martes, marzo 24, 2015

El origen de las emociones y los sentimientos como el Amor está en el cerebro.

Dr. Facundo Manes
Copyright Clarín, 2014.

Facundo Manes. Neurocientífico. Uno de los científicos argentinos más populares y prestigiosos cuenta cómo funciona el cerebro de todos nosotros y el suyo propio, mientras desmiente mitos.

Eje. “Me interesa el lóbulo central del cerebro. Nos hace humanos, nos diferencia de otras especies; permite planificar, imaginar”, dice Manes. / LUCIA MERLE

Es el médico e investigador en neurociencias que estuvo a cargo del equipo que operó por un hematoma en la cabeza a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en octubre del año pasado. Acaba de ser designado rector de la Universidad Favaloro, y de publicar el libro de divulgación Usar el cerebro que, en menos de un mes, ya vendió más de 35 mil ejemplares, y tiene su cuarta edición en la calle. Facundo Manes -que se crió en un pueblo rural bonaerense y se perfeccionó en la Universidad de Cambridge, Inglaterra- derriba ideas falsas sobre el cerebro. “Es un mito que se ama con el corazón. Será una linda metáfora, pero no es real. El origen de nuestros sentimientos y emociones está en nuestro cerebro”.

¿El cerebro recuperó protagonismo en este siglo?
Sí. Ahora hay un mayor interés en el cerebro, que es el que dicta toda nuestra actividad mental. El origen de las emociones y los sentimientos como el amor está en el cerebro. Tenemos emociones básicas, como la tristeza, la alegría, la ira, la sorpresa, el asco y el miedo. Ya el naturalista Charles Darwin en el siglo XIX había postulado que diferentes especies tenían las mismas emociones básicas, y fue el psicólogo estadounidense Paul Ekman quien estudió una tribu de Papua Nueva Guinea que no había tenido contacto con Occidente y demostró que las emociones básicas están presentes en diferentes etnias y no dependen de una cultura en particular. Hoy se sabe que hay un sello neural para las emociones básicas, y que el corazón puede ser su víctima.
¿Por qué lo afirma?
Hubo un prestigioso cirujano escocés, John Hunter, que sufría una enfermedad coronaria y decía: “Mi vida está en las manos de cualquier patán que decida alterarme”. Lo que sostenía se cumplió: murió después de una discusión en un ateneo clínico. Más de dos siglos después, existe evidencia científica de que las emociones de la ira y la hostilidad se asocian a un peor pronóstico para las personas con problemas cardíacos. O también ahora se sabe que la ansiedad y la depresión aumentan el riesgo de padecer problemas cardíacos. En estas últimas décadas, la ciencia logró entender que el corazón es la víctima de nuestras pasiones. De hecho, René Favaloro -que fue un médico brillante y desarrolló la técnica del bypass para el corazón- estaba interesado en ese complejo sistema que somos.
Usted sufría asma y quería ser especialista en enfermedades respiratorias cuando cursaba medicina en la Universidad de Buenos Aires, pero se dedicó al cerebro. ¿Se arrepintió?
La verdad es que no me arrepentí nunca. Ese fuego sagrado que representan las ganas de conocer y de investigar sobre el cerebro se mantiene intacto. Cuanto uno más sabe sobre algo complejo y misterioso, más quiere saber. Además, por suerte existen extraordinarios neumonólogos en nuestro país y en el mundo que llevan adelante su tarea probablemente mucho mejor de lo que yo lo hubiera hecho.
¿Qué parte del cerebro le despierta mayor curiosidad?
Me interesa más el lóbulo frontal del cerebro. Está ubicado en la zona anterior del cerebro. Es lo que nos hace humanos y nos diferencia de otras especies. Si se produce una lesión en el área occipital, la parte posterior del cerebro, la persona puede tener problemas para percibir bien. Pero una lesión en el área frontal puede cambiar la personalidad. Es la que permite planificar, imaginar, crear. Es la que traduce nuestros instintos sexuales y animales en estrategias sociales. Es decir, es la zona cerebral que nos permite controlar los impulsos y planificar a mediano y largo plazo.
¿Cómo se sabe que el lóbulo frontal es tan importante para los seres humanos?
Mucho conocimiento fue aportado a través de los estudios con pacientes afectados en esa zona. Uno de los casos más famosos es el de Phineas Gage, un joven estadounidense que en 1848 trabajaba como capataz en una empresa de ferrocarril y sufrió un accidente. Una barra de hierro atravesó el lóbulo frontal de su cabeza, pero siguió con vida. Antes de la lesión, Gage era un empleado eficiente, equilibrado y muy trabajador. Después, su personalidad cambió totalmente. Pasó a ser desinhibido y a elegir las opciones más riesgosas tanto para sí mismo como para su familia. Desestimaba las consecuencias negativas de sus decisiones y buscaba la recompensa inmediata. Se sabe que este tipo de pacientes con problemas en el lóbulo frontal sufren una “miopía del futuro” ya que no pueden medir las consecuencias negativas de sus decisiones a mediano y a largo plazo.
¿Cuál fue su peor decisión?
Muchas veces no tomé la decisión correcta. Hay que tener en cuenta que cuando se prepara una comida o cuando se hace una entrevista periodística como la que usted está haciendo, se crea. Cuando creamos, también nos equivocamos. Es que para crear, hay que ser un poco loco. No mucho. Y hay que equivocarse. Quizá mis peores decisiones están relacionadas con que mi cerebro antes fabricaba preocupaciones. Con la madurez, aprendí a tener más paz. Creo que podría haber disfrutado más algunos momentos importantes del pasado, pero no lo hice por preocuparme mucho.
¿Qué conserva hoy de haber sido un chico de pueblo?
Nací en Quilmes, pero viví de chico en Arroyo Dulce. Desde los 7 años y hasta que terminé la escuela secundaria, viví en Salto, una ciudad pequeña y muy linda del interior de la provincia de Buenos Aires. Lo que más conservo es el interés por el contacto personal. Aquellas cosas que involucran a otros (y la mayoría de las cosas tienen que ver con las otras personas) me gusta tratarlas personalmente y con el tiempo que se merecen.
Su padre era un médico. Usted siguió su profesión, pero le agregó la investigación y la docencia.
Si, pienso que las tres áreas hacen que pueda hacer mejor mi trabajo. La atención de los pacientes me permite conocer de primera mano aquello que después voy a investigar en el laboratorio o donde se volcará mi tarea como líder de los institutos de neurociencias que dirijo. Por otra parte, la tarea de docente me permite transmitir los nuevos hallazgos a colegas y a la sociedad. Esto me parece una obligación.
Vivió en Inglaterra y en los Estados Unidos. ¿Esa experiencia lo cambió en algo?
Al irme creía que la Argentina era el centro del mundo. Yo era un típico argentino. Estar afuera me hizo darme cuenta de la importancia del trabajo en equipo. Ahora soy más seguro de la inteligencia de los demás. Siento que uno no tiene por qué achicarse frente a la inteligencia de los otros. Sólo aprender. Y que el mérito importa: que nadie nos va a regalar nada. Cuando volví traté de quejarme menos y de trabajar más.
¿Y qué hizo?
En Argentina existían excelentes profesionales ligados a enfermedades neurológicas, psiquiátricas, neuroquirúrgicas, por un lado, y por otro, el psicoanálisis. Nuestra idea fue trabajar de manera multidisciplinaria y por eso fundamos el Instituto de Neurología Cognitiva en 2005. No sólo tratamos de curar enfermedades, sino que también abordamos con el método de las ciencias duras la toma de decisiones humanas, el procesamiento emocional, la memoria autobiográfica y la conciencia, entre otros temas fascinantes del cerebro. Hoy trabajan con nosotros biólogos, físicos, matemáticos, economistas, filósofos, médicos, psicólogos y artistas. Intentamos hacer el Instituto Di Tella del cerebro.
¿Alguna vez hizo psicoanálisis?
El regreso a la Argentina me costó más de lo que había pensado. Fui a unas charlas con un psicólogo para hablar del sentido de pertenencia y del lugar en el mundo. No fue psicoanálisis, pero esas charlas me vinieron bien.
¿Cómo cuida su propio cerebro?
Trato de llevar lo que sé sobre el cerebro a mi propia vida. Descanso bien. Practico actividad física: voy a correr, ando en bicicleta o me gusta jugar al fútbol con mi hijo. Como sano, tengo una vida social activa y me planteo desafíos intelectuales. Aunque a veces todo se dificulta por el ritmo de vida y las obligaciones laborales.
¿Qué es más difícil: tomar decisiones como científico o padre?
Tomar decisiones como padre. Tengo una hija de 8 años y un nene de 6. Es difícil ser padre porque nadie le enseña a uno. Me concentro más en la calidad del tiempo en que estoy con ellos. Me dedico a leerles libros por las noches y los abrazo mucho.
¿Espera que sean científicos?
Espero que sean felices.
¿Y qué espera para el país?
Que salga de la miopía del futuro como la que sufren los pacientes como Phineas Gage. Es el mayor drama que enfrentamos. Como sociedad debemos dejar de tomar decisiones que sólo brindan satisfacciones inmediatas pero hipotecan el destino. En la Argentina, el conocimiento y la innovación deben ser parte de un paradigma que genere más riqueza para los sectores vulnerables, para la seguridad y la salud. El gobierno actual creó el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva y fue una buena medida. Muchas de las iniciativas de ciencia y tecnología deberían ser políticas de Estado más allá de los cambios de gobierno. Porque el denominador común de los países desarrollados es el conocimiento. A la Argentina no la van a salvar sus reservas naturales sino la apuesta al conocimiento, como lo hizo Corea del Sur. Yo quiero que la sociedad se enamore del conocimiento.
¿Es cierto que podría ser candidato político por el radicalismo?
Siempre participé en política, desde la época que estaba en el centro de estudiantes de la escuela secundaria. Creo que la política no es un cargo público, sino una herramienta de transformación social. Hablar hoy de candidaturas es prematuro.
¿Cómo fue la experiencia de operar a la Presidenta?
Fue un gran orgullo para el equipo de la Fundación Favaloro.
¿Se puso ansioso?
Los médicos hacemos un juramento hipocrático que incluye la experiencia que se vive. Me llevo esa experiencia a mi tumba.