Carmen Mateos
No esperes jamás justicia de los hombres, pues miran siempre las cosas a través de sus propios defectos.
Tú crees, amigo, en la bondad de los hombres y, sobre todo, en la bondad de los que, como nosotros, aspiran a caminar por un sendero distinto del que caminan la mayoría de las gentes.
También creo yo en esta bondad, pero el tiempo y la experiencia me han demostrado la verdad de las palabras que oí repetir, cuando creía que tan sólo la bondad podía salvarnos. “No basta ser bueno, es preciso ser sabio”. Yo confundía entonces la sabiduría con la intelectualidad, pero meditando y viviendo he comprendido el sentido profundo de estas palabras.
Ser sabio no es tan sólo ser inteligente, sino que también consiste en saber emplear todos nuestros poderes y facultades, es saber ser libres. y esta libertad es aquella que nos permite movernos independientemente de los juicios de los hombres.
Esta sabiduría y libertad no se adquiere por el estudio de las ciencias: ni de la filosofía y de la ética; estos son solamente medios necesarios. Pero el poder de aplicar los conocimientos a la vida, el poder de asimilarnos las lecciones del dolor y de la felicidad, la entereza de espíritu ante las circunstancias adversas, creadas por la ignorancia de todos, este poder, lo confiere tan sólo nuestro acuerdo o adaptación interior a aquella Ley, que nos enseña y nos conduce á un fin estable, bello y perfecto.
“La vida misma está dotada de palabra”, dice “Luz en el Sendero”. Esta palabra es el Verbo de la Ley, y es la más perfecta manifestación de Dios entre los hombres.
Muchas gentes, amigo mío, pierden su tiempo y su energía censurando á los demás, y esforzándose en ver defectos a sus semejantes, y cuando creen haber visto alguno, se complacen en darles relieve é importancia. Esto es para ellos causa de felicidad, pues mientras tienen a quien censurar, ellos, en su interior, se entronizan como buenos y se creen perfectos. Según su modo de ver, se consideran siempre sacrificados, y se complacen en ello, pues han leído en algún código de moral, que la perfección se alcanza por el sacrificio. El orgullo, se viste á veces con la máscara de la humildad. “Aquel que dice: me han ofendido me han denigrado, me han ultrajado, y se lamenta, es un ignorante”, dice un libro oriental.
El gran Epicteto no se lamentó jamás, pero sus actos y su entereza demuestran que supo ser un hombre libre. Reconoció la sabiduría de los dioses, y caminaba firme y seguro por el sendero, sin más regla que la de su propia conciencia, sin reconocer otro juez que á sus dioses.
Nosotros miramos á estos dioses como ejecutores de los designios de aquella Ley, de la cual son ellos la manifestación viviente.
Aquella libertad del gran estoico, que no se doblegaba ni ante el poder, ni ante el castigo, ni ante la censura, ni ante la adulación, ni podía ser corrompida por ninguna especulación de la humana e inferior naturaleza, es la que debemos imitar.
Nosotros aceptamos y reconocemos la Ley del Karma, sabemos que infaliblemente da a cada uno su merecido, tarde o temprano, eso no importa; sabemos que esta ley no erra jamás, y que ella es el único apoyo, la única garantía, la fe que sostiene al que lucha en el mundo de Maya, y la única luz que le guía en su camino.
Sabemos que tan sólo lo que es verdad es eterno, y que las ilusiones caerán una a una ante el discípulo sincero y valeroso.
¿Hemos de inquietarnos ó lamentarnos ante la ambición, la malicia y el error? No, eso sería indigno, y malgastaría un tiempo precioso que puede emplearse en una actividad provechosa para los demás y para nosotros mismos. Fiemos, fiemos en la Ley, fiemos en Karma, fiemos en la justicia... y adelante.