Revista VIVA
Aunque resulta evidente que las emociones forman parte de la naturaleza del ser humano, muchas veces son consideradas como algo ajeno a nosotros, que está fuera de nuestro control. A lo largo de la historia, pensamiento racional y emoción han sido estimados como dos procesos mentales separados y, generalmente, opuestos: la emoción ejercía un efecto negativo sobre el razonamiento y, por lo tanto, debía ser evitada si uno deseaba “pensar claramente”. Pero las emociones ¿no encierran acaso algún valor de verdad, alguna utilidad? ¿Para qué sirven realmente las emociones? ¿Se tratan realmente de algo “ingobernable”?
El estudio científico moderno de las emociones solo resultó posible una vez estas se colocaron en un nivel equilibrado y complementario de los demás procesos cognitivos. Desde este punto de vista, representan el marcador más básico, automático y rápido para guiar la aproximación a lo que nos gusta y de alejamiento del peligro, dolor o frustración. Por tal motivo son consideradas como detectores de relevancia de los estímulos y los eventos en términos de su significado para el individuo.
Las emociones son episodios de cambios afectivos complejos frente a las diferentes circunstancias de la vida. Estas reacciones complejas integran diversos componentes como la activación neurofisiológica y el sentimiento subjetivo interno. Podemos reconsiderarlas, entonces, como una vía alternativa de procesamiento de información al pensamiento consciente más elaborado que orientan, entre otras áreas, el aprendizaje y la toma de decisiones en circunstancias rápidas. Muy lejos de ser un bosquejo desprolijo, desorganizado y espurio de las decisiones racionales, el sistema emocional es un instrumento adaptativo sin el cual nos sería imposible resolver situaciones que exceden las capacidades de análisis lógico-racional, ya sea por carencia de información más detallada o por la velocidad de las circunstancias para las cuales la decisión racional puede llegar a ser muy lenta. La emoción y la cognición no son sistemas separados, y mucho menos opuestos, ya que pueden actuar de forma concertada.
Una pregunta que queda por responder es si las emociones siguen resultando un elemento “incontrolable” de nuestra conducta. Las personas influimos en nuestras emociones en diferentes aspectos, como por ejemplo en qué emociones tenemos, cuándo las tenemos, o cómo las experimentamos y expresamos. Las emociones pueden ser más bien “automáticas” y fijas en su patrón de disparo (cuando se produce regularmente una misma emoción frente a un mismo estímulo) o bien pueden resultar de un proceso “cognitivo” más elaborado. En cualquiera de los casos, sin embargo, las personas somos capaces de “operar” sobre nuestras emociones, aunque más no sea sobre sus resultados finales. En muchos casos no podemos inhibir su disparo, pero podemos intentar torcer su curso para disimularlas o atenuarlas, puesto que las emociones constituyen un proceso dinámico en el tiempo. Las emociones no nos obligan, en la mayoría de los casos, a actuar de un modo específico, sino que vuelven más probable un tipo de respuesta. Con un cierto esfuerzo o preparación es posible bloquear o cambiar la conducta “favorecida” por la emoción disparada. Por el contrario, en la medida que reconocemos las circunstancias que disparan determinadas emociones negativas, podemos aprender a evitar los contextos o situaciones que se asocian a dichas emociones, de modo tal de disminuir la probabilidad de su aparición y regular así el episodio emocional desde su origen.
Esta transformación cognitiva de la experiencia emocional se denomina “reevaluación” y consiste en la selección de un sentido determinado para la situación que gatilla una emoción. Se trata, ni más ni menos, de cambiar la manera en que sentimos al cambiar la manera en que pensamos.