Estoy leyendo este libro, dado que he tenido la desgracia de experimentar en primera persona lo que es tener al lado a, como los describe el libro, un perverso narcisista. Una persona que se apropia mentalmente de otra hasta anularla por completo.
Voy a copiar las frases del libro que más me llaman la atención, donde más reflejada veo mi historia y todo lo que se diga en ellas es justo lo que he vivido. Es increíble el poder de convicción que tienen estos vampiros, estos seres desalmados, qué manera de absorber a una persona y reducirla a nada. Y una vez estás en el pozo, te dejan tirada a tu suerte, porque no aguantan tu estado depresivo, estado en el que ellos mismos te han metido. Así mismo, sus actos son invisibles para con el resto de las personas, pocas se dan cuenta de lo que sufre la víctima. Y la desastibiliza de tal manera, que cuando la víctima estalla, el perverso es cuando intenta demostrar a los demás que lo que él dice es cierto: “¿Véis que agresiva es? Si ya lo decía yo, es una paranoica que está loca, mirad cómo se pone sin venir a cuento”.
En fin, con tan sólo leer lo que dice este libro, ya no hará falta que yo diga más nada. Todo lo describe a la perfección. Esto es lo que me ha pasado y así es como me siento:
– Los pequeños actos perversos son tan cotidianos que parecen normales. Empiezan con una sencilla falta de respeto, con una mentira o con manipulación. Pero sólo los encontramos insoportables si nos afectan directamente. Luego, si el grupo social en el que aparecen no reacciona, estos actos se transforman progresivamente en verdaderas conductas perversas que tienen graves consecuencias para la salud psicológica de las víctimas. Al no tener la seguridad de que serán comprendidas, las víctimas callan y sufren en silencio.
– A menudo se niega o se quita importancia a la violencia perversa en la pareja, y se la reduce a una mera relación de dominación. Una de las simplificaciones psicoanalíticas consiste en hacer de la víctima el cómplice o incluso el responsable del intercambio perverso. Esto supone negar la dimensión de la influencia, o el dominio, que la paraliza y que le impide defenderse, y supone negar la violencia de los ataques y la gravedad de la repercusión psicológica del acoso que se ejerce sobre ella. Las agresiones son sutiles, no dejan un rastro tangible y los testigos tienden a interpretarlas como simples aspectos de una relación conflictiva o apasionada entre dos personas de carácter, cuando, en realidad, constituyen un intento violento, y a veces exitoso, de destrucción moral e incluso física.
– Un individuo narcisista impone su dominio para retener al otro, pero también teme que el otro se le aproxime demasiado y lo invada. Pretende, por tanto, mantener al otro en una relación de dependencia, o incluso de propiedad, para demostrarse a sí mismo su omnipotencia. La víctima, inmersa en la duda y en la culpabilidad, no puede reaccionar.
El mensaje no confesado es «No te quiero», pero se oculta para que el otro no se marche. De este modo, el mensaje actúa de forma indirecta. El otro debe permanecer para ser frustrado permanentemente. Al mismo tiempo, hay que impedir que piense para que no tome conciencia del proceso.
El dominio lo establece un individuo narcisista que pretende paralizar a su pareja colocándola en una posición de confusión y de incertidumbre. Esto le libra de comprometerse en una relación que le da miedo. Por medio de este proceso, mantiene a su pareja a distancia, dentro de unos límites que no le parecen peligrosos. No quiere que su pareja lo invada, pero le hace padecer lo que él mismo no quiere padecer, ahogándola y manteniéndola «a su disposición».
– La negación de la comunicación directa es el arma absoluta de los perversos. La persona agredida se ve obligada a realizar las peticiones y las respuestas, y, al avanzar a cuerpo descubierto, comete evidentemente errores que el agresor recoge para señalar la nulidad de su víctima.
– Ejercer una influencia sobre alguien supone conducirlo, sin argumentar, a que decida o se comporte de modo diferente a como lo haría de una forma espontánea. La persona que es el blanco de la influencia no puede consentir libremente a priori. El proceso de influencia se elabora en función de su sensibilidad y de su vulnerabilidad. Y, esencialmente, se lleva a cabo mediante la seducción y la manipulación.
Como en cualquier otra manipulación, la primera etapa consiste en hacer creer al interlocutor que es libre, aun cuando se trate de una acción insidiosa que priva de libertad al que se somete a ella. Aquí no se trata de argumentar de igual a igual, sino de imponerse, al tiempo que se impide al otro que tome conciencia del proceso, que discuta o que se resista. Al anular las capacidades defensivas y el sentido crítico de la víctima, se elimina toda posibilidad de que ésta se pueda rebelar. Este es el caso de todas las situaciones en las que un individuo ejerce una influencia exagerada y abusiva sobre otro, sin que este último se dé cuenta de ello.
– El poder del seductor hace que la víctima se mantenga en la relación de dominación de un modo dependiente, mostrando su consentimiento y su adhesión. Eventualmente, esto trae consigo amenazas veladas o intimidaciones. El seductor trata de debilitar para transferir mejor sus ideas. Hacer que el otro acepte algo por coacción supone admitir que no se considera al otro como a un igual. Así, el dominador puede llegar a apropiarse de la mente de la víctima, igual que en un verdadero lavado de cerebro.
– El dominio se manifiesta en el ámbito de las relaciones y consiste en una dominación intelectual o moral que atestigua el ascendente o la influencia de un individuo sobre otro. La víctima no llega a darse cuenta de que la están forzando. Se halla como atrapada en una tela de araña, atada psicológicamente, anestesiada y a merced del que la domina, sin tenerlo muy presente.
Es innegable que el dominio trae consigo un componente destructivo, ya que neutraliza el deseo del otro y anula toda su especificidad. La víctima pierde poco a poco su resistencia y tiene cada vez menos posibilidades de oponerse. Pierde toda opción de criticar. En cuanto se vuelve incapaz de reaccionar y queda literalmente «anonadada», se convierte en una cómplice de lo que la oprime. En ningún caso se trata de un consentimiento por su parte, sino de que ha quedado cosificada, se ha vuelto incapaz de tener un pensamiento propio y sólo puede pensar igual que su agresor. Ya no se puede decir que la víctima sea «el otro»: ya no es más que un alter ego de su agresor. Padece sin consentir, e incluso sin participar.
– Al principio, obedecen para contentar a su compañero, o con una intención reparadora, porque adopta un aire desdichado. Más adelante, obedecen porque tienen miedo. Los niños, por ejemplo, aceptan la sumisión como una respuesta a su necesidad de reconocimiento; les parece preferible al abandono. Pero, dado que un perverso da muy poco y pide mucho, se pone en marcha un chantaje implícito o, al menos, una duda: «Si me muestro más dócil, terminará por apreciarme o amarme». Este camino no conduce a ninguna parte, pues no hay manera de colmar al perverso narcisista.
– En general, los observadores externos no perciben el dominio. Pueden incluso negar determinadas evidencias. A los que no conocen el contexto y, por lo tanto, no pueden detectar segundas intenciones, las alusiones no les parecen desestabilizadoras. Se puede iniciar así un proceso de aislamiento. La víctima ya ha sido acorralada en una posición defensiva, y esto la conduce a comportarse de un modo que irrita a sus allegados. Éstos empiezan a verla como una persona desabrida, quejumbrosa y obsesiva. En cualquier caso, ha perdido su espontaneidad. La gente no termina de comprender qué ocurre, pero se ve arrastrada a juzgar negativamente a la víctima.
– El dominio se establece a partir de procesos que dan la impresión de ser comunicativos, pero cuya particular comunicación no conduce a la unión, sino al alejamiento y a la imposibilidad de intercambio. La comunicación se deforma con objeto de utilizar al otro. Para que siga sin comprender nada del proceso que se ha iniciado y para confundirlo todavía más, hay que manipularlo verbalmente. Arrojar confusión sobre las informaciones reales es esencial cuando hay que lograr que la víctima se vuelva impotente.
La violencia, aun cuando se oculte, se ahogue y no llegue a ser verbal, transpira a través de las insinuaciones, las reticencias y lo que se silencia. Por eso se puede convertir en un generador de angustia.
– El perverso no practica la comunicación directa porque «con los objetos no se habla».
Cuando a un perverso se le pregunta algo directamente, elude la comunicación. Como no habla, impone una imagen de grandeza o de sabiduría. Penetramos así en un mundo en el que la comunicación verbal es escasa y en el que tan sólo se nos llama la atención con pequeños toques desestabilizadores. El perverso no nombra nada, pero lo insinúa todo. Le basta con encogerse de hombros, o con suspirar. La víctima, por su parte, intenta comprender: «¿Qué le habré hecho? ¿Qué tendrá que reprocharme?». Como nada se habla claramente, lo reprochado puede ser cualquier cosa.
El agresor niega la existencia del reproche y la existencia del conflicto. Con ello, paraliza a la víctima, pues sería absurdo que ésta se defendiera de algo que no existe. El mismo hecho de negarse a nombrar lo que ocurre, a discutir, a encontrar conjuntamente soluciones, es lo que perpetra la agresión. Si hubiera un conflicto abierto, cabría la posibilidad de discutir y de encontrar una solución. Pero, en el registro de la comunicación perversa, por encima de todo hay que impedir que el otro piense, comprenda o reaccione. Rechazar el diálogo es una hábil manera de agravar el conflicto haciéndolo recaer completamente en el otro. A la víctima se le niega el derecho a ser oída. Al perverso no le interesa su versión de los hechos, y se niega a escucharla.
El que rechaza el diálogo viene a decir, sin decirlo directamente con palabras, que el otro no le interesa, o incluso que no existe. Habitualmente, cuando no comprendemos a un interlocutor, siempre podemos preguntar. Con los perversos, el discurso es tortuoso, sin explicaciones, y conduce a una alienación mutua. Nos vemos obligados a interpretar.
Como la comunicación verbal directa se niega, la víctima recurre con frecuencia a manifestarse por escrito. Escribe cartas donde pide explicaciones sobre la repulsa que percibe, pero, como no suele obtener respuesta, vuelve a escribir, esta vez preguntándose qué aspectos de su comportamiento son los que podrían justificar la actitud que percibe. Con objeto de justificar el comportamiento de su agresor, la víctima puede llegar a pedir excusas por lo que haya podido hacer consciente o inconscientemente.
A veces el agresor utiliza estos escritos que no reciben respuesta para atacar de nuevo a su víctima. He aquí un ejemplo: tras una escena violenta en que una mujer le reprocha a su marido su infidelidad y sus mentiras, ella le escribe una carta pidiéndole excusas. La mujer se queda estupefacta cuando comprueba que su marido ha presentado la carta en comisaría como una prueba de su violencia conyugal: «¡Aquí lo tienen: ella misma reconoce su violencia!».
– Cuando los perversos hablan con su víctima, suelen adoptar una voz fría, insulsa y monocorde. Es una voz sin tonalidad afectiva, que hiela e inquieta, y por la que se asoman, a través de las palabras más anodinas, el desprecio y la burla. Incluso los observadores neutros pueden percibir las insinuaciones, reproches o amenazas que se ocultan en la misma tonalidad.
Quien haya sido víctima de un perverso reconoce inmediatamente esa tonalidad fría que desencadena el miedo y que lo pone a uno en vilo. Las palabras no tienen ninguna importancia; sólo importa el tono.
– Con frecuencia, el perverso no se toma la molestia de articular. Esto conduce al otro a adoptar la posición del que pregunta y obliga a repetir las cosas. El perverso también suele refunfuñar cuando el otro está en otra habitación, lo que obliga a este último a desplazarse para entender lo que dice. En ambos casos, resulta fácil reprocharle a la víctima el hecho de que no escucha.
El mensaje de un perverso es voluntariamente vago e impreciso y genera confusión. Luego, elude cualquier reproche diciendo simplemente: «Yo nunca he dicho esto». Al utilizar alusiones, transmite mensajes sin comprometerse.
Como sus declaraciones no responden a una relación lógica, puede sostener a la vez varios discursos contradictorios.
También se abstiene de terminar sus frases. Los puntos suspensivos son una puerta abierta a todas las interpretaciones y a todo tipo de malentendidos. Envía asimismo mensajes oscuros que luego se niega a esclarecer. Una conversación tipo se podría desarrollar del siguiente modo.
Una suegra le pide una ayuda anodina a su yerno (perverso), que contesta:
—¡Imposible!
—¿Por qué?
—¡Ya debería usted saberlo!
—¡Pues no, no entiendo por qué!
—¡Pues piense!
Estas palabras son agresivas pero se dicen en un tono «normal», tranquilo, casi sosegado. El interlocutor, cuya respuesta agresiva es neutralizada, tiene la impresión de que su reacción está fuera de lugar. Ante semejantes insinuaciones, es lógico que uno intente saber qué es lo que ha dicho o hecho mal, y que uno se sienta culpable, a menos que se enfade y que provoque el conflicto. Sin embargo, esta última estrategia no se suele adoptar, pues no libra de la culpabilización, a no ser que uno mismo sea también perverso.
– Mentir. En lugar de mentir directamente, el perverso prefiere utilizar un conjunto de insinuaciones y de silencios a fin de crear un malentendido que luego podrá explotar en beneficio propio. Los mensajes incompletos o paradójicos son una prueba del miedo a la reacción del otro. Las cosas se dicen sin decirlas, esperando que el otro comprenda el mensaje sin tener que nombrarlo. Lo más frecuente es que estos mensajes sólo se puedan descifrar posteriormente.
Decir sin decir es una hábil manera de afrontar cualquier situación.
La mentira también puede agarrarse a los detalles. A una mujer que le reprocha a su marido el hecho de haber pasado ocho días en el campo con una muchacha, se le responde: «¡La mentirosa eres tú: en primer lugar, no fueron ocho días, sino nueve, y, por otra parte, no era una muchacha, sino una mujer!».
Dígase lo que se diga, los perversos siempre encuentran la manera de tener razón, y esto les resulta más fácil cuando ya han logrado desestabilizar a su víctima y ésta, contrariamente a su agresor, ya no disfruta con la polémica. El trastorno que se provoca en la víctima es una consecuencia de la confusión permanente entre la verdad y la mentira.
La mentira de los perversos narcisistas sólo se vuelve directa durante la fase de destrucción. En ese momento, la mentira desprecia cualquier evidencia. Y lo que, sobre todo y ante todo, permite convencer a la víctima es que esa mentira es una mentira convencida. Sea cual fuere el tamaño de la mentira, el perverso se agarra a ella y termina por convencer a su interlocutor.
A los perversos les importa muy poco qué cosas son verdad y cuáles son mentira: lo único verdadero es lo que dicen en el instante presente. La mentira del perverso responde simplemente a una necesidad de ignorar lo que va en contra de su interés narcisista.
– Para mantenerse a flote, el perverso necesita hundir al otro. Para ello, lo desestabiliza mediante leves toques que, a menudo, tienen lugar en presencia de terceros y describen asuntos anodinos —o íntimos—, pero con exageración y, a veces, con el apoyo de un aliado que forma parte del grupo.
Es muy importante incomodar al otro. El agredido percibe la hostilidad, pero no está seguro de si la cosa va en serio o en broma. Parece como si el perverso quisiera hacer rabiar, pero, en realidad, se centra en los puntos débiles: una «nariz grande», una «mujer plana», una dificultad de expresión, etc.
La agresión se lleva a cabo sin hacer ruido, mediante alusiones e insinuaciones, sin que podamos decir en qué momento ha comenzado ni tampoco si se trata realmente de una agresión. El agresor no se compromete. A menudo, le da incluso la vuelta a la situación señalando los deseos agresivos de su víctima: «¡Si piensas que te agredo, es que tú misma eres agresiva!».
– En estas agresiones verbales, en estas burlas y en este cinismo hay también una parte de juego: se trata del placer de la polémica y de obligar al otro a defenderse. Al perverso narcisista, ya lo hemos dicho, le gusta la controversia. Es capaz de sostener un día un punto de vista y al día siguiente todo lo contrario, con tal de reanudar la discusión o de sorprender deliberadamente. Si el interlocutor no reacciona como se espera, basta con aumentar un poco la provocación. La persona que padece este tipo de violencia no reacciona porque tiene tendencia a excusar a su agresor, pero también porque la violencia se instala de una manera insidiosa. Si esta actitud violenta apareciera de repente, suscitaría indefectiblemente la ira, pero su establecimiento progresivo anula cualquier tipo de reacción. La víctima sólo toma conciencia de la agresividad del mensaje cuando éste se ha convertido en una costumbre.
Por lo tanto, el discurso del perverso narcisista encuentra una audiencia a la que llega a seducir y que es insensible a la humillación que padece la víctima. A menudo, el agresor solicita con su mirada la participación —voluntaria o no— de los presentes en su empresa de derribo.
En suma, para desestabilizar al otro, basta con:
—burlarse de sus convicciones, de sus ideas políticas y de sus gustos;
—dejar de dirigirle la palabra;
—ridiculizarlo en público;
—ofenderlo delante de los demás;
—privarlo de cualquier posibilidad de expresarse;
—hacer guasa con sus puntos débiles;
—hacer alusiones desagradables, sin llegar a aclararlas nunca;
—poner en tela de juicio sus capacidades de juicio y de decisión.
– En una agresión perversa, advertimos un intento de desquiciar a una persona y de hacerla dudar de sus propios pensamientos y afectos. La víctima pierde la noción de su propia identidad. No puede pensar ni comprender. El objetivo es negar su persona y paralizarla para que no pueda surgir un conflicto. Se la tiene que poder atacar sin perderla. Debe permanecer a disposición del perverso.
Una doble coacción lo permite: en el nivel verbal se dice una cosa, y en el nivel no verbal se expresa lo contrario. El discurso paradójico se compone de un mensaje explícito y de un mensaje sobreentendido. El agresor niega la existencia del segundo. Ésta es una manera muy eficaz de desestabilizar al otro.
Una de las formas del mensaje paradójico se basa en sembrar la duda sobre algún hecho más o menos anodino de la vida cotidiana. La víctima termina desquiciada y ya no sabe quién está en lo cierto y quién no. Basta con afirmar, por ejemplo, que uno está de acuerdo con una propuesta del otro, mientras, con gestos y ademanes, demuestra que el acuerdo sólo es aparente.
Se puede decir algo e, inmediatamente, rectificar. Queda un rastro de duda: «¿Ha querido decir lo que decía, o lo estoy interpretando todo al revés?». Si la víctima intenta aclarar sus dudas, acaban calificándola de paranoica y acusándola de que todo lo entiende al revés.
También se produce una situación paradójica cuando se le hace notar al otro la tensión y la hostilidad, pero sin que se diga nada en su contra. En este caso, se trata de agresiones indirectas en las que el perverso la toma con objetos. Puede dar portazos, o tirar cosas, y negar luego la agresión.
El discurso paradójico sume al otro en la perplejidad. Al no estar seguro de lo que siente, tiende a caricaturizar su actitud o a justificarse.
Los mensajes paradójicos no son fáciles de identificar. Su objetivo consiste en sumir al otro en la confusión para desestabilizarlo. De este modo, el agresor mantiene el control de la situación y enreda a su víctima con sentimientos contradictorios. La mantiene en falso y se asegura la posibilidad de hacerla caer en un error. La finalidad de todo ello, como hemos visto, es la de recuperar una posición dominante, y pasa por controlar los sentimientos y los comportamientos del otro, y por procurar incluso que éste termine por aprobarlo todo, al tiempo que se descalifica a sí mismo.
– Al bloquear la comunicación mediante mensajes paradójicos, el perverso narcisista consigue que su víctima no entienda su propia situación y logra impedir que ésta pueda proporcionar respuestas adecuadas. La víctima se agota buscando soluciones, las cuales son de todas formas inadecuadas y, sea cual fuere su resistencia, es incapaz de evitar la emergencia de la angustia o de la depresión.
– La descalificación consiste en privar a alguien de todas sus cualidades. Hay que decirle y repetirle que no vale nada hasta que se lo crea.
Al principio, ya lo hemos visto, esto se hace de un modo soterrado, en el registro de la comunicación no verbal: miradas despreciativas, suspiros exagerados, insinuaciones, alusiones desestabilizadoras o malévolas, observaciones desagradables, críticas indirectas que se ocultan detrás de una broma, y burlas.
Tanto si la frase «Eres un desastre» se expresa directamente como si se sobreentiende, la víctima la integra como «Soy un desastre»; es más, la víctima termina por convertirse en un verdadero desastre. No llega nunca a criticar la frase en cuanto tal. Y se vuelve un desastre porque su agresor ha decretado que lo era.
La descalificación a través de la paradoja, la mentira y otros procedimientos se extiende desde la víctima elegida hasta su círculo de relaciones, que incluye a su familia, sus amigos y sus conocidos: «¡Sólo conoce a idiotas!».
El perverso destina todas estas estrategias a hundir al otro y, con ello, se revaloriza a sí mismo.
– Para un perverso, el placer supremo consiste en conseguir la destrucción de un individuo por parte de otro y en presenciar ese combate del que ambos saldrán debilitados y que, por lo tanto, reforzará su omnipotencia personal.
Sembrar la duda mediante alusiones, o al guardar silencio sobre ciertos asuntos, es una hábil manera de atormentar al compañero, de reforzar su dependencia y de cultivar sus celos. Los celos mantienen a la víctima en la duda de una manera distinta a la envidia, la cual desencadena unas motivaciones que ya conocemos.
– Nos hallamos en una lógica del abuso de poder en la que el más fuerte somete al otro. La toma de poder se lleva a cabo mediante la palabra. Se trata de dar la impresión de conocer mejor las cosas, de detentar una verdad, «la» verdad. El discurso del perverso es un discurso totalizador que enuncia proposiciones que parecen universalmente verdaderas. El perverso «sabe», tiene razón, e intenta que el otro acepte su discurso con el objetivo de arrastrarlo a su terreno.
Se instaura un proceso de dominación: la víctima se somete y el agresor la subyuga, controla y deforma. Si a la víctima se le ocurre rebelarse, se le llamará la atención sobre su agresividad y su malignidad. De todas formas, se establece un funcionamiento totalitario que se basa en el miedo y que procura obtener una obediencia pasiva: la víctima debe actuar tal como lo espera el perverso y debe pensar según las normas de este último. El espíritu crítico deja de ser posible. La víctima existe en la medida en que se mantiene en la posición de doble que se le asigna. Se trata de negar y de aniquilar cualquier diferencia.
El agresor establece esta relación de influencia en su propio beneficio y en detrimento de los intereses de su víctima. La relación con ésta se sitúa en el registro de la dependencia, una dependencia que se atribuye a la víctima, pero que ha sido proyectada por el perverso. Cada vez que el perverso narcisista expresa conscientemente sus necesidades de dependencia, se las arregla para que éstas no puedan ser colmadas: o bien la demanda supera las capacidades del otro y el perverso aprovecha para denunciar su impotencia, o bien la demanda se realiza en un momento en que no se puede responder a ella.
La violencia perversa se establece de una manera insidiosa y, a veces, bajo una máscara de dulzura o de benevolencia. La víctima no es consciente de que hay violencia y, a veces, puede llegar a pensar que ella es la que conduce el juego. El conflicto no es nunca un conflicto declarado. Si la violencia se puede ejercer de una forma subterránea, es porque se produce una verdadera distorsión de la relación entre el perverso y su víctima.
– Plantar cara al dominio supone arriesgarse a ser odiado. En cuanto empieza a resistirse, la víctima, que se había convertido en un mero objeto útil, se transforma en un objeto peligroso del que hay que desembarazarse como sea. La estrategia perversa se revela entonces con toda claridad.
La fase de odio aparece con toda claridad cuando la víctima reacciona e intenta obrar en tanto que sujeto y recuperar un poco de libertad. A pesar de la ambigüedad del contexto, intenta establecer unos límites. Algo le hace pensar «¡Hasta aquí hemos llegado!», ya sea porque un elemento exterior le ha permitido tomar conciencia de su servidumbre —generalmente, esto sucede cuando ve que su agresor se ensaña con otra persona—, ya sea porque el perverso ha encontrado a una nueva víctima potencial e intenta obligar a la precedente a marcharse acentuando su violencia.
Cuando el perverso descubre que su víctima se le está escapando, tiene una sensación de pánico y de furor. En ese momento, él mismo se desata.
Cuando la víctima es capaz de expresar lo que siente, hay que hacerla callar.
Se produce entonces una fase de odio en estado puro extremadamente violenta. Abundan los golpes bajos y las ofensas, así como las palabras que rebajan, que humillan y que convierten en burla todo lo que pueda ser propio de la víctima. Esta armadura de sarcasmo protege al perverso de lo que más teme: la comunicación.
Cuando hay violencia física, sí hay elementos exteriores que están ahí para atestiguar lo que sucede: informes médicos, testimonios oculares, o informes policiales. Pero en una agresión perversa no hay ninguna prueba. Se trata de una violencia «limpia». Nadie ve nada.
– El perverso intenta que su víctima actúe contra él para poder acusarla de «malvada». Lo importante para él es que la víctima parezca responsable de lo que le ocurre. El agresor utiliza una debilidad de su víctima —una tendencia depresiva, histérica o caracterial— para caricaturizarla y conseguir que ella misma se desacredite. Hacer caer al otro en el error permite criticarlo o rebajarlo, pero, sobre todo, se le proporciona una mala imagen de sí mismo y se refuerza su culpabilidad.
Cuando la víctima no controla suficientemente la situación, basta con cargar las tintas en la provocación y el desprecio para obtener una reacción que luego se le podrá reprochar. Por ejemplo, si su reacción es la ira, se procura que todo el mundo se dé cuenta de ese comportamiento agresivo, de tal modo que hasta a un espectador exterior se le pueda ocurrir llamar a la policía. Los perversos llegan incluso a incitar al otro al suicidio: «Pobrecita mía, no tienes nada que esperar de la vida, no entiendo cómo no has saltado todavía por la ventana». Después, al agresor no le cuesta nada presentarse como una víctima de una enferma mental.
Frente a alguien que lo paraliza todo, la víctima se siente acorralada y en la obligación de actuar. Pero, obstaculizada por el dominio al que está sometida, sólo puede hacerlo mediante un arranque violento en busca de su libertad. Un observador externo considerará como patológica cualquier acción impulsiva, sobre todo si es violenta. El que responde a la provocación aparece como el responsable de la crisis. Para el perverso, es culpable, y para los observadores externos, parece que sea el agresor. Lo que éstos no ven es que la víctima se encuentra acorralada en una posición en la que ya no puede respetar un modus vivendi que para ella es una trampa. Tropieza con un doble obstáculo y, haga lo que haga, no puede salirse con la suya. Si reacciona, aparece como la generadora del conflicto. Si no reacciona, permite que la destrucción mortífera continúe.
El perverso narcisista obtiene tanto más placer al atacar la debilidad de su víctima, o al desencadenar su violencia, cuanto que esto la conduce a autocondenarse y a no sentirse orgullosa de sí misma. A partir de una reacción puntual, se le cuelga el sambenito de caracterial, de alcohólica o de suicida. La víctima se siente desarmada e intenta justificarse como si fuera realmente culpable. El placer del perverso es doble: primero, cuando engaña o humilla a su víctima; y luego, cuando evoca delante de ella la humillación. La víctima, entonces, vuelve a caer en la trampa, mientras que el perverso narcisista aprovecha de nuevo la situación, preocupándose, sin confesarlo, de presentarse otra vez como víctima.
Puesto que no se ha llegado a decir nada y no se ha realizado tampoco ningún reproche, no es posible presentar ninguna justificación. Con el fin de encontrar una salida de esta situación imposible, la víctima puede caer en la tentación de comunicarse, ella también, mediante manipulaciones y guardando silencio sobre algunas cosas. La relación se vuelve entonces equívoca: ¿quién es el agresor y quién el agredido? Para el perverso, lo ideal es que se acabe identificando a su víctima como «malvada», de tal modo que esa malignidad se convierta en algo normal, que todo el mundo asume. El perverso intenta inyectar su propia maldad en su víctima. Corromper es su objetivo supremo. Y alcanza su máximo placer cuando consigue que su víctima se vuelva también destructora.
Su fuerza de destrucción depende en gran medida de la propaganda que difunden para mostrar a los demás hasta qué punto su víctima es «malvada» y por qué resulta, por lo tanto, razonable llamarle la atención. A veces lo logran, y consiguen asimismo la colaboración de aliados a los que también manipulan mediante un discurso que se basa en la burla y en el desprecio de los valores morales.
– El narcisismo. La personalidad narcisista se describe como sigue y tiene que presentar al menos cinco de las siguientes manifestaciones (en mi caso, él presenta todos los puntos menos el de envidiar a los demás):
—el sujeto tiene una idea grandiosa de su propia importancia;
—lo absorben fantasías de éxito ilimitado y de poder;
—se considera «especial» y único;
—tiene una necesidad excesiva de ser admirado;
—piensa que se le debe todo;
—explota al otro en sus relaciones interpersonales;
—carece de empatía;
—envidia a menudo a los demás;
—tiene actitudes y comportamientos arrogantes.
La descripción de la patología narcisista que Otto Kernberg realizó en 1975 se aproxima mucho a lo que hoy en día se define como perversión narcisista: «Los rasgos sobresalientes de las personalidades narcisistas son la grandiosidad, la exagerada centralización en sí mismos y una notable falta de interés y empatía hacia los demás, no obstante la avidez con que buscan su tributo y aprobación. Sienten gran envidia hacia aquellos que poseen algo que ellos no tienen o que simplemente parecen disfrutar de sus vidas. No sólo les falta profundidad emocional y capacidad para comprender las complejas emociones de los demás, sino que además sus propios sentimientos carecen de diferenciación, encendiéndose en rápidos destellos para dispersarse inmediatamente. En particular, son incapaces de experimentar auténticos sentimientos de tristeza, duelo, anhelo y reacciones depresivas, siendo esta última carencia una característica básica de sus personalidades. Cuando se sienten abandonados o defraudados por otras personas, suelen exhibir una respuesta aparentemente depresiva pero que, examinada con mayor detenimiento, resulta ser de enojo y resentimiento cargado de deseos de venganza, y no verdadera tristeza por la pérdida de una persona que apreciaban»
Continuará….