miércoles, noviembre 26, 2008

Cuerpo y Alma, Vida y Muerte


Bert Hellinger
Traducción: Sylvia Gómez Pedra


El tema de mi ponencia es “Cuerpo y Alma, Vida y Muerte“, y les hablaré de la interacción entre cuerpo y alma, y de la vida con la muerte y con los muertos, teniendo en cuenta que las causas de muchas enfermedades se hallan, al menos parcialmente, en el ámbito del alma o de la historia familiar. Por tanto, su curación depende de determinados procesos en el alma; es decir, junto con el tratamiento médico, también hay que reconocer y poner en orden algo en el alma. En este contexto, también cuento entre las enfermedades los accidentes graves y el suicidio, dado que aquí no sólo se trata de salud y enfermedad, sino de vida y muerte.


El cuerpo

Pensando en la interacción entre cuerpo y alma, a veces aún nos encontramos atados por la idea de que el cuerpo es material y el alma se añade como fuerza vivificante y gobernante. Esta idea se basa en la experiencia de que los moribundos dan un último respiro, pareciendo que con él también expiren su alma. Y del final de la vida, esta imagen se transfiere también al principio de la misma, similar al relato bíblico de la Creación, según el cual Dios formó el hombre del polvo de la tierra, soplando en su nariz el hálito de la vida.

Pero según nuestro saber, el hombre vivo nace porque las células germinales ya animadas de sus padres se unen en él para formar un nuevo ser humano. Nuestro cuerpo, por tanto, desde un principio se encuentra animado, convertido en un eslabón en una larga cadena que une a todos antes y después de nosotros, y a todos los que inmediatamente nos rodean, como si entre todos tuviéramos parte en una vida y en un alma comunes. El alma, por tanto, va más allá de nosotros, abarcando también nuestro entorno: nuestra familia, los demás grupos mayores, el mundo en su totalidad. A pesar de este hecho, en un principio experimentamos el alma referida a nuestro cuerpo. Ella dirige su principio, su crecimiento, la transmisión de la vida por él, y, al cabo de un tiempo, también su muerte.


El yo

Sin embargo, también nos experimentamos como mirando desde fuera al cuerpo y al alma que lo anima, como si en nuestro interior tuviéramos un centro que hablara con el cuerpo y su alma, asintiendo a sus movimientos o resistiéndose a ellos, intentando elevarse por encima de ellos, o sometiéndose de buena voluntad o con impotencia. En este centro, pues, nos experimentamos tanto libres como atados frente al cuerpo y al alma. Solemos definir este centro como el yo. Sin embargo, tan sólo disponemos de esta experiencia del yo porque el cuerpo y el alma que anima a éste tienen su propia conciencia y su propia voluntad, que tanto asienten como se resisten al querer del yo. Esta interacción favorece o amenaza al cuerpo, y la observación y la experiencia nos permiten saber cuándo le sirve y cuándo lo perjudica.


Yo y cuerpo

Por regla general, asociamos con el yo el estado consciente, la razón, la libre voluntad, control y rendimiento. Sin embargo, no todo lo que el yo pretende es razonable y libre, porque el yo es también impulsivo y, muchas veces, ciego. Este sería el caso de los temerarios, los imprudentes o los ascetas, que enfrentan a su cuerpo con exigencias que ponen en peligro su salud. El cuerpo se resiste, por ejemplo, cayendo enfermo, perdiendo fuerzas, hiriéndose o doliendo. De esta manera hace reaccionar y entrar en razón al yo. Así, el cuerpo y el alma que lo gobierna se muestran más conocedores y sabios que el yo. A través de ellos, el yo encuentra sus límites y, asimismo, se convierte en conocedor y sabio respetando estos límites.
En la Biblia se encuentra una historia que puede servirnos de parábola:

Cuando el profeta Balaam, en contra de la orden de Yahveh, quiso ir a los moabitas para bendecirlos en vez de maldecirlos, su burra lo apartó del camino porque vio al Ángel de Dios delante de sí, cerrándole el paso con la espada desenvainada. Pero Balaam la pegó hasta que volvió al camino.
Después, pasaron por una cañada, y de nuevo la burra vio al Ángel de Dios con la espada desenvainada. Así, se arrimó contra la pared, hiriendo a Balaam; y de nuevo la pegó hasta que volvió al camino.
Más adelante, la burra nuevamente vio al Ángel de Dios con la espada y se echó en el suelo con Balaam encima, negándose a seguir.
Balaam se enfureció de tal manera que hubiera querido matarla. Pero en ese momento, la burra giró la cabeza y le dijo: “¿No soy yo tu burra, y me has montado desde siempre hasta el día de hoy? ¿Acaso dejé de servirte alguna vez?“
Entonces también Balaam miró hacia delante y vio al Ángel de Dios con la espada desenvainada, cerrándole el paso.

Es decir, existe una parte ciega del yo que le exige al cuerpo algo negativo que le perjudica. El cambio hacia una mejora para el cuerpo y el alma, por tanto, se inicia con la comprensión por parte del yo. Esta comprensión es, sobre todo, un percatarse de los límites del cuerpo, de los límites de nuestra salud y de los límites de nuestra vida. Esta comprensión resulta fructífera cuando el yo también asiente a ella, lo cual es humildad. La comprensión nos hace conocedores, pero sólo la humildad nos hace también sabios.

Frecuentemente, el yo tan sólo alcanza esta sabiduría a través de la enfermedad y del sufrimiento. La enfermedad y el sufrimiento purifican al yo y repercuten de manera curativa en el cuerpo, una vez llegado al conocimiento el yo. Así, muchas veces una enfermedad primero tiene que concluir su influencia purificadora y aleccionadora sobre el yo antes de poder cesar y desaparecer.

Por otra parte, también el yo influye de manera beneficiosa sobre el cuerpo, sobre todo el yo esclarecido. Esclarecido significa aquí que sea consciente tanto de sus posibilidades como de sus límites, y que, más allá de sus deseos y de sus miedos impulsivos, se atenga a la mera verdad perceptible. Purificado significa que esté en sintonía y en harmonía con el alma, inconsciente para él en gran parte, pero, a pesar de todo, conocedora a un nivel mucho más profundo que el yo.

A este yo esclarecido le debemos la Medicina científica, el conocimiento de las patologías, la Higiene, la Cirugía y la Farmacología.

Pero también pienso en la Psicología y la Psicoterapia con sus conocimientos del trasfondo inconsciente de comportamientos enfermizos y con sus métodos para actuar sobre tales comportamientos, por ejemplo, a través del análisis, de la terapia de la conducta, de hipnoterapia, de programación neurolinguística, para sólo citar unos cuantos. De esta manera, el yo esclarecido disciplina tanto al cuerpo como al alma, desarrollando las capacidades de éstos más allá de la mera salud física.

Aún así, también la Medicina y la Psicoterapia, y con ellas también el yo que intenta oponerse al carácter efímero de la vida, topan con límites que los detienen. Ya que, al cabo de un cierto tiempo, toda persona enferma, se debilita y se muere. El alma asiente a este movimiento hacia la muerte, porque alcanza a ambos ámbitos y, así parece, perdura en ambos. Ella anhela volver y está en harmonía con este movimiento.

Freud llamaba este anhelo el impulso de muerte. No obstante, se trata de un movimiento sumamente consciente y alerta, porque en lo hondo, el alma, y con ella el cuerpo, anhela volver al origen del que nace y al que vuelve la vida.


Familia y alma

Pero el alma no sólo actúa en el cuerpo, ni está presa en él como algunos dicen. Se encuentra en interacción con su entorno, ya que, de lo contrario, no habría ni metabolismo, ni procreación. Este entorno comprende, sobre todo, la familia y la red familiar en la que recibimos y en la que transmitimos la vida, si podemos.

Obviamente, la familia y la red familiar tienen un alma y una conciencia comunes que vinculan y dirigen a los miembros de la familia de acuerdo con un orden mayormente inconsciente, de manera similar que el alma también vincula y gobierna los miembros y órganos del cuerpo.

Es decir, el alma actúa en la familia y en la red familiar como si de un cuerpo extenso se tratara. Y de la misma manera que podemos, paso a paso y a través de la observación y de la experiencia, comprender e influir sobre los órdenes que determinan la interacción entre los diversos órganos del cuerpo, así también podemos, paso a paso y a través de la observación y de la experiencia, aclarar los órdenes que determinan la interacción entre los diferentes miembros de una familia.

En un primer lugar nos llama la atención que, al igual que el cuerpo, también la familia y la red familiar tienen unos límites exteriores. Es decir, el alma familiar únicamente vincula de esta manera especial a determinados miembros de la familia, dirigiéndolos a través de una conciencia común. Así, pertenecen a esta familia y a la red familiar: los hermanos, los padres y sus hermanos, los abuelos, a veces, alguno de los bisabuelos, e incluso antepasados más lejanos si tuvieron una suerte especial. Otros familiares, como por ejemplo primos, ya no cuentan entre ellos.

Aparte de estos parientes consanguíneos, también pertenecen a la familia y a la red familiar aquellas personas extrañas a la misma, por cuya desaparición o muerte otros en la familia y en la red familiar tuvieron una ventaja. Entre éstos cuentan sobre todo parejas anteriores de los padres y abuelos.

Sin embargo, aún existen otras similitudes entre el actuar del alma en el cuerpo y el actuar del alma en la familia y en la red familiar. De la misma manera que el alma vela por la integridad del cuerpo, también vela por la integridad de la familia y de la red familiar. Así, procura, por ejemplo, compensar la pérdida de un miembro a través de otro miembro que representa a aquél. Este es uno de los motivos por los que determinados miembros de una familia se ven implicados en el destino de otros miembros, especialmente, anteriores.

Y de la misma manera que, en caso extremo, el cuerpo tiene que renunciar a uno de sus órganos que pone en peligro la salud de los demás, así también la familia, a veces, debe separarse de uno de sus miembros si su permanencia pone en peligro a otros en la familia.


Familia y enfermedad

A continuación, presentaré algunos ejemplos para ilustrar el desarrollo de implicaciones familiares enfermizas y amenazantes para la vida, y para señalar las posibilidades de evitarlas o de librarnos de ellas.

Cuando la familia pierde a uno de sus miembros, por ejemplo muriendo el padre o la madre tempranamente, frecuentemente uno de los hijos le dice interiormente: “Te sigo.“ Frecuentemente, un hijo en esta situación quiere morir también, sea por enfermedad, por accidente o por suicidio. Aunque el hijo no lleve a la práctica esta frase pronunciada interiormente, muchas veces siente una especial afinidad con la muerte, y el anhelo de morir.

O cuando un hijo pierde a un hermano, por ejemplo un niño nacido muerto o fallecido en temprana edad, también le dice: “Te sigo.“

Cuando un famoso corredor motonáutico durante una carrera volcó con su lancha y murió, también su hija comenzó a participar en carreras motonáuticas. También ella tuvo un accidente grave durante una carrera, pero sobrevivió. Cuando, más tarde, la preguntaron qué había pensado en ese momento, respondió: Sólo una cosa: ‘¡Papá, ya voy!’

Detrás de la frase de “te sigo“ se halla el amor profundo con el que el alma vincula al niño con su familia, actuando durante toda la vida de una persona. Este amor es más fuerte que la muerte y es ciego. Cree que a través de la muerte podría superarse la separación y que, por el propio sufrimiento y la propia muerte, otros en la familia podrían ser redimidos. Una constelación familiar nos brinda la oportunidad de sacar a la luz la inutilidad y la ceguera de este amor. A través de los comentarios y sentimientos expresados por los representantes, el hijo se da cuenta de que los muertos aman a los vivos con el mismo amor que los vivos sienten para a ellos; que el deseo de los vivos de seguirles les duele en vez de alegrarles; que no quieren que su muerte también traiga la muerte a otros; que se sienten aliviados cuando los vivos se encuentran bien, y que bendicen a los vivos para que aún se queden.

Detrás de la frase de “te sigo“, aún se halla otra dinámica más: la necesidad elemental de compensación y expiación. Frecuentemente, los vivos se sienten culpables cuando ellos viven, mientras otros miembros de la familia ya están muertos, y se sienten aliviados muriendo ellos mismos. En un caso así, les ayuda el inclinarse ante los muertos y decirles: “Yo aún vivo un poco, después también moriré.“ Así, ya no experimentan la vida como una arrogación, y pueden tomarla mientras dure. Otra frase beneficiosa para los vivos es ésta: “En tu memoria, aún me quedo un poco.“ O, en el caso de un hijo que pretende seguirles a sus padres muertos, le ayuda la siguiente frase: “Honro y valoro lo que me disteis. Le saco provecho en vuestra memoria y lo mantengo mientras me esté permitido.“ Así, la necesidad impulsiva de vinculación y compensación se cumple de una manera más extensa. Este sería un logro superior y espiritual del yo, que pide un cierto desarrollo también podría hablarse de un paso evolutivo, abandonando lo estrecho para dirigirse a lo más amplio, superando los límites del alma del grupo para llegar a las dimensiones de la Gran Alma.


Vivos y muertos

Cuando una persona se siente irresistiblemente atraída por los muertos, se puede hacer un ejercicio muy simple con él. Se le pide que cierre los ojos, que lentamente se centre en su interior, y que, después, vaya más allá de ese centro, volviendo lejos, a los muertos que le atraen. Una vez llegado allí, se echa a su lado, esperando que algo le llegue de ellos, sea lo que sea. Él lo recibe en su interior hasta sentirse colmado. Después, nuevamente se pone en camino para volver de los muertos a los vivos, hasta llegar a su centro, y aún más hacia arriba y abre sus ojos.

Muchos vivos quieren ir con los muertos. Pero cuando los vivos respetan a los muertos, éstos vienen a ellos y se muestran afables. Vienen y, a alguna distancia, están presentes con afabilidad.

Algunos piensan que los muertos son desdichados. Pero también podríamos decir: “Han llegado y están en paz.“ Sólo los vivos aún sufren vicisitudes; los muertos están en paz.

Una imagen muy difundida es que los muertos han desaparecido: están enterrados y, por tanto, han desaparecido. Después, aún se les pone una lápida para que no vuelvan a salir. Este era el significado original de la lápida, ya que, anteriormente, ésta se colocaba echada. Pero que los muertos hayan desaparecido es una imagen extraña.

Martin Heidegger tiene otras imágenes a este respecto. El dice: De lo oculto surge algo a lo no oculto, y después, vuelve a descender a lo oculto. Lo oculto está presente a la manera de lo oculto. Pero no ha desaparecido: surge y vuelve a descender.

También la verdad obedece a esta ley: surge de lo oculto, y vuelve a descender. Por eso, tampoco podemos asirla. Algunos piensan que la verdad es válida y eterna, como si la tuviéramos en nuestras manos. Pero no: tan sólo se muestra brevemente para volver a descender. Por eso, siempre que surge, aparece de manera diferente. Es un reflejo de lo oculto que sale a la luz.

Así, también la vida surge de lo oculto, que no conocemos, a lo no oculto, y vuelve a descender. Lo realmente grande es lo oculto. Aquello que está a la luz no es más que algo transitorio y pequeño en comparación con lo grande.

También los muertos están en lo oculto; pero su influencia alcanza hasta lo no oculto. Cuando se les permite actuar, la vida es sostenida por ellos.

Pero quien desciende a lo oculto antes de tiempo, peca contra este movimiento. Asimismo, quien permanece en la vida más allá de su tiempo, quien se agarra a la vida más allá de su tiempo, falta contra la corriente que sale a la luz y vuelve a descender a lo oculto. Ambas actitudes se oponen a la corriente: el abandonar la vida demasiado rápido, antes de tiempo sería como un desprecio de aquello que está a la luz , y también el sujetar la vida aunque el tiempo haya terminado. Una vez terminado el tiempo, corresponde soltarse y descender.

Como terapeuta me sirvo de la ayuda de los muertos para mantener con vida a los vivos, mientras corresponda y hasta donde tenga el derecho de hacerlo. Pero cuando se muestra que el tiempo se ha consumido, no sujeto a nadie. Espero atentamente, pero sin intervenir. No me opongo a los destinos ni a la corriente, como si pudiera o debiera evitar el descenso, sino que estoy en harmonía con ellos.

En estos procesos tan profundos, tratándose de vida o muerte, podemos ver como, a veces, se vislumbra una solución y que el paciente la acepta durante un tiempo, pero después vuelve a descender. También aquí asiento. Porque no sabemos si la suerte que el individuo elige, o a la que se rinde, en el fondo no será lo más apropiado para él; si no tendrá una grandeza oculta que los ajenos no llegamos a captar.

Esta actitud tiene algo tranquilizante, algo profundo. Nos permite movernos tanto en un ámbito como en el otro, estando unidos, también en la vida, con el fundamento último.


La expiación

A veces, sin embargo, una persona viva debe ir con los muertos y permanecer a su lado, por ejemplo, un asesino. De lo contrario, en su lugar irán sus hijos, y aún sus nietos y bisnietos. Los asesinos quedan vinculados de manera indisoluble con sus víctimas. Por tanto, deben abandonar a sus familias y ponerse al lado de sus víctimas. Este paso parece duro, pero cualquier otro camino trae consecuencias nefastas para personas inocentes, a través de muchas generaciones.
Aportaré un ejemplo. Una mujer joven comentó en un grupo que, desde que nacieron sus dos hijas, tenía la sensación segura de que debía morir pronto, y que había algo pendiendo sobre ella que no lograba captar. Configuró su familia de origen, y salió a la luz que su representante miraba a alguien que no estaba presente. Al comentar este hecho, la mujer dijo:
Estoy mirando hacia el pasado, a mi padre y a mi abuelo.
Su padre se había suicidado cuando ella tenía un año, y el abuelo había sido miembro de la SS y había fusilado a mujeres y niños judíos.

A continuación, se introdujo un representante del asesino y otro del hijo, y para los niños judíos asesinados se pusieron diez representantes enfrente de la familia. La representante de la cliente ni siquiera miró a esos niños, ni dijo nada al respecto, como si, al igual que su abuelo, no sintiera ninguna compasión con ellos. Su hija menor, sin embargo, es decir, la bisnieta del asesino, dijo que sentía la necesidad imperiosa de acercarse a los niños judíos muertos y de ponerse a su lado. Estos son los efectos de un asesinato, a través de generaciones, cuando un asesino rechaza el vínculo que lo une con los muertos y cuando éstos no son valorados ni respetados.

Como siguiente paso se le pidió a la mujer que se estirara en el suelo delante de los niños muertos, y que después de un tiempo en el que lloró
mucho junto con sus hijas se arrodillara delante de ellos y los mirara. Así, los muertos encontraron un poco de paz. Se entristecían y se sentían como si volvieran a vivir. Se compadecían de la mujer y de sus hijas, especialmente de la más joven, que quería ponerse a su lado. Pero aún no se había encontrado la paz definitiva, pues del asesino mismo percibían una amenaza, sintiendo una angustia mortal. Sólo cuando a éste se le dijo que saliera de la sala gesto que simboliza la muerte , los niños muertos empezaron a encontrarse mejor. Toda su atención y compasión se centraba ahora en la mujer afligida y en sus hijas, y esperaban que de ella saliera algo que pudiera librar a sus hijas.

Mientras tanto, el padre de la mujer, que se había suicidado, quiso ponerse delante de su hija y de sus nietas para protegerlas y evitar que les siguieran a los niños judíos a la muerte. Su deseo era ponerse al lado de los muertos en lugar de ellas y en lugar de su padre. Pero, en contra de lo que piensan los vivos, los muertos no querían la muerte de los inocentes.

Después, se les pidió a las hijas que se pusieran entre sus padres. Éstos las cogieron de las manos, se inclinaron profundamente ante los niños judíos muertos, les miraron a los ojos y les dijeron: “¡Por favor!“
Pero la mujer aún sentía el impulso de ir con los muertos. Así, se puso al lado de ellos y de su padre muerto, que ya antes se había puesto con ellos. La mujer sentía que se lo merecía, y estaba aliviada. Los comentarios de los representantes de los niños judíos muertos, sin embargo, expresaban algo totalmente diferente; los citaré literalmente:

El primer niño dijo:
Experimento el estar muerto como algo impersonal, como si no tuviera nada que ver con el asesino, y menos aún con su nieta. Para mí no corresponde que ella se ponga a nuestro lado. Debería ir con su familia. Yo no tengo ningún interés en que ella pague alguna culpa. Este es un ámbito que no le corresponde.
El segundo niño dijo:
Cuando vino, me empezaron a flaquear las piernas. En seguida pensé que no pertenecía a nuestro grupo.
El tercer niño dijo:
Simplemente es demasiado.
El cuarto niño dijo:
No quiero este sacrificio; no le corresponde.
El quinto niño dijo:
Para mí tiene una tarea que cumplir con sus hijas, para poner fin a todo este dolor.
El sexto niño mostraba mucha tristeza y dijo:
No tiene por qué seguirnos ni a nosotros, ni a su padre. Su lugar está con su familia.
El séptimo niño dijo:
Si realmente me mirara, sabría que no puede estar aquí.
El octavo niño dijo:
Empecé a sentir más calor, y ella significa algo muy cercano para mí.
El noveno niño dijo:
Cuando vino aquí, pensé: ‘No perteneces aquí.’
El décimo niño dijo:
Cuando se pasó a este lado, surgieron agresiones.
Y el padre muerto dijo:
A mí me dolió cuando vino, y tendría ganas de decirle: “Tu lugar está con tu familia. De esto me ocupo yo solo.“

A través de estas respuestas, la mujer se dio cuenta de que era una arrogación ponerse al lado de los muertos cuando no se pertenecía a su grupo. Volvió al lado de sus hijas, miró abiertamente a los niños judíos muertos y dijo: “Al cabo de un tiempo, vendré también.“
Después, miró a sus hijas diciéndoles: “Ahora aún me quedo un poco.“ Lo mismo dijo también a su marido.

Después, se volvió a llamar al representante del abuelo. Este comentó:
Me sentí muy aliviado cuando se me dijo que saliera de la puerta. Aquí no hubiera debido ni querido decir nada; y lo mismo sentía mientras estaba fuera.
Hasta aquí este ejemplo.
En este contexto también quisiera decir algo en relación a los descendientes de las víctimas. Muchos conciudadanos judíos, cuyos familiares fueron asesinados en los campos de exterminio, temen mirar a sus muertos y darles la honra, pensando que no tienen el derecho de seguir con vida teniendo en cuenta la suerte de aquéllos. Se sienten culpables, deseando expiar como si ellos fueran los perpetradores. En consecuencia, ni ellos pueden acercarse a los muertos, ni los muertos pueden acercarse a ellos. Ahora bien, si los supervivientes y descendientes encaran a sus familiares muertos, mirándoles a los ojos hasta que realmente los vean, inclinándose ante ellos y dándoles la honra llenos de amor, entonces parece como si los muertos resucitaran, como si el terrible estado de muerte terminara, y como si, por fin, pudieran dirigirse a los vivos y bendecirlos para que se queden y para que su vida siga fluyendo a través de ellos. Lo más consolador para los muertos, por tanto, es que en una de estas constelaciones familiares los vivos les digan: “Mira, tengo hijos.“


Morir en lugar de otros

Aún existe otra dinámica desencadenante de enfermedades graves, accidentes o suicidio en el seno de la familia o de la red familiar. Cuando un hijo percibe que el padre o la madre quieren marcharse o morir frecuentemente por querer seguir a alguien en su familia de origen , interiormente les dice: “Mejor que sea yo que tú. Prefiero desaparecer yo antes que tú.“ En consecuencia, quizás contraen alguna enfermedad, por ejemplo anorexia, o tienen accidentes graves o se suicidan. Esta dinámica también existe entre cónyuges. A este respecto contaré un ejemplo:
Una mujer enferma de cáncer contó que, hacía veinte años, su marido se había matado de un tiro. Ella había sido su segunda mujer; de la primera se había separado porque ambos pensaban que el otro era la persona equivocada así lo comentaba la cliente.

En la constelación, el marido se encontraba enfrente de su primera mujer, mirando continuamente los pies de ella. Ella, en cambio, notaba sus pies curiosamente ligeros, como si pudiera despegar. Así, pues, se le pidió al marido de arrodillarse ante su primera mujer y de postrar la cabeza ante sus pies. En ese momento, la mujer se cubrió la cara con las manos, sollozando y temblando violentamente. Se arrodilló junto a él, lo cogió del hombro, le miró a los ojos y lo abrazó sollozando llena de dolor. Después, se levantó cogiendo al marido y levantándolo también a él; el uno al lado del otro, se cogieron de la cintura y la mujer puso su cabeza en el pecho del marido.

Se le pidió a la mujer que le dijera al marido: “Lo tomo de ti como un regalo. Lo respeto y lo valoro.“ Después, ambos se abrazaron largamente y llenos de cariño. Todos los presentes sabían: el marido se había suicidado en lugar de su mujer.

Estos son los misterios del amor que a veces negamos con tanta facilidad. Es precisamente este amor el que actúa detrás de muchas enfermedades, cuyas causas radican en el ámbito psíquico o en la historia familiar, bien expresándose a través de la frase: “te sigo“, bien a través de la necesidad de expiar, especialmente de expiar en lugar de otra persona, o a través de la frase: “mejor que sea yo que tú“. En todo este proceso, la enfermedad o los actos nocivos concretos a través de los cuales se expresa este amor son absolutamente secundarios: las dinámicas fundamentales son similares o idénticas, incluso en enfermedades o suertes diferentes.


La Gran Alma

Pero el alma también alcanza más allá de los límites de la familia y de la red familiar. Se encuentra en interacción con otros grupos y, finalmente, con la Naturaleza y con el mundo en su totalidad. Aquí experimentamos al alma sin límites, como Gran Alma, sin ataduras de espacio ni de tiempo. En ella, todos los opuestos se hallan referidos unos a otros, quedando, por tanto, suprimidos; también los opuestos de bien y mal, de antes y después, de vida y muerte.

Bien el cuerpo alcanza hasta el Reino de los Muertos, porque en él los muertos están presentes a través de su influencia, y también la familia y la red familiar conservan la presencia de sus muertos, como si ambas partes, vivos y muertos, aún dependieran unos de otros, y como si el bien de unos dependiera también del bien de los otros. Para la Gran Alma, sin embargo, esta separación se borra en todos los aspectos: ella también une a aquéllos que tuvieron que ser excluidos de la familia; en ella, también éstos se vuelven a unir con su familia.

Ahora bien, en primer lugar experimentamos a la Gran Alma como fuerza que nos toma a su servicio para fines que van más allá de nuestras propias ideas y metas. Ella nos sostiene y nos dirige cuando logramos algo nuevo y grande y duradero, como si no fuéramos nosotros los que obramos, sino la Gran Alma, a través de nosotros. Lo mismo se aplica también al mal y a los malos, por muy difícil que nos resulte llegar a esta comprensión.


La paz

Sólo la unión con la Gran Alma nos permite mirar libremente y sin prejuicios a las implicaciones, superándolas a través de la orientación hacia lo más grande. Frecuentemente podemos observar que pacientes que lograron dar un primer paso para salir de sus implicaciones, al cabo de un tiempo vuelven a caer en ellas. La razón se halla en que las implicaciones sistémicas, por muy graves que puedan parecer para personas ajenas, a la persona afectada le dan la sensación de pertenencia, de amor y de poder: la conciencia, aún donde nos asalta ciega e impulsivamente, nos confiere una sensación infantil de plenitud y de felicidad, de paz y de estar acogido.

Sólo extendiendo el esclarecimiento también a la conciencia, desprendiéndonos de ella para avanzar hacia el ámbito de la Gran Alma, las necesidades impulsivas de pertenencia, de reconocimiento y de compensación son despojadas de sus efectos enfermizos y amenazantes para la vida. Tan sólo a este nivel superior el amor que ciega cobra clarividencia; la compensación que únicamente perpetúa la fatalidad se convierte en compensación que pone fin a la fatalidad; y la arrogancia convencida de que podría deshacer y cambiar los destinos de otras personas, cede a la humildad, consciente de los límites de nuestro amor. Es tan sólo esta humildad la que nos pone en harmonía con la salud y la enfermedad, con el bien y el mal, con la vida y la muerte. En último término, sin embargo, se trata de un acto religioso: en él, yo y Gran Alma se hacen uno.