animal mismo.

La parte delantera de la rana que obedece a las incitaciones del cerebro no da en efecto, señal alguna de dolor o de susto; permanece completamente inmóvil, en tanto que las patas de atrás ejecutan todos esos movimientos.

Estos actos se producen, no solamente respecto a las funciones que son absolutamente instintivas, y en las cuales no tiene parte el hábito, sino también respecto a las que resultan de una costumbre o un amaestramiento. El pianista que toca una pieza, el hombre que habla una lengua difícil de pronunciar, el que traza complicados caracteres, no llegan a la rapidez de ejecución que les vemos, sino merced a los movimientos reflejos que en su organismo se coordinan. Ahora, pues, ¿no parece resultar de esos fenómenos que el principio que conoce y manda nuestras acciones no es simple, sino múltiple, como los centros nerviosos que producen esos diversos movimientos reflejos independientemente del cerebro?

Por otra parte, el hipnotismo (véase ese vocablo) ha contribuido a poner de relieve la independencia de diversos actos que miramos como producidos por el alma misma. La sugestión hipnótica suprime, en efecto, una parte de las sensaciones que en estado normal experimentaría el hipnotizado. Le despoja esa sugestión de una parte de las facultades que él ha adquirido por el ejercicio, de la facultad de andar y de la de pronunciar determinada vocal, y hasta logra ponerle triste en cuanto a la mitad del cuerpo que corresponde a un lado, mientras que la otra mitad, por el lado opuesto, expresa la más viva alegría.

Y por fin, dicen los adversarios, los estados de conciencia de una misma persona pueden disociarse; teniendo de consiguiente dicha persona dos existencias alternativas que parecerán no tener entre sí relación alguna, o bien podrá aún atribuir a otra persona una parte de los actos que en ella se [1149] efectúan, y que de hallarse en su estado normal miraría como suyos.

Según lo cual, esa disociación accidental que nosotros atribuimos ordinariamente a un principio único, el yo, ¿no prueba que ese principio no tiene la simplicidad y unidad que nosotros creemos? ¿No prueba que el sistema nervioso con sus numerosas ramificaciones es el que siente, piensa y quiere en nosotros?

Respuesta. –No hemos dicho que la acción de los diversos centros nerviosos no sea condición de las sensaciones o de los actos de que tenemos conciencia; lo que hemos únicamente sostenido, es que todas nuestras sensaciones tienen por causa un principio único y simple que anima todo nuestro organismo. Ese principio anima todos los centros nerviosos donde residen los movimientos reflejos, lo mismo que anima nuestro cerebro. Por lo cual, cuando, a consecuencia de una lesión de los nervios que unen los centros al cerebro, dicho principio no dispone ya de los medios destinados a coordinar su acción sobre aquellos centros y las influencias de los mismos en él, no se halla ya en situación de ejercitar su dominio ni de experimentar las mismas sensaciones que antes. No hay, pues, derecho a decir que ese principio es múltiple porque en semejante estado no sean coordinados los fenómenos que produce.

La objeción que se nos hace sería más grave si se pudiese demostrar que en tales casos de vivisección o de sonambulismo y de hipnotismo, las sensaciones o las alucinaciones radican en varios centros diferentes respecto al hombre o a los animales que en cierto modo se le asemejan; pero eso es lo que no se demuestra.

No se demuestra que en la rana cuya medula se ha cortado haya desde aquel instante dos seres que padecen. Los movimientos que se verifican en los miembros posteriores son, en efecto, inconscientes y automáticos, como los que se producen en la digestión y en otros fenómenos de la vida animal; y si se coordinan entre sí, es en virtud del amaestramiento que de antes tienen recibido.

Los hipnotizados en quienes por un [1150] lado se ve la expresión de la alegría y por el otro la de la tristeza, pueden imaginar que están alegres del lado derecho y tristes del izquierdo, y obrar en conformidad a eso; pero es el mismo ser quien piensa hallarse a la par triste y alegre. Muchos sueños formamos cuyos elementos no son menos incoherentes, y que, sin embargo, a un solo y mismo yo corresponden.

Tocante a eso de que los hipnotizados a quienes así se les sugiere se crean incapaces de pronunciar una vocal dada o de andar, y obren de conformidad con esa creencia, podrán unos atribuirlo a una alucinación y otros a una acción física sobre el sistema nervioso; pero poco importa que se escoja una u otra hipótesis, porque en ambas se reduce este caso a los que acabamos de explicar.

Se nos opone también la objeción de sonámbulos que se dice tienen dos vidas alternativas, de otros que se atribuyen una parte de sus actos, y los restantes los atribuyen a otra persona; pero qué, ¿no sucede a veces a los mendigos soñar que son príncipes? ¿No sucede también de cuando en cuando imaginar uno que sostiene conversación con sus amigos cuando está hablando interiormente, y es él tan sólo quien hace todo el gasto de la plática? Son alucinaciones en que nos engañamos a nosotros mismos, y en las cuales un solo y único individuo hace todo lo que atribuye a diversas personas. Esta objeción tercera no prueba, pues, tampoco nada contra nuestra tesis.

Concluyamos, pues, de lo expuesto que el alma que siente y piensa es en sí un ser simple y único, y que es esencialmente distinta de la materia del cuerpo animado por esa misma alma.

§ III. Nuestra alma es un espíritu independiente en su vida intelectual de todo órgano corpóreo, y no un mero principio vital ligado a la materia, como el alma de los brutos.

Nuestra alma tiene todas las potencias sensitivas que posee el alma de los animales, y las ejercita por los órganos del cuerpo; pero está además dotada de facultades intelectuales que los animales no tienen; estas facultades superiores [1151] las ejerce por sí sola, y no por medio de órgano alguno material y esto es lo que significamos al llamarla espiritual. Para demostrar esa espiritualidad vamos a indicar en qué la inteligencia y voluntad difieren de las potencias sensitivas de los animales irracionales, y probaremos después que esa inteligencia y esa voluntad no se ejercen por medio de los órganos corporales.

1. Del alma del hombre y de los brutos.

I. Diferencias fundamentales sacadas del campo ilimitado y universal de nuestros conceptos y juicios.

–Lo que distingue el conocimiento intelectual del hombre del conocimiento de los animales, es que éstos no conocen sino los objetos y relaciones particulares que perciben en el mundo de los cuerpos, mientras que el hombre concibe objetos que los cuerpos no le presentan y afirma relaciones que no le muestra la experiencia. De aquí dos diferencias fundamentales entre el hombre y el animal.

1ª El animal tiene sentidos y una memoria y una imaginación; pero de tal índole, que le proporcionan sólo datos corpóreos, concretos y particulares, compuestos de elementos que toma del mundo exterior. Por su imaginación se representa sonidos tales como los ha oído, colores tales como los ha visto, sabores tales como los ha gustado, y nada más. El hombre tiene representaciones sensibles por el mismo estilo; pero lo que le pone incomparablemente por encima del animal es el concebir seres inmateriales, el concebir la esencia abstracta y universal de los seres corpóreos. Tiene la idea de Dios, de los ángeles, de la virtud, es decir, de seres que nada tienen de material, ni extensión, ni color, ni sonido, ni sabor. Tiene la idea de los cuerpos en general, la de la esencia de las plantas, es, a saber: de aquello que es común a todas las plantas. Pues bien; esos conceptos universales difieren de las representaciones concretas que del mundo exterior han tomado los sentidos. Porque el mundo exterior encierra, en efecto, cuerpos particulares, plantas diversas,» pero no nos muestra ser alguno que sea un cuerpo en general o la esencia de las plantas. Los conceptos universales y abstractos no pueden, pues, ser percibidos por los sentidos. Y puesto que percibimos dichos conceptos, necesariamente resulta que tiene que ser por una facultad superior a los sentidos, la inteligencia; estamos, pues, dotados de inteligencia. –Por otra parte, el animal no conoce ningún ser espiritual, no forma ningún concepto universal. Carece, pues, de la inteligencia que nosotros tenemos.

2ª El hombre forma juicios absolutos y universales en que afirma relaciones que no le ha demostrado la experiencia. Tales son los primeros principios, como el de que todo hecho contingente alguna causa habrá de tener. Tales también las aplicaciones de ellos, como, por ejemplo, que un círculo no podrá ser cuadrado; que todo hombre es un compuesto de alma y cuerpo. En virtud de tales principios universales y absolutos, raciocinamos y sacamos consecuencias cuya necesidad vemos y afirmamos. Le Verrier demostró por sus cálculos la existencia de un planeta más, que nadie había nunca visto.

El animal no percibe entre los seres más relaciones que las que la experiencia le ha mostrado o las que le revela un instinto en el cual ninguna parte tiene el razonamiento. Su memoria se las recuerda tales como se han presentado, y hace que el animal espere se reproduzcan de nuevo esas mismas relaciones. Como sus experiencias son múltiples, agrúpense entre sí según las leyes de la Asociación (Véase el artículo Asociacionismo), pero es un agrupamiento puramente mecánico en que el raciocinio propiamente dicho no tiene parte; porque si los datos suministrados por los sentidos se combinan en la imaginación y la memoria del animal, es tan sólo conforme a su semejanza concreta y según el orden en que se presentaron. Si a un perro le pegaron con un palo, la vista de dicho palo le asustará, pero no sospechará que un látigo puede servir para lo mismo hasta tanto que lo haya probado. Una gallina acostumbrada a entrar en su gallinero por un estrecho ventanillo, entraría siempre por allí aun en el caso de que se abra una ancha puerta al gallinero por el lado opuesto. Ciérrese dicho ventanillo, y observemos a la gallina cuando llegue la hora de recocerse. ¿Qué va a hacer? Vedla allí dando muestras de grandísima turbación; pero hasta tanto que la casualidad, el ejemplo de las otras gallinas o vuestro auxilio no la guíen, no pensará en ir a entrar por la puerta. Y es que obra en virtud de un hábito puramente maquinal.

Citemos dos casos en que ese carácter del conocimiento animal se muestra muy a las claras.

Los tomamos de M. Joly (El hombre y el animal, págs. 210 y 214), quien a su vez los había tomado de Max Muller y de M. de Cherville: «Trabábase un sollo todos los pescaditos que echaban en su aquarium: se le separó de sus víctimas poniendo un cristal a guisa de tabique, de modo que no podía ya pillarlos aunque no dejaba de verlos. Todas las veces que los acometía magullábase las aballas contra el vidrio, y a veces con tal ímpetu que se quedaba luego echado de espalda como muerto. Volvía, sin embargo, a levantarse y continuar en sus embestidas; pero éstas fueron haciéndose cada vez más raras, y al cabo de tres meses cesó por fin en ellas del todo. Llegado a esto... se le dejó encerrado y solitario durante seis meses. Al fin de seis meses se quitó el cristal intermedio, y quedó el sollo en libertad de circular entre los otros pescados. Eran aquellos mismos que había deseado en vano y que se había cansado de desear. Ahora bien; algunas veces se dirigió hacia ellos; pero aunque ya ningún obstáculo le separaba de ellos, ni a uno solo tocó ya nunca, sino que se paraba siempre respetuosamente así como a distancia de una pulgada, y se contentaba con participar, como sus compañeros, de la comida que les ponían en el aquarium. Cuando se echaba algún pez forastero, el sollo se lo tragaba sin vacilar. Al cabo de unas cuarenta comidas hubo que retirarlo del aquarium a causa de su crecido tamaño.»

Hase observado que los perros son muy frioleros, observación que sirve de punto de partida a la segunda experiencia que vamos a referir. «Grande admirador de la inteligencia canina, dice M. de Cherville (Le Temps del 11 de Enero de 1875), he querido ver hasta [1154] dónde podía llegar por la atracción de sus imperiosos apetitos de calórico... Tenía yo un perro barbudo, al cual, como decirse suele, no le faltaba sino hablar, y por añadidura partidario acérrimo de estarse al amor de la lumbre. En diversas ocasiones, y escogiendo siempre los días más fríos, dispuse en el hogar una lamparilla al alcance de un buen montón de virutas. Bastaba con acercar una de aquellas astillitas a la lamparilla para que surgiese una de aquellas alegres llamaradas que a mi perro tanto le gustaban. Púseme a observarle; vino, como de costumbre, a sentarse sobre la cola ante el hogar, y allí se estuvo algunos minutos tiritando contemplando melancólicamente aquella lucecilla que tan poco calor daba, y después fue a echarse en un rincón. Al cabo de algunos instantes volvió a su primer puesto, graduando más su actitud de pesar. La idea de empujar una de aquellas astillitas no surgió en su cerebro, por más que, a fin de facilitarle el camino, le demostrase yo varias veces, tomándole la pata, el brillante resultado que podría él obtener con uno de sus movimientos... No dudo, sin embargo, añade el citado observador, que se pueda amaestrar un perro a encender mecánicamente el fuego, como se le adiestra a toda clase de habilidades; mas eso no invalidaría nuestras conclusiones, las cuales son que todo acto complejo está absolutamente fuera del alcance de la inteligencia animal.»

Estos ejemplos muestran bien cómo todos los conocimientos del animal se encierran en el estrecho círculo de sus experiencias sensibles: son conocimientos completamente particulares y empíricos. El dominio de la inteligencia humana es, por el contrario, ilimitado; de la vista del mundo sensible nos elevamos a conceptos generales y a juicios universales y absolutos.

Nacen de aquí otras muchas diferencias entre el hombre y el animal.

II. Otras diferencias entre el hombre y el animal, originadas de esas dos diferencias fundamentales.

1ª El hombre, que puede elevarse sobre los fenómenos particulares que se le presentan, puede también, por lo tanto, volver con el pensamiento sobre [1155] ellos; los examina, los analiza, llega a conocer la actividad y las leyes de los mismos; es, en una palabra, capaz de reflexión. El animal ve, oye, se acuerda; pero le es imposible replegarse sobre sí mismo para estudiar la naturaleza del acto con que ve, de la potencia con que se acuerda.

2ª El hombre aprecia los bienes que le solicitan a obrar; puede, por lo tanto, resistir o ceder al impulso de éstos; es libre (véase el artículo Libre arbitrio), tiene conciencia de lo que moralmente está bien o está mal, tiene el sentimiento de su responsabilidad, afirma la justicia de las recompensas que se conceden a los actos de virtud y de las penas que deben imponerse a las acciones culpables. El animal obra sin libertad porque es arrastrado necesariamente por los bienes que a sus sentidos o a su imaginación se presentan. Si titubea alguna vez en sus actos, es porque se entabla en él una lucha de impresiones opuestas; pero no es él quien decide el éxito de la lucha; simple espectador del combate, seguirá, no cabe duda, la impresión más fuerte, porque ésta es la que triunfará necesariamente. En el animal no hay, pues, mérito ni demérito, ni tiene tampoco sentimiento alguno del deber. Son sus ciegos instintos los que le mueven en lo que nos parece bien; y cuando el perro salva la vida de su amo, a esos instintos necesariamente obedece, como a ellos obedece también al devorar unos pollos que trataba de criar su amo.

3ª Nosotros nos damos cuenta de los fenómenos del mundo exterior; el animal recibe la impresión de ellos sin comprenderlos. Viendo de qué causas resultan los fenómenos del mundo, y pudiendo decidirnos libremente y a nuestro talante en nuestras resoluciones, utilizamos con toda clase de inventos las leyes del mundo y los recursos que en nosotros mismos encontramos, y eso es lo que nos da tan grande superioridad sobre los animales más fuertes y mejor dotados, eso lo que da también origen a las maravillas de nuestra industria. Eso igualmente es lo que ha traído los diversos miembros de la humanidad a adunar sus recursos en sociedades tan admirablemente organizadas. Y de ahí, asimismo, un [1156] progreso constante y sin término. «Estudiando la naturaleza, nos dice Bossuet (Del conocimiento de Dios y de sí mismo, cap. IV), el hombre ha en encontrado medio de darle nuevas formas; se ha labrado instrumentos, se ha fabricado armas, ha elevado las aguas que no podía coger en la hondura donde se hallaban, ha cambiado la faz del suelo, ha socavado y registrado las entrañas de la tierra, y ha encontrado en esas cavidades nuevos auxilios. Y allí donde no ha podido llegar, por muy en lontananza que haya percibido los objetos, ha sabido convertirlos en provecho suyo. Así, los astros le dirigen en sus navegaciones y en sus viajes, y le marcan las estaciones y las horas. Después de seis mil años de observaciones, el talento humano no está agotado; busca aún y encuentra todavía, a fin de que logre así conocer que puede encontrar hasta lo infinito, y que sólo la pereza puede poner valla a sus conocimientos e invenciones.» Pues muéstresenos ahora que los animales hayan añadido nada desde el origen del mundo a lo que la naturaleza les diera. Dícese que algunos de ellos han cambiado un poquito la materia de que se sirven para su industria; mas ese cambio no procede de ellos: ha sido producido por la modificación del medio en que viven y de los recursos que éste les ofrece. Es un cambio parecido al que se verifica en las plantas cuando se las traslada de uno a otro clima. No hay, pues, aquí señal alguna de razón e inteligencia, y podemos decir con Bossuet que los animales van siempre al mismo compás, como las aguas y los árboles.

4ª El hombre habla, escribe, señala a diversos sonidos y a diversas imágenes una significación que le proporciona hacer comprender todos sus pensamientos. El hombre aprende; no está reducido a repetir lo que se le acostumbra a decir o a hacer, sino que lo comprende, se da cuenta de ello, y saca de allí nuevas consecuencias en que no pensaba su maestro. Nada de esto pasa con el animal. Si un fenómeno o un gesto le recuerdan ciertas cosas, es por una asociación parecida a la que le hace unir el recuerdo de los golpes con la vista del palo que sirvió para dárselos. La prueba está en que es incapaz de dar a esos gritos y a esos gestos una significación general, y en que le es imposible componerse un lenguaje y hablar. El animal se adiestra, es amaestrado, pero no aprende en el sentido propio de la palabra. El papagayo pronuncia sonidos, pero no los comprende. El mono imita lo que ve hacer, pero sin comprender la razón de ello. ¿De dónde proceden todas estas diferencias, que nunca concluiríamos de ponerlas de relieve? De que los animales tienen tan sólo representaciones particulares, de que no conciben ninguna idea general ni ningún principio universal y absoluto.

Podemos, desde otro punto de vista, resumir todas esas diferencias en dos rasgos que se desprenden el uno del otro. El hombre concibe y afirma lo universal, y por eso es capaz de desarrollo en todas direcciones y de progresar por su propia iniciativa; el animal conoce tan solamente lo particular sensible, y por eso es incapaz de inventar nada.

III. Conclusión: el hombre está dotado de inteligencia, el animal carece de ella.

Hay, pues, en el hombre un principio, del cual carecen completamente los animales; es a saber: la facultad de formar conceptos universales y formular juicios absolutos: la inteligencia o entendimiento con el libre arbitrio que de él se deriva.

Dícese a menudo que los animales tienen inteligencia; pero la mayor parte de las personas que usan esa expresión quieren únicamente significar que los animales no dejan de tener conocimientos y memoria, y que están dotados de admirables instintos; sírvense, pues, de un término impropio para expresar una verdad que nosotros admitimos también. Cierto es que bastantes autores intentan no ver entre los conocimientos empíricos del animal y la ciencia del hombre más que una diferencia de grado. Pretenden, por lo tanto, que la inteligencia del hombre no es sino el desarrollo de sus facultades sensitivas, y que el animal no carece por completo de la facultad de reflexionar, de comprender, de raciocinar y de progresar. Esos autores son los sensualistas, son aquellos mismos filósofos que hacen derivar nuestros conocimientos intelectuales de nuestras sensaciones. En el artículo Asociacionismo dejamos refutado lo que hay más especioso en tal teoría, poniendo allí de manifiesto que entre la sensación y el entendimiento, y por consiguiente entre el animal y el hombre, hay un abismo cuya distancia es imposible salvar.

IV. Respuesta a las objeciones.

No estará, con todo, de más resolver aquí las diferentes dificultades que los sensualistas nos oponen. Apóyanse principalmente éstos: primero, en la apariencia de razonamiento de algunos brutos y en sus supuestos conceptos generales; segundo, en sus admirables instintos; tercero, en las modificaciones y progreso de esos instintos.

Objeción primera. Razonamientos aparentes de ciertos animales, y sus supuestos conceptos generales. –Un perro que sigue una pista párase al dar en una encrucijada, titubea un instante entre los tres caminos que se le presentan, busca la pista en uno, luego en el otro, y si en ninguno de ambos la encuentra, lánzase sin vacilar por el tercer camino: parece haber aquí una prueba de que el perro ha hecho el razonamiento siguiente: «La liebre que persigo ha debido pasar por uno de estos tres caminos; es así que no ha tomado ninguno de los dos primeros; luego ha debido necesariamente pasar por el tercero. Allá voy, pues, sin más investigaciones ni vacilaciones.» Y para razonar así, ¿no es necesario partir de principios generales, y poseer una inteligencia semejante a la del hombre?

Cuando a un perro acostumbrado se le dice: «busca, busca», comprende inmediatamente que se trata de dar caza a un animal, sin saber si será una liebre o un corzo. Comienza, pues, por echar una ojeada en rededor, mirando donde es más probable que se esconda la caza. Si percibe unas matas por allí cerca, allá va buscando por doquiera una pista. Si no la halla, mira los árboles a ver si descubre una ardilla. Pues bien: ¿no indican claramente estos diversos actos que las palabras «busca, busca» han despertado en su alma un concepto general, el de que hay allí cerca algún animal que cazar? ¿No es [1159] por deducción como infiere que el tal animal debe estar entre las matas, y que si no ha dejado pista en el terreno será por haberse refugiado en la cima de un árbol?

Respuesta. Los hechos propuestos en esas objeciones, y todos los que a ellos se parecen, no suponen en los animales ningún razonamiento fundado en principios, ni ninguna idea general. Basta para explicarlos reconocer en los animales la facultad de experimentar sensaciones y de asociar las que una vez han experimentado.

En el primero de los casos referidos, el perro, que sabe por experiencia que la caza prefiere los senderos trillados, huele sucesivamente tres caminos abiertos a su paso y se lanza por el tercero, donde, merced al olfato, ha reconocido la pista; si la caza hubiese tomado por entre los sembrados, el perro vacilaría también respecto al tercer camino, y después lo abandonaría como hizo con los otros dos. No se guía, pues, por raciocinio alguno, sino por sus narices.

En el segundo caso se trata de un perro al cual se le ha acostumbrado a oír las palabras «busca, busca» cuando se iba a cazar un ciervo, una liebre, una ardilla u otro animal, y de ahí que haya asociado a esas palabras la sensación del perseguimiento de la caza.

Al oírlas se pone, en virtud de esa asociación, a buscar por todos lados la caza; mas no hay en ello percepción de ninguna noción general, como no hay tampoco noción general en el apetito que sentimos tras largo ayuno, y que nos hace buscar cuanto es apto a satisfacerlo.

Objeción segunda. Los admirables instintos de los animales. –Hállanse admirables instintos, particularmente en los insectos y en los pájaros; instintos en cuya descripción no entraremos aquí, pero cuyos productos pueden ser con ventaja comparados a los de la inteligencia del hombre, porque a menudo no llega el arte humano al de los animales.

Respuesta. Tan admirables instintos deben ser, sin duda, fruto de una inteligencia. ¿Pero es en los animales donde habremos de buscarla? No, porque el modo con que se conducen en [1160] sus actos instintivos prueba que no son dirigidos por razonamiento ni cálculo ninguno.

«El animal dotado de instinto, dice M. Perrier (Anatomía y fisiología animales, pág. 193), obra sin darse cuenta del fin de sus actos, no perfecciona los procedimientos empleados para obtener ese fin, y aun suprimido tal fin no por eso desiste el animal de seguir obrando como si dicho fin existiese; no generaliza y no combina sus acciones en un caso particular diversamente que en otro.»

Tales son los caracteres de los actos instintivos. Por ellos se ve que no hay en dichos actos inteligencia ninguna, y que, por consiguiente, los animales carecen de entendimiento. Para explicar pues, la admirable sabiduría que se manifiesta en sus procederes, preciso es buscar la causa de ello en el Creador del mundo, según lo hemos demostrado en el artículo Providencia. «Los escultores y los pintores, dice Bossuet (ibídem), parecen dar vida a las piedras y hacer hablar los colores; tanta es la viveza con que representan las acciones que denotan exteriormente la vida. Puede decirse casi en el mismo sentido que Dios hace razonar a los animales, porque imprime en las acciones de éstos una imagen tan viva de la razón que parece a primera vista que razonan. Admiremos, pues, en los animales, no su habilidad e industria, porque no hay industria donde falta la invención, sino la sabiduría de aquel que los ha hecho con tanta arte que parecen obrar también con arte.»

Objeción tercera. Modificaciones propias de esos instintos. –Los transformistas pretenden que esos admirables instintos, que varían según cada especie, van modificándose paulatinamente todos. Cítanse, por otra parte, algunas observaciones encaminadas a demostrar que, no obstante su estabilidad, no tienen siempre esos instintos una inmutabilidad absoluta. «El gorrión ordinario, nos dice también M. Perrier (ibídem, pág. 195), construye un nido bastante bien hecho y cubierto cuando tiene que hacerlo en un árbol, y se contenta con un nido groseramente hecho cuando puede encontrar un agujero o cualquier abrigo natural donde [1161] colocarlo, y a veces se apodera buenamente de un nido de golondrina. Tiene la oropéndola singular costumbre de atar su nido en el cruce de dos ramas de un árbol con unos trozos de bramante o un hilo de lana; su instinto, pues, se ha modificado con posterioridad a la época en que los hombres discurrieron hilar la lana o el cáñamo. El castor construía antiguamente diques y cabañas tanto en Europa como en el Canadá. Los castores del Ródano, contrariados por la presencia constante del hombre, limítanse hoy a excavar guaridas a la orilla del río.» ¿No suponen tales diferencias en esos animales un cálculo, un raciocinio, y por consiguiente una inteligencia?

Respuesta. No. Tales modificaciones son, efectivamente, resultado de un cambio de las condiciones en que obra el instinto. Un perro acostumbrado a comer legumbres se echa a la carne tan pronto como se la dan, y otro alimentado siempre con carnes se pondrá al régimen vegetal en cuanto no tenga ya otro alimento. Esto se explica sin atribuir al perro raciocinio ninguno y por la sola necesidad que siente de satisfacer su gusto y su apetito. Lo mismo sucede con las modificaciones que sufren ciertos instintos; porque ¿qué otra cosa es el instinto de los animales sino una necesidad parecida al hambre y la sed, aunque más ciega? Por manera que, aun en el caso mismo de que se hubiese probado (lo cual hasta ahora no han podido hacer) la formación lenta y progresiva de todos los instintos de los brutos, no se deduciría de ahí que los brutos razonan. Quedaría, pues, siempre entre el hombre y el animal un abismo invadeable que ninguna transformación podría llenar, porque la inteligencia no es un grado superior de la sensación y el instinto; antes hemos demostrado, al probar aquí la espiritualidad del alma y en el artículo Asociacionismo, que la inteligencia es una facultad de otro orden. (Véase también el artículo Alma de los brutos.)

II. La inteligencia del hombre no se ejerce por órganos corporales.

Prueba primera. Las operaciones sensitivas de los animales, lo mismo que las nuestras, se ejercen por órganos [1162] corporales. Exigen, sin duda, según hemos visto, un principio simple que domine y anime esos órganos; mas dicho principio no puede producirlas sino obrando por esos órganos. Así, por más asociaciones que se alleguen a las sensaciones, el conocimiento sensitivo queda siempre particular y corporal.

El conocimiento intelectual y todas las operaciones que de él se derivan poseen, por el contrario, un carácter de universalidad que prueba que la inteligencia nada tiene de orgánico, y que se ejerce con entera independencia del cerebro y de los sentidos. Los cuerpos son, en efecto, limitados, y por complejos que se supongan nuestros órganos les es imposible alcanzar lo ilimitado y lo universal. No hay, pues, nada corpóreo en nuestra facultad de concebir lo universal; ejércese ésta aparte de toda materia. Esto es precisamente lo que queremos significar cuando afirmamos la espiritualidad del alma humana.

Sus potencias vegetativas y sensitivas obran por los órganos corporales, pero su inteligencia y su libre arbitrio obran sin órgano alguno. Los primeros datos sobre los cuales se ejercitan nuestras facultades intelectuales es cierto que les son suministrados por los sentidos; la imaginación reviste de imágenes sensibles todas las ideas del entendimiento, expresamos mentalmente por la palabra o por otros signos sensibles los juicios que formula nuestra razón; pero aun cuando obren los sentidos al mismo tiempo que la inteligencia, necesario es, sin embargo, que ésta conciba sin ellos, e independientemente de ellos, todas las ideas y juicios a los cuales atribuye la universalidad.

Prueba segunda. Todos los demás caracteres de las verdades intelectuales prueban también que nada tienen de corporal. ¿Qué puede manifestar un órgano material por ágil que se le suponga? Únicamente lo que es corporal, lo que está en el tiempo y en el espacio, lo que es, por lo tanto, contingente. Un cuadro, por perfecto que sea y por hábilmente que se hayan combinado en él las sombras y la perspectiva, tiene siempre que estar hecho de colores, ofrece necesariamente la idea de una escena determinada y pasajera; pues bien, siendo materiales nuestros [1163] órganos, están sometidos a iguales condiciones.

No pueden, pues, atribuirse a ellos los actos del entendimiento. Concebimos, en efecto, cualidades y seres que nada tienen de material, como la virtud, los espíritus puros, Dios. Afirmamos la verdad de los primeros principios y de sus conclusiones como cosa independiente de todas las circunstancias de tiempo y lugar, y vemos su absoluta necesidad. Preciso es, por lo tanto, deducir una vez más que nuestra inteligencia es inmaterial, y que nuestra alma es un espíritu capaz de obrar sin los órganos de nuestros sentidos.

Prueba tercera. Nuestro libre arbitrio (véase el artículo con dicho título) se ejerce de una manera que muestra aún mejor, si cabe, su independencia de toda condición material. Lo vemos decidirse por los bienes inmateriales y superiores que los sentidos no alcanzan, y que sólo el entendimiento nos revela. La naturaleza de los bienes a cuyo favor nos decidimos en nuestros actos libres demuestra, pues, la espiritualidad de nuestra alma, como nos la había ya demostrado la naturaleza de las verdades que son objeto de nuestra inteligencia.

Esta independencia de nuestra voluntad respecto a todo órgano corpóreo y a toda condición material, se manifiesta de una manera no menos evidente cuando nuestro cuerpo está en poder de un tirano y éste ensaya en vano todos los medios de domar nuestra voluntad. Pedíase a los mártires que quemasen unos granos de incienso en honor de los ídolos, y lo rehusaban. Poníanse en juego para obtener su consentimiento tantos ruegos, tantas promesas, tantas seducciones, y lo rehusaban. Se les sometía a los más refinados tormentos, y ellos siempre constantes en su negativa. Se les cogía la mano, se les hacía ejecutar por fuerza exteriormente y mal de su grado la acción que rehusaban, y su voluntad protestaba. Se los llevaba a la muerte, y nada había podido arrancarles aquel consentimiento, única cosa que de ellos se pretendía. Y al morir percibían bien que de ellos solos dependía dar o rehusar aquel consentimiento. Si su voluntad hubiese dependido de un órgano [1164] corporal, ¿no se hubiera podido triunfar a viva fuerza de este órgano indefenso como se les forzaba la mano para quemar el incienso y se les sujetaba el cuerpo a los tormentos? Sin duda ninguna. Necesario es, pues, admitir que nuestro libre arbitrio obra independientemente de todo órgano corporal. Así, pues, los actos de nuestra voluntad, como los de nuestra inteligencia, no los producen tampoco los órganos de nuestro cuerpo, y el único principio de esas operaciones es, por lo tanto, nuestra alma. Posee, por consiguiente, ésta en su parte superior una vida enteramente distinta y separada del cuerpo, una vida que le es exclusivamente propia. Nuestra alma es, pues, una substancia espiritual. (Véanse los artículos Alma, Alma de los brutos, Asociacionismo, Inmortalidad y Principio vital.)