Jorge Angel Livraga
Bajo un sol fuerte, atemperado por la brisa que guarda perfumes del mar cercano, marchamos en coche desde Tánger hasta el sitio arqueológico de la que fuese ciudad romana de Volúbilis.
Recorridos unos 250 kilómetros; a unos 400 metros sobre el nivel del mar y en un panorama que nos hace recordar la ondulada Andalucía de las cercanías de Sierra Morena, nos encontramos con una suerte de pequeña meseta de unos 70 metros de altura, sobre la que descansa su sueño de milenios Volúbilis, entre cuyas murallas podríamos contar 40 hectáreas.
El entorno es un desierto, no por falta de vegetación y arroyos, sino por la carencia de presencia humana. Si tan sólo a los campos mirásemos, no podríamos deducir que en pasados tiempos todo este páramo hubiese podido ser terreno cultivado y poblado, coronado por la ciudad y su acrópolis, pletórica de belleza y de fuerza.
Al aparcar nuestro vehículo nos vemos rodeados de improvisadas tiendas que ofrecen sus artesanías típicas de bronces primorosamente repujados y bolsos de piel de camello. En un cajón, alejado unos metros, un moro sonriente nos señala una magnífica colección de amonites con aire de complicidad; tal vez él piense que tienen algo que ver con las preciosas tallas que provienen de tiempos romanos.
Entramos por la puerta Sur-Este de la muralla de tiempos de Marco Aurelio, parcialmente destruida, y pasado el kiosco de los porteros, se nos coloca un anciano por delante ofreciéndose silenciosamente como guía. Lo primero que vemos es una excelente serie de capiteles de diferentes épocas, donde el arte provincial romano de los siglos I, II y III se mezclan con el decadente de la Alta Edad Media. Característica común es algún detalle de inspiración púnica que sobrevive, de los oscuros orígenes de la ciudad.
Citada por viajeros del siglo XVIII y XIX, Volúbilis es "redescubierta" y estudiada arqueológicamente al principio de la Guerra del 14, cuando las potencias europeas internan los prisioneros enemigos de sus colonias en lugares alejados. En 1915 comienzan las excavaciones sistemáticas y demuestran que fue ciudad-factoría, conectada con las de la costa desde el IV o III siglo a.C. Al derrumbarse el mundo Púnico queda relativamente aislada y Juba ll, contemporáneo de Augusto, la tiene por asiento de su reinado mauritanio, mezclando características helenísticas, púnicas y romanas. Las Águilas del Imperio van a ocupar oficialmente la ciudad y hacerla avanzadilla de su influencia en África Nord-central en el año 44.
Con el mejoramiento de la red de puertos y faros sobre la costa Atlántica y el trazado de sus perfectas carreteras, los romanos toman Volúbilis como centro neurálgico local, y a las fábricas de aceite y a los molinos de harina se suman templos, palacios, termas y un arco de triunfo dedicado a Caracalla.
Al visitar los emplazamientos de las antiguas prensas de aceitunas y ver sus dispositivos, pudimos deducir la importancia de las mismas e imaginar esos, hoy solitarios campos, otrora cultivados tal vez con tanta intensidad como los actuales españoles, con sus interminables líneas de olivares. También nos llamó la atención el tamaño de los molinos de trigo, que demuestran que en las cercanías se cultivaba esa farinácea de manera casi inconcebible en la actualidad, en que no se ve una espiga en kilómetros a la redonda.
Sobrecoge el constatar una vez más la fuerza del espíritu humano y la potencia civilizatoria de los romanos, pues hace casi 2000 años éstos supieron mantener allí un nivel de vida, una productividad y actividad que contrastan con los yermos actuales y con la apacible resignación a la miseria de sus pobladores.
En el llamado "Palacio de las Columnas", sede que fue de las Legiones romanas, descubrimos en el suelo los rieles de sus puertas, que eran corredizas. Deberían ser grandes e imponentes y rodaban sobre numerosas ruedecillas de bronce que encajaban en la ranuras perfectas.
El confort romano había sido llevado al corazón del actual Marruecos. Piscinas maravillosas con escalinatas que descienden a ellas de manera que podía mojarse los pies o sumergirse totalmente; termas de vapor; patios pavimentados con bellos mosaicos policromos sobre los que parecían marchar animales de bronce, una extraña suerte de ducha con asientos puestos a manera de dientes de engranaje permitían refrescarse con el agua a la cintura mientras desde el centro llovía el líquido elemento proyectado a gran altura, preservando, con la especial disposición de los asientos la intimidad de los bañistas a la vez que podían conversar apoyando los brazos extendidos sobre las frescas piedras. Un mercado grandioso con arcadas de bellas columnas. Un Capitolio imponente y una Basílica. Numerosos estanques sagrados donde figuras marinas en los mosaicos están dedicadas al culto de Afrodita; otros a Orfeo y Hércules; altares y bancos primorosamente labrados en mármoles níveos nos dan una idea de una ciudad soleada, aireada, sana, habitada por gentes cultas y ricas.
En el año 285 Diocleciano manda restringir los límites africanos del Imperio y Volúbilis comienza a ser abandonada, aunque sobrevive con formas paleocristianas y barbáricas hasta el siglo VIII cuando los musulmanes penetran en ella. No sabemos exactamente cuándo murió Volúbilis, como tampoco sabemos cuando nació, pues los nuevos cateos han descubierto cerámica campaniforme previa a la urbanización estrictamente Púnica. Pero es obvio que su esplendor máximo ocurre en época de Marco Aurelio.
Sobrepasado el Palacio de Gordiano, a la vista de la llamada Puerta de Tánger, regresamos a la caída de la tarde. Nuestro paciente guía nos da algunas indicaciones con el mejor humor; me murmura al oído que ciertas ruinas corresponden a una "Casa del amor" y luego muestra a todos con el mayor desparpajo una enorme talla fálica, con sencilla inocencia. Espera que fotografiemos capiteles y sonríe cuando buscamos el momentáneo refugio de alguna sombra proyectada por las columnas. No nos cobra nada; simplemente lo que quisiésemos darle.
La jornada termina y las primeras tinieblas se forman entre las ruinas cuando nos sentamos en un "bar" cercano a la puerta a tomar unos excelentes vasos de té.
Salimos. Algunos camellos son cargados con sus mercancías en las cercanías de nuestro automóvil. Al descender la colina llevamos en el alma la sensación de habernos asomado a un rincón del tiempo, a otra dimensión en la cual los hombres eran más naturales, más fuertes y laboriosos.
La larga lengua del camino nos traga rumbo a Tánger y las primeras estrellas titilan en un cielo purísimo. La soledad nos rodea. Atrás queda Volúbilis, encaramada en sus alturas como un muñón, roto pero glorioso, de algún viejo legionario romano alzándose sobre el horizonte.
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