
Autor: Luis G. La Cruz
Al investigar su vida descubrimos que este visionario también fue un alto iniciado que se inspiró en la tradición esotérica y en la filosofía hermética.
Un visionario
Hijo ilegítimo de un notario y de una campesina, Leonardo da Vinci nació en 1452. De niño sólo le enseñaron los rudimentos de la escritura y a echar las cuentas básicas. Él mismo se definió como «un hombre iletrado», porque no sabía latín –vital para acceder a una formación superior en su tiempo–, ni matemáticas, disciplinas que aprendió cuando ya era un hombre maduro.
Sin embargo, ningún genio ha brillado tanto como el suyo en la historia de la cultura humana. Precursor de la ciencia moderna, se anticipó a Francis Bacon en postular el método experimental, previó el principio de inercia que más tarde demostraría Galileo y vio la imposibilidad del movimiento continuo como fuente de energía. En sus textos aparecen incluso las bases del método hipotético-deductivo en que se basa la ciencia actual, aparte de un sinfín de descubrimientos revolucionarios. También fue uno de los padres de la hidráulica y sus propuestas de canalización de ríos todavía tienen interés práctico. En este campo, no sólo inventó varios instrumentos de medición y realizó aportaciones sobre hidrodinámica de los fuidos, sino que concibió el primer submarino del que se tiene noticia, así como el traje de buzo con escafandra, tubos respiratorios y aletas natatorias parecidas a las actuales.
Su ideal de conocimiento universal lo convirtió en pionero de la aerodinámica. Los primeros aeroplanos conocidos se encuentran en sus dibujos, e incluso anticipó el helicóptero («el tornillo volador»). Para Leonardo no existían fronteras en el saber. Sus investigaciones sobre anatomía humana y animal son un prodigio de exactitud y lo convierten en pionero de la anatomía comparada. La observación de la naturaleza suponía para él un reto permanente que lo impulsaba a desvelar sus secretos: desde la placenta de las vacas y la relación entre las corrientes sanguíneas maternales y fetales, hasta los ventrículos del cerebro –de los que llegó a fabricar moldes–, sin olvidar sus experimentos sobre la médula espinal de las ranas, o sus estudios sobre el ojo y el mecanismo de la visión, o sobre la circulación de la sangre, por mencionar algunos de sus trabajos en fisiología, que incluyen el estudio del feto humano en el claustro materno.
Es imposible abarcar su obra. Sólo una enumeración escueta excedería el espacio de este número. En materia de arquitectura y urbanística, por ejemplo, no sólo diseñó edificios y monumentos, sino que ideó un sistema de canalización de aguas y desagües para una ciudad, anticipando la urbe moderna con el principio de construcción en dos niveles: la superficie para los peatones y el subsuelo para los vehículos.
El encuentro
En geología, se le considera el precursor de la moderna teoría de la formación de los continentes, que dedujo del hallazgo de restos marinos en las montañas. También fue un pionero en paleontología, afirmando que existía un registro fósil de la evolución del planeta. Por si esto no produjera suficiente admiración, previó el final de la vida sobre la Tierra por efecto del calentamiento atmosférico, la desertización progresiva, la extinción de la vegetación por falta de agua y el desquicio de los ecosistemas.
Como ingeniero civil inventó máquinas excavadoras de tierra por sistemas de poleas, excavadoras flotantes para dragar ríos, molinos de aire caliente con aprovechamiento del calor residual de chimeneas, motores de agua e ingenios de todo tipo, incluyendo máquinas para pulir espejos; como ingeniero militar proyectó piezas de artillería, morteros, fusiles de repetición, aparte de diseñar fortificaciones y hasta vehículos acorazados a tracción humana por sistemas de manivelas y poleas; como astrónomo, advirtió que la Tierra era un planeta más, como la Luna, y que ambos cuerpos reflejaban la luz del sol, aparte de diseñar un telescopio, adelantándose en un siglo a Galileo.
Nada le era ajeno. Basta recordar, como detalle curioso e ilustrativo, que también fue maestro de cocina de los Sforza, y hasta dejó un libro de recetas culinarias, o que sus inquietudes incluyeron la moda, la invención de juegos de salón, la botánica, el diseño de jardines, la cartografía, la óptica –de la cual redactó varios tratados–, la decoración de interiores y la metalurgia. Pero no fue un erudito ni un escolástico. Se reía del «argumento de autoridad» de los académicos, tan frecuente entre los más doctos de su tiempo. La naturaleza fue su gran maestra, la observación y la experimentación su método de aprendizaje. Estaba convencido de que tanto nuestro planeta como el Universo eran entes vivos y animados, en los cuales todas las partes se hallaban íntimamente relacionadas, desde los astros hasta los ecosistemas y los hombres. Su obra pictórica no necesita presentación. No sólo produjo cuadros inmortales, sino que teorizó en profundidad sobre estética. Concebía la pintura como expresión plástica de una metafísica dualista y gnóstica que interpretaba el mundo como el desarrollo de una pugna cósmica entre la Luz y las Tinieblas. De ahí que su interés se centrara en el Cristo y no en el Jesús humano. Significativamente gnóstico es que nunca pintara una crucifixión.
La metafísica que sustentaba se tradujo en su invención de la técnica del claroscuro –modelado de las formas por contraste entre luces y sombras– y el sfumato, consistente en eliminar los contornos netos y precisos de las líneas, diluyéndolos en una especie de neblina que produce como efecto una ilusión de inmersión en la realidad material.
Esta perspectiva atmosférica –los fondos paisajísticos de sus cuadros– es otra constante de su obra y de ella la aprendieron los grandes maestros renacentistas, como Rafael Sanzio y Andrea del Sarto. Su método de composición –que alcanza la cumbre con La Última Cena–, ya se anuncia en su precoz Adoración de los magos. La pintura posterior no puede entenderse sin él. Pero el Leonardo que hoy nos ocupa trasciende todos estos logros admirables. Nos centramos en la obra del gran iniciado que fue el genio de Vinci. Un hombre que, más allá del arte, la ciencia y la técnica, dejó en sus pinturas signos sutiles, gestos simbólicos y pistas veladas que aluden a mensajes ocultos y a un legado reservado a quienes asuman el reto de descifrar su simbolismo, internándose en el corazón del misterio para alcanzar la verdad última del espíritu.
En este número, salimos al encuentro del Leonardo hermético, del heterodoxo en conflicto con el cristianismo oficial de su época, que probablemente fue miembro de sociedades secretas.