Solo hay una persona en este mundo que te impedirá llegar muy alto. Te mira todos los días, desde el espejo.
Tenemos una extraña forma de limitarnos y de acotar nuestro potencial pues nos sometemos con frecuencia a un escalofriante boicot interno para no permitirnos crecer. Sí, a nosotros mismos.., qué locura ¿verdad? Quizás ya sepas de lo que te hablo, vamos a ver qué hay detrás…
¿Por qué si nacemos con un gran potencial nos autolimitamos?
Hace años que Abraham Maslow llamó a esto “Complejo de Jonás”, en alusión al pasaje bíblico en el que Dios encomendó a Jonás que hiciese llegar su mensaje a Nínive y este huyó no creyéndose capaz de hacerlo.
A veces iniciamos una carrera literalmente en sentido opuesto al éxito, aún a sabiendas de que esa no es la dirección. Es por temor a nuestra propia grandeza y es una cruel de forma de sabotearnos.
Los demonios que conforman el complejo de Jonás son el miedo y la ansiedad frenando nuestra posibilidad de tener éxito. Es decir, sabes que vales, que lo puedes conseguir, te visualizas teniendo éxito pero actuas de una forma que sabes que no te ayudará a alcanzarlo. Cruzas el río hacia el valle de la mediocridad por miedo a no estar a la altura, por no valorarte y porque desconoces qué es lo que conlleva llegar a la cima.
Maslow decía que al igual que tememos “que ocurra lo peor”, tenemos miedo a “que suceda lo mejor”. O sea, es algo así como “no quiero el todo ni quiero la nada, prefiero quedarme en donde estoy”.
Estos miedos y ansiedades responden al temor de lograr algo más allá de lo que han logrado los demás, de hacer frente a las responsabilidades que conlleva la grandeza, de no saber abrirnos camino en el horizonte, de ser arrogantes, de fallar…
O sea, es una oscura forma que tenemos de crear nuestro propio sufrimiento. No es que frenemos el éxito o el dolor, es que frenamos nuestra propia alegría. El sufrimiento autocreado, el autosabojate, es un tipo de dolor totalmente innecesario y perjudicial.
Superar esto requiere de una puesta en marcha muy demandante. La única forma de erradicar este tipo de suicidio personal es haciendo frente al demonio de la envidia que como sociedad que nos abraza y atenaza, pues en él subyace el miedo de no alcanzar nuestros objetivos o de hacerlo y que los demás nos rechacen por ello.
Porque ante el éxito de los demás hay dos formas de responder: con codicia o con admiración y por desgracia tendemos a hacerlo de la primera forma. Así es que con este panorama, ¿quién se atreve a desentonar o a mostrarse novedosos y único? Desde luego que no todos ni en todos los aspectos, por lo que tomamos esa determinación inconsciente de quedarnos quietos y depender emocionalmente de la mediocridad.
La cárcel que cada uno nos creamos tiene diferentes barrotes y diferentes verdugos apostados a las puertas, vigilantes ante cada uno de nuestros movimientos y de nuestra propia respiración. Lo que está claro es que nuestra prisión se convertirá en nuestra sepultura con un epitafio que mostrará al mundo que hemos vivido sin pena ni gloria. Moriremos con lo puesto y nos enterrarán con las vestiduras de la mediocridad y de la comodidad emocional.
Es necesario que equilibremos nuestras aspiraciones con el hecho de mantener los pies en la tierra. La mayoría de la gente peca en exceso de uno o de otro aspecto, es decir, o ponen su punto de mira demasiado alto o parece que están enterrándose. Si observamos a las personas con éxito de verdad, vemos que la mayoría han sabido equilibrar esta cuestión, es decir, disparan hacia el cielo sin separarse de la realidad.
Temer a nuestros logros tiene en gran parte que ver con nuestra incapacidad para tolerar la incertidumbre. Estamos enfermos de certeza porque no confiamos en nuestra capacidad de hacer frente a lo que venga. Necesitamos tenerlo todo atado, reatado y mil veces comprobado.
Nuestra necesidad de reaseguración es bestial, es nuestra manera de fraternizar con los pensamientos obsesivos que guían cada paso que damos ante el gigante del éxito. No somos conscientes de que mirar hacia arriba significa creer que estamos abajo y permitirnos el lujo de sentirnos inferiores, algo que en verdad nos penalizará toda la vida.