miércoles, agosto 05, 2015

El Testigo Puro - 1º parte de 4

Ken Wilber

Cuando te eleves a la altura de tu propio Corazón ―el nivel en que tú y yo somos uno―, te darás cuenta de que este mundo es de la naturaleza de los sueños, la película de una telaraña brillante y temblorosa que debemos aprender a tomar cada vez menos en serio y a disfrutar mientras discurre. Pero antes de entrar en ese dominio deberás despojarte de tu seriedad y dejarla junto a tus zapatos, porque entonces estarás a punto de adentrarte en suelo sagrado. Póstrate ante la Liviandad y el Humor que reemplaza a la solemnidad. Entonces el mundo entero empezará a asumir una transparencia luminosa, los átomos de materia se verán reemplazados por la luz y los días y las noches desfilarán ante ti como sueños errantes, mientras la atención se desplaza gradualmente hacia el Soñante divino, tu mismo Yo, resplandeciente en medio de toda la locura.

Sigue profundizando, mi querido amigo, porque, así como la naturaleza retrocede ante Dios, Dios también retrocede ante el Abismo. Todo el universo manifiesto, tanto ordinario como sutil, y hasta Dios y la Divinidad emergen de una inmensa Vacuidad, de un Infinito sin forma, del radiante Ursprung [Origen] que constituye el Fundamento y Meta de toda manifestación. Los grandes sabios de Oriente y de Occidente siempre han proclamado, cada uno con su propia voz, que, más allá de Dios, se encuentra la incalificable Divinidad. No hay ningún modo de calificar esa inmensa Vacuidad (ni siquiera así) ―puesto que no es absoluta ni relativa, una ni múltiple, universal ni plural, buena ni mala―, ya que cada palabra tiene un significado que depende de su opuesto y Esto, innecesario es decirlo, carece de todo opuesto. Puede ser sentido, pero jamás conocido; es un clima, pero no un objeto; es la Liberación infinita, la gran Liberación, la Plenitud radical que mora al otro lado del miedo. Es atemporal y, por consiguiente, eterna y genera todo tiempo; es aespacial y, por consiguiente, infinita, y origina todo espacio; carece de forma y, en consecuencia, es omnipresente y crea todos los mundos, aun aquí y ahora. ¡Mira! ¡Mira! ¿Puedes verlo? ¡Te aseguro que está más cerca de ti que tú mismo, más cerca de ti que los latidos de tu respiración! ¡Aquí y ahora está mirándote directamente a los ojos! ¿No lo ves?

Muchas son las metáforas poéticas que se han empleado para referirse a Esto, como Conciencia sin objeto, Yo puro que ve sin poder ser visto, Testigo ecuánime o mente-espejo en la que se refleja todo espacio, y Vacuidad resplandeciente, que es la transparencia de la totalidad del Kosmos. En cualquiera de los casos es, desde el mismo comienzo, el gran Yo Soy, el Uno sin segundo, la Naturaleza de todas las naturalezas, la Condición de todas las condiciones y el descubrimiento de la Gran Liberación que conduce a un reino más allá de la muerte y de la mortalidad, de la finitud y del dolor, del sufrimiento y de la separación, de las lágrimas y del terror.
Pero éstas no son más que palabras despojadas, como todas las palabras, de sangre y de corazón. Escuchadme, queridos amigos, y tratad de ir más allá de las palabras:
¿Cómo puede encontrarse el Abismo de la Gran Liberación? Jamás podrá encontrarse, porque jamás se ha perdido. Ese Testigo puro y sin forma es lo único de lo que nunca has carecido, la única constante del Kosmos. El secreto evidente y último que conoces desde hace quince mil millones de años y que, antes de eso, conocías desde toda la eternidad, no es otro que tu Rostro Original, el rostro que tenías antes del Big Bang. ¿Te gustaría verlo? ¿Realmente quieres verlo? ¿Aquí y ahora mismo? Éstas son las instrucciones que, para ello, me dio un amigo muy querido:
Deja que tu mente se relaje. Deja que se relaje y se expanda hasta llegar a fundirse con el cielo que te rodea. Entonces date cuenta de que las nubes flotan en el cielo y de que eres consciente de ellas sin necesidad de realizar esfuerzo alguno. Los sentimientos flotan en el cuerpo y eres consciente de ellos. Los pensamientos flotan en la mente y también te das cuenta de ellos. La naturaleza flota, los sentimientos flotan, los pensamientos flotan... y tú eres consciente de todo ello.

Ahora dime: ¿quién eres tú?
Tú no eres tus pensamientos, porque te das cuenta de ellos; no eres tus sentimientos, porque te das cuenta de ellos, y tampoco eres cualquiera de los objetos que puedes ver, porque te das cuenta de ellos. Algo en ti se da cuenta de todas esas cosas. Dime: ¿qué es lo que hay en ti que sea consciente de todo?

¿Qué hay en ti que ahora mismo esté despierto? ¿Qué hay en ti que siempre está completamente presente? ¿Qué hay en ti que ahora mismo sea consciente sin realizar esfuerzo alguno de todo cuando acontece? ¿No reconoces acaso esa infinita conciencia testigo? ¿Qué es ese Testigo?
Tú eres ese Testigo, ¿no es así? Tú eres el Veedor puro, la conciencia pura, el Espíritu puro que contempla con ecuanimidad todo lo que aparece instante tras instante. Tu conciencia espaciosa, abierta, vacía y cristalina que registra todo lo que aparece.
Ese mismo Testigo es el Espíritu interno contemplando el mundo que creó. Ve pero no puede ser visto, oye pero no puede ser oído y conoce pero no puede ser conocido. Es el Espíritu mismo que ve con tus ojos, habla con tus labios, oye con tus orejas y coge con tus manos. ¿Cuándo reconocerás este sencillo secreto y despertarás de la más angustiosa de las pesadillas?

Si puedes ver las palabras escritas en esta página, el Espíritu está por completo presente, mirando a través de tus ojos. Si puedes sentir el libro que sostienes entre las manos, el Espíritu está por completo presente sosteniendo el mundo en sus manos. Si puedes oír el canto de ese pájaro, el Espíritu está por completo presente escuchando esa canción.

No puedes ver ese Espíritu, porque es el que está mirando, no puedes ver ese Espíritu, porque es el que está percibiendo y no puedes descubrir ese Espíritu, porque es el que realiza todos los descubrimientos. Si entiendes esto, será el Espíritu quien lo entienda y, si no lo entiendes, también será el Espíritu quien no lo entienda. Lo entiendas o no, ése es el Espíritu.
Éste es el sorprendente secreto último que lentamente empieza a emerger: la mente iluminada ―el Espíritu puro― no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar. ¿Crees acaso que sería posible estar sin ese Espíritu que ahora mismo está leyendo esta frase?
Muéstrame el rostro que tenías antes del Big Bang y te mostraré el Espíritu de todo el Kosmos. Ese Espíritu puro, eterno y sin forma: Eso... eres... tú.

El alma, en el sentido en que estoy ahora usando el término es una especie de estadio de transición entre la mente-ego personal y el espíritu impersonal o transpersonal. El alma es el Testigo que resplandece dentro de ti. Por ello digo que el alma es el hogar del Testigo. Cuando te asientas en el alma lo haces como Testigo, como Yo verdadero. Cuando trasciendes el nivel del alma, el Testigo se funde con todo lo que observa y eres uno con todo aquello de lo que tienes conciencia. No se trata entonces de que observes las nubes, porque te habrás convertido en las mismas nubes. Eso es el Espíritu...

Desde cierta perspectiva, el alma o el Testigo es el estadio más elevado del camino de regreso al Espíritu pero, desde otra, es el último obstáculo que nos impide acceder al Espíritu. Sólo desde el Testigo puedes, por así decirlo, saltar al Espíritu pero, llegado el momento, hasta el mismo Testigo debe disolverse o morir. Y es que, para poder alcanzar tu identidad suprema con el Espíritu, tu alma debe ser sacrificada, liberada y abandonada y debe morir. En última instancia, el alma no es más que la última contracción de la conciencia, el nudo más sutil que constriñe al Espíritu universal, la última y más sutil forma de sensación de identidad separada. Y ese nudo final también debe ser desatado. Ésa es, por así decirlo, la última muerte. Primero muere el yo material ―es decir, nos des-identificamos de él―, luego muere la identidad exclusiva con el yo corporal, luego sucede lo mismo con el yo mental y finalmente con el alma. Esto último es lo que el zen denomina la Gran Muerte.
Grace and Grit, págs. 120-121 [Gracia y coraje]