Comprendiendo, como debemos comprender, lo que el Ego, o el Alma, se propone al descender a la encarnación, y sabiendo hasta qué punto depende la realización de este propósito de la educación que se dé a sus diversos vehículos durante la infancia y la adolescencia, no podemos dejar de ver, si nos detenemos a reflexionar un momento en ello, la enorme responsabilidad que contraemos todos los que de un modo u otro estamos en contacto con los niños, ya sea en calidad de padres, tutores o maestros. Los padres son directamente responsables ante la Ley de Karma de las oportunidades que para desarrollarse deben presentar al ego que reencarna, y cometen una falta grave si por descuido o egoísmo colocan obstáculos en su camino, o dejan de prestarles toda la ayuda y consejos que el Ego tiene derecho de esperar de ellos.
A pesar de esto, ¡con cuánta frecuencia los padres están completamente inconscientes de la evidente responsabilidad que contraen!, ¡cuán frecuentemente no es su hijo más que un objeto de fastuosa vanidad e incomprensible descuido!. Si queremos comprender nuestro deber para con los niños ante todo debemos examinar de qué modo vinieron a ser lo que son. Para esto sigamos con la imaginación a uno de ellos hasta su encarnación anterior.
Cualquiera fuera el lugar en que viviera, tuvo, indudablemente, un modo de ser propio, con características buenas y malas. En un momento dado su vida sobre la tierra física cesó. Desechó así su vehículo físico, pasó al mundo astral (también llamado "de deseos"); quedó allí hasta que se agotó la energía engendrada por sus deseos y emociones inferiores durante su vida física y luego pasó al mundo mental, que algunos denominan "cielo". Pero los gérmenes de las pasiones existen, lo mismo que los de las cualidades mentales inferiores. Cuando el Ego debe reencarnar se invierte el proceso. Reúne primero materia de los niveles mentales inferiores (que en adelante se convertirá en su cuerpo mental inferior); pero esta materia no le llega al acaso, sino que sólo atrae a la exacta combinación que necesita para manifestar sus cualidades mentales latentes, o en germen, como dijimos que habían quedado. Lo mismo pasa con el astral; cuando desciende a este plano atrae, por ley natural, lo que le sirve para manifestar los deseos que tuvo en su último nacimiento.
Debe tenerse en cuenta que estas cualidades no son en modo alguno todavía activas; son simplemente, gérmenes de las cualidades. El que estas cualidades se manifiesten una vez más en esta vida sobre la tierra física dependerá, en gran parte, del estímulo que les den aquellos que rodean al niño durante los primeros años.
Cualquiera de estas cualidades ya sea buena o mala puede ser fácilmente puesta en acción estimulándola; o, por el contrario ahogada por falta de estímulo. Si es estimulada se convierte en un factor mucho más poderoso esta vez que lo que fue en su existencia anterior. Si es ahogada permanece durante toda esta vida como un mero germen que no produce fruto alguno, y hasta la encarnación siguiente no vuelve a aparecer. Este es, pues, el estado del niño cuando por primera vez es puesto bajo la tutela de sus padres. Sin cuerpos mental y emocional formados o definidos. Tiene tendencias buenas y malas, y el desarrollo depende, en gran medida, de las influencias externas que lo rodean durante los primeros años...
Los vehículos, aún poco definidos, tienen una grandísima facilidad de ser moldeados por las influencias de quienes los rodean. Y, como ocurre con el cuerpo físico, si bien en los primeros años son susceptibles de moldeo, los cuerpos emocional y mental se "endurecen" con el tiempo y adquieren costumbres definidas que con dificultad se pueden ya extirpar. Cuando comprendemos esto vemos la inmensa importancia que tiene el medio ambiente durante los primeros años de su vida, y el ineludible deber de los padres de procurar que las condiciones de ese medio sean todo lo buenas y favorables posible. Día tras día los gérmenes de las buenas y malas cualidades aportados del último nacimiento anterior al actual, van despertando a la actividad; día ras día se construyen los vehículos que condicionarán la línea de conducta que seguirá durante el esto de su vida, y por lo tanto deber nuestro es despertar los gérmenes del bien. Pero ¿cómo?. ¿Por medio de preceptos?. ¿Por medio de la educación?. Sí, por cierto, mucho se puede hacer así. Pero hay otro poder mucho más grande y eficaz: es el poder de la influencia de nuestra propia vida. Mas debe entenderse bien que no sólo hay que aprender a dominar las palabras y acciones sino también los pensamientos. Si un padre permite que se alberguen en su corazón pensamientos celosos o coléricos, sentimientos de envidia o avaricia, de egoísmo o de orgullo, aunque estas sensaciones no las manifieste externamente, las vibraciones que por medio de ellas produce en su cuerpo de deseos obran al mismo tiempo sobre el moldeable cuerpo emocional del hijo, produciendo en él las mismas vibraciones y poniendo en actividad los gérmenes de estos pecados que pueden haber sido aportados de su encarnación anterior, desarrollando así, también n el niño, la misma serie de malos hábitos, los cuales, una vez que han tomado carta de naturaleza, será muy difícil poder desarraigarlos.
El aura de un niño, tal como se presenta a la visión clarividente, es con frecuencia una cosa magnífica: de color puro y brillante, libre, todavía, de las manchas de la sensualidad y de la avaricia, así como de la oscura nube de egoísmo y de malicia que tan frecuentemente empaña la vida del adulto. En esta aura se ve que existen latentes los gérmenes y tendencias de que hemos hablado, algunas de ellas malas, otras, buenas; de suerte que las posibilidades del niño se presentan claras ante el ojo del observador clarividente. Pero, ¡cuán triste y desconsolador espectáculo es el contemplar el cambio que casi invariablemente sufre esta aura a medida que pasan los años!, ¡cuán persistentemente las malas tendencias son estimuladas por los que lo rodean, y cuán completamente las buenas descuidadas!. De esta forma se desperdicia casi por completo una encarnación tras otra, y una vida que con un poco más de cuidado y dominio de sí mismos por parte de los padres e instructores podría haber producido ricos frutos de desarrollo espiritual, resulta poco menos que inútil, y entre sus secas hojas apenas si se puede realizar una mísera cosecha para ser almacenada en el Ego, del cual ha sido una tan perfecta manifestación. Cuando uno observa la criminal indiferencia con que aquellos que son responsables de la educación de los niños permiten que estén rodeados constantemente de toda clase de mundanos y pecaminosos pensamientos, percibe el por qué de la extraordinaria lentitud de la evolución humana. Sin embargo, con un poco de buena voluntad, ¡cuántas reformas útiles se podrían introducir!. Las personas que alimentan malos pensamientos deben tener siempre presente que tales pensamientos, son para los niños, de una naturaleza "infecciosa", más "virulenta" que la fiebre, debiendo, las personas mayores evitar con cuidado acercarse a los niños cuando se sientan poseídas de pensamientos tan perjudiciales.
Deben elegirse con cuidado las nodrizas, porque pueden ser de pensamientos de índole no elevada, y la madre que desee que en su hijo se dé mente pura y delicada no debe descuidar este detalle. La regla fundamental de la madre ha de ser la de no permitirse acariciar ningún pensamiento o deseo que no quiera ver reproducido en su hijo.
Pero esta mera conquista es negativa, pasiva; existe el deber de cultivar en sí mismo afecciones altruistas, es decir, una actitud positiva, activa. Cultivar pensamientos puros y nobles, y elevadas aspiraciones, con la finalidad de que todas ellas reaccionen sobre los hijos despertando todo lo bueno que en ellos existe en estado latente.
Los padres no deben temer que sus esfuerzos fracasen, aunque no vean los efectos debido a que no tienen visión astral. Para la vista clarividente lo que sucede es bien claro, pues distinguen las vibraciones que se producen en el cuerpo mental del padre al surgir el pensamiento, el cual ve irradiar, y nota la vibración producida por este pensamiento al chocar contra el cuerpo mental del niño; y si el clarividente continúa sus observaciones por algún tiempo, observa el cambio gradual pero continuo que se produce en este cuerpo mental por medio de la constante repetición de estímulos.
Otro detalle para cuidar es el de impedir, cuando los padres se hallan agobiados por la pena, que su pesar repercuta sobre sus hijos, así como deben también procurar que el abatimiento no se apodere de su espíritu.
En presencia de los hijos deben hacer un esfuerzo especial para permanecer tranquilos, con el fin de que su tristeza no se extienda al aura de los niños. Hay padres bien intencionados cuya naturaleza es tan impresionable que todo los preocupa y los pone nerviosos, y así se atormentan a sí mismos y a sus hijos, por cosas que generalmente no tienen importancia. Si pudieran contemplar la gran perturbación y desequilibrio que producen en el aura de los pequeños no se sorprenderían de que de vez en cuando fuesen éstos descarados e insolentes, y que demostrasen cierta excitabilidad nerviosa. Son, así, más culpables que los hijos.
Por todo esto vemos que la educación del carácter de los padres es un asunto de mayor importancia. Lo que los padres deben proyectar y colocar como objetivo ante la percepción de sus hijos es un espíritu sosegado, tranquilo, la paz que evidencia comprensión. Actuando con esfuerzos conscientes por amor a sus hijos se desarrollan ellos mismos hasta un punto incalculable. No debe suponerse que estas precauciones pueden ser disminuidas a medida que el niño crece. Esta sensibilidad continúa, a medida que el niño se desarrolla, hasta el período de la madurez.
Si las influencias positivas sugeridas arriba han obrado sobre el muchacho desde su infancia, entonces, a la edad de doce a catorce años se hallará mucho mejor preparado para los esfuerzos ulteriores que aquellos de sus desafortunados compañeros que no han tenido tan buenas oportunidades. Recordar que a esa edad es aún mucho más impresionable que el adulto, por lo que hay que prestarle mucha ayuda y sostén en el plano mental con el fin de que no se relajen los buenos hábitos ante las nuevas tentaciones. Aquí cabe señalar la enorme influencia del instructor, del maestro sobre sus alumnos, pues no sólo los afecta con sus actos sino también, y muy especialmente, con lo que piensa. Más de un maestro reprocha a sus educandos el tener tendencias de cuya creación él, el maestro, es el único culpable. Pero todo esto es peor aún: el daño no concluye en aquellos que de momento afecta. Las jóvenes mentes sobre las cuales estos impuros pensamientos se reflejan, se apoderan de ellos prestándoles vida y fuerza, y de esta forma reaccionan a su vez sobre las mentes de sus compañeros, convirtiéndose en una insana tradición que pasa desde una a otra generación de muchachos, y así imprime su peculiar carácter sobre una determinada escuela o clase. La epidemia del vicio que mina la vitalidad de tantas escuelas no serían de tan grandes proporciones si los pensamientos de quienes las dirigen fueran siempre sanos y puros. Un asunto que no debe descuidarse es el de tratar de comprender al niño y hacerle sentir que puede contar con nuestra amistad. Debe evitarse cuidadosamente toda sombra de dureza; explicarle acerca de lo que se le exige; es un error exigirle obediencia ciega. Muchas faltas del niño son el resultado del modo irracional con que suele tratárselo. Sumamente nervioso y sensitivo, se siente con frecuencia reprendido por faltas cuya gravedad no comprende en lo más mínimo. Entra en los designios de la naturaleza que la infancia sea un tiempo feliz: y no debemos omitir esfuerzo alguno para que así sea, puesto que, con respecto a este punto, así como con todos los demás, si ponemos obstáculos a la naturaleza lo haremos en contra de nosotros. En nuestra relación con los niños nos será de gran provecho recordar que ellos también son Egos; que sus pequeños y débiles cuerpos físicos no son otra cosa que un hecho accidental, del momento, puesto que como Egos tenemos todos mucha edad.
Nuestra misión al educarlos consiste simplemente en desarrollar su naturaleza inferior, la cual cooperará con el Ego, quien hará un buen instrumento para manifestarse. Debe enseñársele al niño a vivir, no para sí, sino para los demás; a vivir consagrados al servicio del mundo; ricos en amor, benevolencia y comprensión para con todos los seres vivientes, ya que dañarlos es siempre una mala acción que no debe constituir jamás un pasatiempo o diversión de ningún hombre bueno o verdaderamente civilizado. De este modo las buenas tendencias del niño son fácilmente despertadas. Al niño le gusta ser amado así como le gusta proteger, y estos sentimientos pueden utilizarse para educarlo e inclinarlo a que sea amigo de todo ser viviente. Así aprenderá a admirar cómo crecen las flores y no deseará arrancarlas porque sí, sino que las elegirá con cuidado, tratando de no dañar la planta, y su paso por el bosque y el campo no será un reguero de flores marchitas.
Como recomendaciones finales diremos que no se debe descuidar la educación física. Es necesario inculcarles que la pureza física es muy importante; que entienda qué significa un cuerpo con aire puro en sus pulmones y substancias puras en la sangre; que sepa qué produce el alcohol, el tabaco y las drogas. Asimismo debemos cuidarlas de las compañías de otros niños o personas de dudosa moral. Y, sobre todo, recordarle que: lo que tiene valor inapreciable es el ejemplo de los padres y educadores.