sábado, noviembre 29, 2008
Temor y Angústia
José Luis Catalán Bitrián
Las emociones de miedo son la manera de anticipar un suceso peligroso para la persona. Tal anticipación es una pequeña o larga historieta en futuro. Supongamos que ante mí hay una persona con un cuchillo en la mano. Si me imagino que no se trata de un afilador, sino de un criminal cuyas intenciones poco halagüenas se van a poner de manifiesto de aquí a unos segundos, acercándose y llegando hasta mí para apuñalarme, sentiré el miedo de poder-ser quizás herido de una forma análoga a la que he imaginado, aunque no haya ocurrido todavía cuando lo estoy pensando, espacio de tiempo que constituye una magnífica posibilidad para salir corriendo...
Respecto a una acción que queremos hacer somos nosotros mismos como agentes quienes elegimos hacerla deliberadamente. También podemos tener el rol de paciente respecto de otro agente que actúa: en el ejemplo anterior el criminal tiene un rol de agente (quiere matar y puede hacerlo), y el sujeto que está atemorizado juega un rol de paciente (es la víctima del criminal).
En la medida en la que los peligros que dibuja el miedo son precisamente acciones de un agente respecto al cual nosotros somos posibles víctimas, la imaginación es de tipo cinematográfico, esto es, representa escenas de personajes (características, intenciones, hechos) en un continuo temporal que va desde la intuición o declaración de intenciones a los hechos consumados.
Los peligros creados por instancias naturales en vez de ser acciones imputables a personas, tienen una estructura representativa de eventos, en los que hay fases y desarrollo temporal, pero no intenciones expresas de los actores en juego.
La historieta del miedo puede ser instantánea, durar un segundo. Por ejemplo, al calcular mal un paso cuando estamos bajando las escaleras y por momentos creemos que podríamos caer rodando. Esto es una historia sencilla, aunque se le podrían añadir matices trágicos: bajaba las escaleras y se desnucó, podrían contar los espectadores. El sujeto se la cuenta a sí mismo a toda velocidad antes de que se haga realidad. La situación mortal que prevé le sirve para dar una respuesta urgente, cogiéndose a la barandilla y corrigiendo el equilibrio con un movimiento contrario que contrapese el momento cinético.
Después de pasado el incidente, en teoría la persona tendría que estar contenta, sintiendo el alivio de haber superado el peligro, pero en ocasiones el susto es considerable y la persona se pone a temblar. Se presentan ciertas dificultades para apagar el incendio que la aguda reacción de alarma ha provocado. La activación corporal se ha instalado y no desaparece a la velocidad que desearíamos. Depende de lo que hagamos, la curva de la ansiedad bajará o bien se mantendrá por más tiempo del razonable, o incluso aumentará si el sujeto se pone a hacer ciertas consideraciones: lo que podría haberle sucedido es que se hubiera roto la columna vertebral y que le tocara vivir el resto de sus días en una silla de ruedas, la cara de terror que pondrían los suyos cuando se enteraran de que la habían ingresado en un hospital, etc. La persona se cuenta distintas versiones de una historia horrible que hubiese podido suceder, aunque no haya sucedido. Si está asustada todavía, más allá del tiempo normal de restitución, es porque habiendo visto próxima su muerte, insiste en verla cercana a través de sus aparentemente justificadas especulaciones.
Esta actividad elucubrativa se puede convertir en una costumbre si se repite con frecuencia. Si la persona del ejemplo no para de hacerse teatrillos espantosos en su cabeza y no sólo después del infortunado incidente, sino horas después, al próximo día, todos los días que le siguen, cada vez que tiene que bajar unos escalones, extenderá un suceso de pánico a muchas situaciones similares a la primera vez que ocurrió, de manera que se volverá miedosa en exceso.
En ocasiones una persona se asusta incluso por una posible muerte estando en su casa y sin que haya motivo razonable: al pensar, supongamos, que podría ser atropellado al cruzar la calle debido a que un repentino pavor le atenazara, paralizándole en mitad de la calzada. O un ser querido tarda en regresar a casa e imaginamos todo tipo de hipótesis espantosas que podrían explicar su retraso.
El miedo viene unido consubstancialmente a pensarse en peligro uno mismo, u otra persona que nos importa. Pero el peligro, bien mirado, es imaginado, aunque sea razonable. Por ejemplo, si estamos enfermos tememos que sin cuidados podríamos llegar a morir, pero esa posible muerte está por ahora en imagen, ya que una vez realmente muertos, ya no tendríamos vida para darnos cuenta.
Si tenemos ganas de beber un vaso de agua y nos lo bebemos, con el fin del acto se acaba aquella sed de beber ese vaso de agua. Los temores se acaban también: una vez que sucede lo que anunciaban.
Ya hemos puesto el ejemplo de la muerte, que es extremo. Pero lo mismo sucede con otros temores: el miedo a quedarse sin amigos se termina cuando efectivamente la persona se queda sola: ahora más que miedo sentirá punzante tristeza.
El miedo implica que pasamos directamente a contemplar la ruina del deseo, momentos antes de que muera del todo. Vivimos su agonía. La principal agonía es la de la muerte física, pero las otras muertes tienen su especial agonía, como la muerte del amor, de la amistad, de los proyectos, de los grupos e instituciones (tal como la muerte de una empresa, de una moda, de la escuela o de unas estructuras sociales).
Todo ocurre como si, primero viéramos un peligro de lejos, pero a medida que empeoran las cosas, pasamos a padecer en directo las consecuencias negativas del peligro, hasta que finalmente sucede el desastre. Sólo es posible el miedo mientras dicho final no lo damos por hecho. Después de la desgracia viene la renuncia al deseo, el duelo, el dolor de reconocer la imposibilidad del deseo, que vimos cuando hablábamos del desánimo.
Es decir, el miedo es un proceso temporal que se da en diversos momentos en los que se desenvuelve la acción de un agente(1). Pensemos en el criminal que (1) quiere matar (2) pasa al acto (3) lo consigue, (o grupo de agentes o acontecimiento no humano, como una infección).
En esquema:
Miedo por:
.- el posible acto o acontecimiento peligroso.
.- el peligro que ya está sucediendo.
.- el peligro que se consuma.
Mientras el miedo va dibujando, calculando por anticipado el desarrollo del peligro, trata de:
.- neutralizar el posible acto o acontecimiento peligroso.
.- detener el peligro que ya está sucediendo.
.- anular el último momento de la consumación (habiendo fracasado en las etapas anteriores).
El modo como nos representamos un miedo pone énfasis en alguna de estas estructuras temporales en los que el peligro y la forma de defenderse de ese peligro se articulan. Si nos imaginamos corriendo, significará que el peligro de ser alcanzados por un perseguidor es todavía vigente; si nos imaginamos que el perseguidor nos agarra por la solapa significa que nos representamos un fracaso de la huida y un éxito de nuestro perseguidor, es decir, que el deseo de mantener intacta nuestra integridad física se viene abajo.
En resumen diremos que el miedo es nuestra manera de calcular acontecimientos siniestros, mortales para nuestros planes e intereses, y siempre es imaginado, puro cálculo de lo que nos espera dado el desarrollo de lo temido (aquello que nos está ya ocurriendo pero no ha acabado del todo de suceder).
La imaginación tiene una doble vertiente: sirve tanto para acertar como para equivocarnos. Si el cálculo anticipado es adecuado, entonces estamos mejor preparados para enfrentarnos a los peligros, porque los conocemos con exactitud y tomamos las medidas apropiadas. Cuando no calculamos bien los peligros nos defendemos peor de ellos, ya que no acertaremos con el golpe que los liquide. Si los peligros ni siquiera existen, gastaremos energías sufriendo en vano, cuando podríamos disfrutar de la vida.
A menudo la situación se presenta paradójica: nos va todo bien y nos empeñamos en sufrir con miedos inadecuados, y no sólo eso, sino que todavía los magnificamos, agrandándolos con nuestras pesimistas disquisiciones.
Vamos a dejar de lado los miedos correctos, imprescindibles para adaptarnos a la realidad, para considerar los que nos podíamos ahorrar porque son ficticios.
Hay un tipo de miedos producidos por ignorancia, por no saber que lo que calificamos de peligroso en realidad no lo es, o bien porque no sabemos que hay un modo de defendernos de él. Por ejemplo, antes muchas mujeres tenían miedo de bañarse los días de la regla, temiendo que el agua les alterase; o bien muchos creen que mintiendo serán queridos, temiendo que no serán aceptados como son. A medida que el conocimiento avanza esos peligros resultan no ser tales. Por el contrario, cuanto más sea la persona supersticiosa, incluso mágica, aumentarán sus miedos, productos de su incultura.
En cada momento histórico hay un saber sobre el peligro que es lo último que se sabe: con el descubrimiento de los virus y bacterias aparece miedo a una falta de higiene, al mismo tiempo que el descubrimiento de vacunas y antibióticos disminuye el miedo a las enfermedades que producían.
Lo mismo cabe decir de las estrategias de salida para los peligros establecidos: las habilidades defensivas aumentan con la cultura. Por ejemplo el temor al despido o al abuso disminuye con el sindicalismo o la formación profesional, o el temor frente al poder administrativo con el conocimiento de las leyes y los derechos, el temor al estancamiento con las posibilidades culturales de crecimiento...
Evidentemente, el miedo por ignorancia se soluciona acercando la cultura a la población, o el individuo a la cultura. De esta idea nacen los movimientos de higiene social. que tratan de aportar un mayor bienestar a los ciudadanos por la difusión científica, por la socialización del saber (acortamiento de distancias entre los que saben y los que ignoran).
Un apartado de miedos injustificados hace referencia a hacer trampa en el cálculo de probabilidades. Una persona puede estar en el derecho legítimo de calcular la probabilidad de que cogiendo el ascensor se quede parado entre dos pisos, por largas horas no pase nadie o no sea posible técnicamente, sacarle de ahí y por tanto acabe muriendo asfixiado o le de un ataque de algo. También podría estudiarse la probabilidad de que caminando por la acera un coche se desbocase, rota su dirección, y viniese a subir al lugar aparentemente seguro del peatón. Terremotos, macetas que caen de los pisos altos, desmayos en mitad de la calle y otras situaciones en las que los acontecimientos se tuercen y descarrilan por el peor lado, pasan igualmente a estudiarse concienzudamente. La persona puede justificarse a sí misma o ante los demás, diciendo que tales improbabilidades efectivamente existen o alguna vez se han dado, y por lo tanto pudieran repetirse.
Lo tramposo de estas consideraciones proviene del tratamiento que de lo improbable se haga en la acción práctica. Si se decide actuar en todo momento teniendo en cuenta que ahora podría haber un terremoto, ello conlleva precaverse, estudiar donde podría uno refugiarse, o decidir no entrar en el edificio en el que iba a introducirse por si acaso. Es decir, se acaba actuando como si lo improbable fuese lo probable, lo normal.
Efectivamente, el sujeto humano actúa mediante planes(2) heurísticos, según las probabilidades mayores. Por ejemplo, actuamos como si no fuese a haber nunca un terremoto, aun a sabiendas que podría haber uno. Lo preferimos porque sabemos que la mayor parte del tiempo no sucederá y así podremos vivir más tranquilos, y que por otro lado, siendo tan imprevisible el terremoto toda defensa es inútil, puesto que es imposible predecir el lugar exacto en el que estaremos. No cabe otro remedio que postergar la decisión de cómo protegerse para el momento hipotético en cuestión, y pensar que entonces improvisaríamos lo mejor que pudiéramos. Estas consideraciones las podemos aplicar perfectamente a la mayoría de improbabilidades: la muerte repentina, accidentes, sucesos extraordinarios.
Otro grupo de miedos es aquel en el que el pensamiento se vuelve francamente quimérico, como al pensar que la CIA va tras nuestros pasos, creer que el cuerpo se rebela contra nosotros, que un fantasma nos asaltará por la noche cuando durmamos, o que un muerto se nos aparecerá.
Estos miedos fantasiosos se basan en un proceso temporal: se parte, se comienza en un punto especulativo, y si un muerto resucitase? si la CIA me persiguiese? y si existiese de verdad Drácula? y si alguien me estuviese guiando telepáticamente sin que yo me enterase?. Son breves pensamientos que dada nuestra libertad de imaginación (en imaginación tenemos libertades que en la realidad no tendríamos) nos atraviesan como un relámpago y que a continuación desechamos como ideas absurdas.
Pero hay personas que se regodean en tales fantasías pensando que no hay nada malo en hacerlo. Normalmente las ideas irreales terroríficas nos ocasionan un ligero temblor, que a veces es incluso placentero porque proporciona un toque de gracia a una vida aburrida, hasta el punto de cultivarlo como gusto, por ejemplo en el cine de terror o la novela negra, o en cierto esoterismo.
Lo más razonable es que se ataje ese miedo que nace, deciéndonos que son fantasías que producimos gratuitamente, sin que se trate de nada que realmente pueda estar sucediendo. Este mero diagnóstico, es una tontería o son fantasías basta para desanimarnos de seguir especulando. Ya sabemos que hay miedo mientras hay anticipación imaginaria. Por lo tanto, al acabar la historia del miedo cuando justo empezaba, lo eliminamos..
En otras ocasiones, a partir del inicio de una de tales ideas locas, no abandonamos, y a sabiendas, en el primer momento de que se trata de la fantasía nos permitimos seguir pensando en ello en la creencia de que no nos pasará nada por pensar lo que nos de la gana: es la soberbia del abuso (el que abusa de algo, pereza, bebida, sospecha, etc. suele hacerse este tipo de justificaciones para darse el gusto de sobrepasar los límites de equilibrio).
El sujeto se dedica entonces a creer una historia de terror, con los recursos expresivos de que dispone (técnicas de suspense, flashback, etc.), y que se caracteriza por que en ella somos un personaje directo (siendo la víctima) o indirecto (cuando la víctima es un ser querido, un amigo, la comunidad).
Es decir, por un lado el sujeto continua la historia, como si fuese el guionista de una película de terror, y por otra parte se incluye como un personaje más, esto es, como-si se tratase de una verdadera historia real que está sucediendo. Puede llegar a vivir tan a fondo su personaje que se olvide de que está haciendo una película particular, al modo como en el cine nos metemos dentro de la historia en vez de fijarnos en la pantalla o en el público.
Esta es una decisión del sujeto: novelar, representarse, dibujarse, teatralizar una escena imaginaria de una manera vivida y dramática en la que tiene cierto papel de víctima. No es que sea víctima en realidad, de nada que se le parezca, tan sólo lo es en la historia que se cuenta. Mas porque el miedo es precisamente pensar en peligros en los que uno mismo está implicado; al imaginar caprichosamente cosas truculentas, magnificamos el miedo, lo multiplicamos mediante la exageración de una historia espantosa.
Mientras la persona se recrea en el miedo no se ocupa de deshacerse de él, y resulta obvio: al no atajarlo, dura.
A diferencia de un peligro real, un peligro quimérico se liquida por el sencillo procedimiento de razonar, de prohibirse pensar en él, reconociendo que es el producto de nuestra retorcida imaginación.
Pero muchas personas no quieren reconocer sus defectos, no quieren reconocerse como productores de sus miedos, sino como consumidores manipulados por algún extraño maleficio o por fatalidad. Es más, justifican su vicio diciéndose que no son autores de él, que no son responsables, que se trata de algo que no controlan, y de esta forma no hacen otra cosa, al descreer de su poder, que perpetuar el poder del fantasma.
El secreto para eliminar un miedo irreal consiste, por consiguiente en prohibirse un abuso imaginativo, y eso está al alcance del miedoso, en la medida en la que se convenza de que tiene poder para controlar su propio pensamiento y realice pruebas empíricas para comprobarlo.
Imaginemos a una persona que cuando ve acercarse a alguien por la acera piensa, Y si fuese un ladrón que me quiere apuñalar y robar? Esta irrealizando el peligro, puesto que la manera de reconocer a un ladrón es ver que nos está asaltando, y nada hay que podamos hacer para evitar que nos pueda ocurrir un accidente que podamos hacer para evitar que nos pueda ocurrir un accidente de ese tipo, como en general de todo tipo de accidentes inusuales.
Pero el sujeto se puede empeñar en vivirse en pesadilla, aseverando, jurando y perjurando que no-puede evitar el pensarlo, cree que es víctima de una enfermedad, de carácter misterioso o maléfico. Es un problema de fé mágica.
Tenemos que comprender que hay personas que creen, tiene fé en fantasías, mitos, supersticiones, fantasmas -y esos fantasmas son los de una época actual-.
Nuestro ejemplo, en particular, consiste en que la persona cree en una fantasía de una supuesta pérdida de control del pensamiento. al tener fé en que no puede cambiar, contrarrestar las fantasías que ella misma se ha encargado de producir antes, se abandona, justificándose, a su actividad de darse miedo.
Una mano se vuelve ciega a lo que hace la otra. Lo que por una parte hace, por otra lo desdice. Si la persona reconociese que sus ladrones son fantasmas que convoca deliberadamente, y no una forma correcta de protegerse razonablemente de peligros, seguramente estaría dispuesta a sentirse con el poder de prohibirse pensar en ello.
Si bien un peligro real existe, y en ocasiones es difícil incluso sortearlo, un peligro quimérico se derrumba de un plumazo. Basta no creer en él. Y el sujeto siempre sabe, en tales casos, que ningún ladrón le asalta a la vuelta de la esquina, sino es en su fantasía.
1. Podemos aceptar como agentes a personajes literarios, dibujos animados, protagonistas de los sueños y en general a todo aquello a lo que podamos atribuir cierta intencionalidad. Los accidentes causados por fuerzas naturales no tienen un momento de anticipación, ni intención ni pueden estar en un fase de posibilidad electiva. Greimas los llama actantes en vez de agente. Ver en A.J. Greimas, Semántica estructural, Biblioteca Románica Hispánica, Ed. Gredos, Madrid 1973, pág. 263 y ss.
2. A. Miller, E. Galanter, K.A. Pribram, Planes y estructura de la conducta, Ed. Debate, Madrid 1983.