
Este cuento fue escrito a partir de la propuesta que Claudio Naranjo hizo en uno de sus cursos de Protoanálisis, celebrado en Barcelona. Esta propuesta consistió en una descripción de propio carácter imitando los escritos de Elias Canetti en su libro “El testigo escuchón. Cincuenta caracteres. Ed. Anaya”.
La narración es fruto de mi trabajo personal a partir de ubicarme en el Eneagrama (Psicología de los Eneatipos) como seis social, e intenta recoger, de una forma irónica, varios de los aspectos caracteriológicos más significativos de mi personalidad: el miedo como emoción básica y la duda como estilo cognitivo.
Todo el mundo sabe que Dudonauta no es su verdadero nombre. En realidad se llama Don Prudencio Puede Quiensabe. Pero sus amigos y conocidos le llaman Dudonauta, aunque, entre nosotros, también se le conoce por Miedencio.
Este intrépido personaje navega por un mar de dudas a bordo de un armatoste rectangular de color grisáceo lleno de telarañas. Su anhelo es encontrar el paraíso perdido: el reino de la seguridad. Su misión es difícil; el mundo esta lleno de peligros y engaños, ya que a menudo aparecen en el horizonte falsas certidumbres que, como cantos de sirena, hipnotizan al Dudonauta y lo llevan a naufragar una y otra vez en ese mar. Mas están las otras, las certeras y seguras, las que un día –como veremos– quizás hallará y que el Dudonauta define así a sus infortunados oyentes:
“Seguro que existen verdades inviolables y definitivas que forman el fondo y la forma, el continente y el contenido de lo que llamamos realidad, y éstas con su existencia irrefutable…”
…en este punto de su monólogo el Dudonauta suele detener el discurso ante la certeza de sus ronquidos. El Dudonauta no camina: desfila, así se siente un poco más seguro. Decididamente avanza un pie, después otro y así sucesivamente. En una de sus más angustiosas pesadillas se convierte en un ciempiés y suele despertar bañado en un sudor frio, al no soportar la parálisis que le provoca decidir cual de los pies mueve primero. Al tiempo que desfila, sus ojos se posan vigilantes y preocupados en lo que sucede a su alrededor. El Dudonauta ve más allá de lo evidente: media sonrisa puede esconder media amenaza, dos personas platicando animadamente pueden, en realidad, estar confabulando disimuladamente, incluso los ciegos son sospechosos de mirarlo mal.
El Dudonauta piensa que la vida es demasiado complicada y contradictoria: constantemente se ve expuesto a tempestades que sacuden su nave y que le provocan gran cantidad de convulsiones internas, ubicadas todas ellas en el espacio que media entre barbilla y coronilla.
Para muestra un botón: cuando el Dudonauta se encuentra con un mendigo nunca sabe cuantas monedas debe darle y se acuerda –no sin cierto resquemor– de la insistencia de Jesucristo en la caridad; le disgusta sobremanera que no dijera nada respecto de la cantidad con la que es necesario contribuir. En plena convulsión, el Dudonauta cavila, divaga y piensa que al menos su representante en la tierra –el Sumo Pontífice– debiera escribir una encíclica donde dejara zanjado de una vez por todas el asunto: un listado de los diversos tipos de mendigos: huérfanos, incapacitados, viejos... y el fijo que se le debe dar a cada uno. Si a pesar de todo, en un acto heróico, da unas monedas, el Dudonauta imagina que se lo gastará todo en bebida y se siente culpable de estar colaborando a que aumente el consumo de alcohol. El Dudonauta está al día y ha leído estadísticas que confirman este aumento.
La obsesión más querida del Dudonauta ocurre todos los martes por la tarde. Se trata de algo sencillo y sin importancia. Sin embargo, para él es tan intenso que esta vez las convulsiones le ocupan desde la rabadilla hasta la coronilla. Se trata de su paseo frente a la comisaría de policía. Nada más llegar a la acera se le corta la respiración, aumentan sus pulsaciones y se le eriza la piel. No es que el Dudonauta haya cometido ningún delito, ni mucho menos, pero teme que al pasar a la altura de la puerta el policía de guardia sospeche y note sus culpas; lo detenga y lo someta a torturas, juicio, y finalmente lo mande a presidio. Sólo cuando ha dejado al agente detrás, el Dudonauta se relaja y le invade un inmenso júbilo por su renovada absolución. Esto es sólo el principio. El gozo se desencadena cuando disimuladamente gira la cabeza y con el rabillo del ojo observa la comisaría. El Dudonauta sabe que ahí está el final de su búsqueda, que en alguna recóndita sala del edificio se encuentra lo que tan ansiosamente lleva buscando: El Reglamento.
El tratado que, con toda seguridad, se consulta para aplicar la Ley. El libro definitivo en cuyas páginas está escrito, con sangre en lugar de tinta, lo que no se puede hacer y, por ende, lo que sí se puede hacer. El libro de las certezas certeras e inviolables, que lo librará por siempre de la sombra amenazante del error, de la nostalgia de la orden, de la angustiosa falta de confianza en el futuro, y que, incluso, lo conducirá al hasta ahora imposible perdón de Dios.
Con el rostro desencajado –y como cada martes– el Dudonauta decide que el próximo martes conseguirá ese Libro, y el acto será tan especial que, como en una iniciación, tiene pensado cambiarse el nombre. Nunca más volverá a llamarse Dudonauta, a partir de ese día glorioso, pasará a llamarse Certezanauta.
(Esa será otra, aunque la misma, historia).