domingo, febrero 20, 2022

Infierno: Historia de una Biblioteca Maldita

Mar Rey Bueno

Amador de Velasco - El maestro de brujos

En el tercer estante de la primera librería se encuentra el recetario mágico de Amador de Velasco, clérigo astrólogo, hechicero, coleccionista y curioso insaciable, procesado por el Tribunal del Santo Oficio por tener las fórmulas secretas para rendir a cualquier mujer, hacer invisible a cualquier ser humano y caminar en una sola noche trescientas leguas.

Se llamaba Amador Velasco y Mañueco y había nacido a mediados del siglo XVI en la burgalesa ciudad de Grijalba, perteneciente a la merindad de Castrojeriz. Para la sociedad era hijo del escudero Juan de Mañueco y de Ana Pérez de Pozancos y tenía tres hermanos y dos hermanas, si bien su madre le había confesado, siendo muy niño, que él y su hermana gemela Escolástica eran, en realidad, hijos de un pintor, residente en Villada, llamado Juan de Herrera, como el afamado arquitecto que construía residencias mágicas para el todopoderoso Felipe II.

Los primeros años de su niñez los pasó con su abuelo y luego residió en casa de un labrador que le alimentaba a cambio de su trabajo. Allí aprendió a leer pero no a escribir, tarea que no comenzó hasta cumplir los ocho años, cuando emprendió estudios sólidos en Melgar de Fernamental, y los continuó en Granada, Valladolid y Salamanca.

Tras graduarse de bachiller quiso saber más, y empezó a asistir a clases de Medicina en Granada, donde oyó a los afamados doctores Mercado y Torres, futuros galenos reales; y en Valladolid, donde prosiguió con los cursos del doctor Enríquez. Fue en la ciudad del Pisuerga donde comenzó a estudiar Teología como discípulo de los doctores Salamanca y Villarreal, asistiendo a las clases que se impartían en el Colegio de San Gregorio. Tras su etapa vallisoletana se trasladó a Salamanca, donde asistió a las clases de Astrología del maestro Juan Aguilera.

Con el título de Artes en el bolsillo residió, sucesivamente, en Burgos, Valladolid y Madrid. El haber estudiado en tantos lugares diferentes le ayudó a conocer a todo tipo de gente, si bien siempre se movió en un medio de eclesiásticos y caballeros, dentro del cual era estimado por su pericia en la Astrología, la Quiromancia y la Fisognomía...

Su primer éxito como astrólogo tuvo lugar en la ciudad del Cid, donde pronosticó al doctor Hiermo, canónigo y catedrático de Escritura, que le darían obispado, siendo que en el mismo año éste alcanzó la mitra de Mondoñedo.

Para hacer semejante averiguación aplicó las ruedas de Pitágoras, declaradas por el maestro Esquivel, catedrático de Alcalá. Fue la primera de una larga sucesión de pronósticos exitosos, que siempre realizó sin censura alguna, antes bien con la aprobación de grandes letrados y teólogos. Entre otros, fray Bernardino de Castro, predicador agustino que había defendido el uso de pronósticos desde el púlpito; el licenciado Fuentes, comisario del Santo Oficio y canónigo magistral; el maestro Carranza, fraile agustino de Valladolid; o el obispo de Laodicea, buen teólogo y letrado, a quien Velasco pronosticó el arcedianato de Treviño, que finalmente le concedieron.

Fue también en Burgos donde conoció al ilustre don Pedro de Velasco, hijo del todopoderoso Condestable de Castilla, que residía en las casas que su padre tenía en la ciudad castellana. Don Pedro sabía hacer sigilos, imágenes en plomo y plata con ciertos caracteres teniendo en cuenta las constelaciones y observando los signos y planetas.

Con estos talismanes decía atraer los influjos de las estrellas, según había aprendido de sus muchas lecturas.

Velasco anotó cuidadosamente esta información en uno de los cuadernillos que acumulaba en su gabinete, verdaderas fuentes de saber pertenecientes a un coleccionista insaciable como era este licenciado burgalés.

Cómo todas las cosas artificiales (imágenes, sellos y demás) reciben virtudes de los cuerpos celestes.

La dimensión de los cuerpos celestes, su virtud y poder son tales que no sólo las cosas naturales sino también las artificiales, cuando son expuestas regularmente a las superiores, reciben de inmediato las impresiones del agente potentísimo, y de la vida maravillosa que les da una fuerza celeste y a menudo asombrosa; esto lo confirma el divino Tomás de Aquino, santo doctor, en su libro del Destino, donde dice que las mismas vestimentas, los edificios y todas las obras de arte reciben ciertas cualidades de los astros.

Es así como los magos aseguran que no sólo mediante la mezcla y aplicación de las cosas naturales sino también mediante las imágenes, los sellos, los anillos, los espejos y otros instrumentos fabricados bajo ciertas constelaciones precisas, se pueden recibir cierta ilustración y algo admirable de lo alto.

os rayos de los astros, animados, vivos, sensibles, portadores de dones y cualidades maravillosos, y de un fortísimo poder, al instante y al menor contacto imprimen sobre las imágenes fuerzas milagrosas en una materia que dista de estar bien preparada.

No obstante acuerdan virtudes más eficaces a las imágenes confeccionadas no con materia común sino escogida, cuya virtud natural contribuye a la obra con la virtud específica, siendo la figura de la imagen semejante a la figura celeste.

Tal imagen, tanto a causa de su materia naturalmente conveniente para la obra y el influjo celeste como a causa de su figura semejante a la figura celeste, y muy preparada para recibir las acciones y virtudes de los cuerpos y figuras celestes, tal imagen, digo, se convierte de repente en capaz de realizar funciones celestes; entonces actúa perpetuamente sobre otro sujeto, y las demás cosas se inclinan hacia ella por obediencia. Por ello, Ptolomeo en su Centiloquio dice que las cosas inferiores obedecen a las celestes, y no sólo a ellas sino también a sus imágenes, como los escorpiones de la tierra a los escorpiones celestes, que también obedecen a la imagen del escorpión, si fue creada en tiempo apropiado bajo su ascendente y dominación.

El noble don Pedro se había hecho rodear de parientes, amigos y criados que compartían con él sus aficiones mágicas. Así, con su primo Pedro Manrique de Santo Domingo tenía en común un Clavicula Salomonis, ejemplar en pergamino muy antiguo, del que extractaban toda suerte de fórmulas y conjuros. Junto a su médico personal, el doctor Pereira, hacía juicios astrológicos sobre fenómenos naturales por venir y días propicios para diversas actividades.

Con el cura Lerma, titular de la parroquia de Cogollos, situada a tres leguas de Burgos, gran conjurador de tempestades y poderoso hechicero, había aprendido la técnica para tener un familiar, esto es, un espíritu o demonio sometido a sus órdenes y con el que podía alcanzarse casi cualquier deseo. Fue precisamente don Pedro quien ofreció a Amador la receta infalible para hacerse con uno de ellos, pues no había mago que se preciase de tal que no tuviera uno doblegado a su voluntad.

En casa de don Pedro Amador conoció a don Juan Alonso de Salamanca, mozo por casar y muy rico mercader perteneciente a la poderosa familia Salamanca, cuyos tentáculos comerciales se extendían por toda Castilla.

Juan Alonso, que vivía en la calle de San Llorente, frente a las casas del Canto, era poseedor de muchos secretos naturales, no naturales y sobrenaturales. Gran aficionado a la astrología, se había hecho con un texto astrológico antiguo escrito en italiano, de cuya traducción se había encargado un criado del obispo, conocedor del idioma. Usaba el mercader las tablas y ruedas de Pitágoras para decidir el rumbo con el que orientar sus negocios.

Velasco no sólo frecuentaba los ambientes más selectos de la ciudad burgalesa; también tenía sus contactos en los bajos fondos, relaciones que le procuraban interesantes conocimientos sin necesidad de tener que recurrir a halagos y adulaciones, como ocurría entre nobles y aristócratas. Así, sólo necesitó de dos frascas de vino peleón para que un fulano, que respondía al nombre de Saravia, le diese un pergamino lleno de caracteres mágicos, muy útiles para todo género de invocaciones. Una frasca más y le contó que tenía tratos con cierto hombre de armas, del que se decía poseía un familiar que le ayudaba a descubrir y sacar tesoros.

De cualquier forma, los mayores conocimientos los obtuvo de clérigos y frailes, que tenían a su disposición las bibliotecas monásticas, verdaderas minas de conocimiento. Recordaba a un clérigo bizco, bachiller en cánones y beneficiado en Villegas, que hacía cercos contra los nublados, por lo que fue preso del Santo Oficio de Valladolid.

O al canónigo Juan Clemente, dado a la alquimia, que tenía en su poder un texto del mago alemán Heinrich Cornelius Agrippa, incluido en los índices de libros prohibidos que se estaban publicando por toda Europa. O al portero del monasterio agustino de Burgos, que no había prosperado más por escasez de estudios, circunstancia ésta que, sin embargo, no le impedía presumir de saber descubrir dónde había tesoros y la forma de desencantarlos mediante cercos.

Fue este fraile agustino quien comunicó a Velasco que uno de tales tesoros escondidos estaba en el corralillo de la casa de Oñate, el barbero, que daba al río. Se prestó incluso a indicarle el modo mediante el que se podía sacar, dado que le era imposible salir del monasterio, siempre y cuando le dieran su parte. Accedió Velasco y accedió el barbero.

Se juntaron un anochecer, hicieron el cerco según le había comunicado el fraile, pronunciaron las palabras invocatorias en latín y cavaron por horas.

Mas aunque mucho se ahondó, nada se pudo hallar.

De fray Agustín de León, premostratense, hechicero notorio, sacrílego y fabricante de hechizos, aprendió la fórmula para hacerse invisible, que Velasco se había apresurado a anotar en su cuadernillo.

Para se hacer un hombre invisible

Maten un gato del todo negro en febrero y córtenle la cabeza en viernes, en hora menguada, la cara hacia donde el sol sale, y póngala enterrada donde no se vea. Métala cuatro habas en los ojos, boca, narices y oídos y estense allí hasta que granen y estén bien sazonadas y luego se quiten todas sin dejar una y desgránenlas en una mesa y pónganlas en un plato.

Váyanlas una a una metiendo en la boca, teniendo con la mano izquierda un espejo, y como vaya metiendo en la boca vaya echando a cual hasta que no se vea aunque se mire. Cuando se quiera hacer invisible, meta su haba en la boca y no se verá de nadie.

Del cura de San Pedro de Sahelices, gran alquimista y conjurador de demonios, consiguió una copia del De occulta philosophia de Agrippa, el libro de magia por excelencia, verdadera compilación de todo el saber prohibido por la Santa Madre Iglesia.

Cometió, sin embargo, el error de comentárselo al doctor Fuentes, familiar del Santo Oficio, quien le hizo saber que se trataba de un libro prohibido por los índices inquisitoriales.

Cuando el cura de Sahelices se enteró de semejante falta de prudencia le recriminó su actitud, a la vez que le amenazó con no hacerle partícipe de ningún otro conocimiento mágico, pues sus deslices podían acabar con la integridad física de ambos.

Tras una larga temporada en Burgos decidió trasladarse a la corte, no sin antes parar en Medina del Campo, famosa por sus ferias comerciales, un lugar donde se podía comprar y vender casi de todo. En esta próspera ciudad pasó unas jornadas muy instructivas en casa del librero Urueña, que sabía muchas cosas de encantamientos, conjuros y hechicerías. Era, además, el encargado de proveer con toda suerte de libros a varios caballeros interesados en las artes mágicas. Entre otros, a don Diego de Sandoval, a don Juan de Álamos Barrientos y a don Luis de la Cerda.

Don Diego de Sandoval, caballero de Santiago y Corregidor de Segovia, era un hombre tan curioso que no dudaba en pagar la suma que se le pidiese por los libros que deseaba poseer. Los ejemplares, si era necesario, debían robarse de la mismísima biblioteca del diablo, como le gustaba decir a su librero Urueña, tal era su pasión por el universo heterodoxo.

Tenía especial debilidad por los grimorios, libros donde se recogían las fórmulas necesarias para evocar a los demonios y ponerlos al servicio del invocador. Entre todos los que había conseguido reunir tenía especial predilección por uno de ellos escrito, según la tradición, por el papa Honorio I bajo el título de Liber Juratus.

Según había podido leer don Diego, este legendario grimorio había nacido de una asamblea de ochenta y nueve magos procedentes de Nápoles, Atenas y Toledo, reunidos para preservar el conocimiento mágico de la Antigüedad. Fue en dicha convención donde se escogió a Honorio, hijo de Euclides, maestro de Tebas, como encargado de resumir todos los libros de magia en uno solo de noventa y tres capítulos, más fácil de guardar en los difíciles tiempos que se avecinaban. Bajo el nombre de Liber Sacratus, Liber Sacer o Liber Juratus, Honorio puso en orden y resumió las obras de Salomón que contenían, entre otras muchas cosas, los nombres de los espíritus, las oraciones para invocarlos, los sellos para sujetarlos, los nombres ocultos de Dios, entre ellos, el gran nombre de setenta y dos caracteres, la clasificación de los cielos y de los ángeles que los habitaban, sus nombres y poderes, así como los medios para utilizarlos.

Don Juan de Álamos Barrientos, caballero que vivía en Medina del Campo, era un astrólogo curiosísimo en extremo. Tal y como pudo comprobar Velasco, tenía en su escritorio mil géneros de aguas y licores, que él mismo preparaba en el pequeño laboratorio alquímico que se había hecho instalar en los sótanos de su mansión. En su biblioteca atesoraba varios cientos de obras traídas de toda Europa, si bien sus ediciones favoritas eran las que salían de los tomos de la Serenísima República de Venecia.

Fue allí, en aquella fastuosa librería, donde Velasco pudo consultar detalladamente uno de los libros de secretos más famosos de aquella época, el De arcanis naturae del astrólogo francés Antoine Mizauld, del que extrajo no pocas recetas con las que engrosar su cuadernillo de mano.

No menos curioso era don Luis de la Cerda, prestigioso caballero vallisoletano, gran astrólogo judiciario que había viajado por Italia, Francia y Alemania tratando con los astrólogos más famosos de aquellas tierras. Poseía tantos libros y escritos que, a su lado, cuanto tuviera o hubiese tenido otro aficionado de los que frecuentaba Velasco era aire.

Practicaba toda clase de adivinaciones, siendo sus favoritas aquellas que utilizaban una redoma llena de agua o unos espejos para llevar a cabo las pre dicciones. Lo mejor de todo era que se valía en sus experiencias de una licencia especial del Santo Oficio, lo que le proporcionaba total seguridad de que, por muy heterodoxas que fueran sus lecturas y por muy diabólicas que fueran sus prácticas, nunca daría con sus huesos en las temibles cárceles inquisitoriales.

El cenit de la trayectoria astrológica de Velasco tuvo lugar en la villa y corte madrileña. Fue allí donde amplió el espectro de su clientela, ansiosa de pagar sus servicios para que le predijera un futuro prometedor.

Fue en Madrid donde anunció el corregimiento de Medina del Campo a don Perafán de Ribera, el corregimiento de Ágreda al licenciado Oviedo o el gobierno de Asturias al doctor Gutierre Gómez. Trabajaba en su posada aunque también acudía regularmente al palacio real cuando tenía recado para ello. Tras haber visto la mano a muchos letrados, inquisidores y obispos se la examinó nada menos que al Inquisidor Mayor Espinosa, cardenal ministro de Felipe II, quien le prometió ayuda absoluta en cuando decidiera ordenarse sacerdote.

Sus trabajos no se redujeron al ámbito de la lectura de manos, una de sus prácticas favoritas junto con la lectura de las estrellas. En no pocas ocasiones hizo uso de las fórmulas y recetas que había ido acumulando a lo largo de su vida para solucionar los problemas que le planteaban sus confiados clientes. Así, a la condesa de las Fuentes le había dado unos remedios medicinales para acabar con sus tercianas pertinaces, pues Velasco tenía sentada plaza de médico y había escrito de su mano un libro de medicina, que guardaba encuadernado a modo de breviario.

Tampoco dudó en rezar la oración de santa Elena para que se le revelase en sueños el resultado sobre cierta canongía de Mondoñedo que había salido a concurso.

Oración de santa Elena

Señora santa Elena
Santa sois y digna emperadora De Grecia de Roma salisteis a Jerusalén pasasteis con mi señora Úrsula os hospedasteis con los clavos de mi señor Jesucristo sanasteis y a la mañana un turco judío aprisionasteis y la cruz y los clavos de mi señor Jesucristo le demandasteis dijo que no la tenía ni de ella sabía tres días estuvo aprisionado sin comer ni beber y al cabo de los tres días le fuisteis a ver le volvisteis a preguntar por la cruz y los clavos y respondió que no la tenía ni de ella sabía al verdugo mandasteis llamar y tres tratos de cuerda le mandasteis dar y dijo el turco suéltame Reina Elena que yo te daré la cruz y clavos de Cristo nuestra luz y por más señal que el sacerdote que hoy murió con la cruz de mi señor Jesucristo resucitará y en eso la conocerás y la Reina Elena al turco soltó y la cruz y los clavos de mi señor Jesucristo halló al sacerdote resucitó y los clavos el uno al mar echó el otro a su hijo Constantino lo envió para que en las guerras donde estuviese saliese vencedor y nunca vencido el tercer clavo para ella lo guardó para ayudar a todos aquellos que le hubiesen menester.

La fama de Velasco como astrólogo reputado y gran hechicero corrió como la pólvora por todo Madrid. Fueron muchos los que acudieron a él en busca de ayuda.

Otros, sin embargo, se acercaron a su morada en busca de los conocimientos que el burgalés atesoraba. Deseaban transformarse en sus discípulos, ser aprendices de brujo.

El primero de todos fue Juan Alonso de Contreras, al que conoció en casa de un oficial de secretaría pública, llamado Aguirre, mientras examinaba las manos a ciertas damas.

Contreras observaba maravillado lo que hacía el astrólogo. Pasó toda la velada esperando el momento oportuno para hablar con él. Cuando lo halló, no dudó en pedirle que le enseñara su arte mediante pago. Velasco, al saber que el mozo tenía habilidades pictóricas, le replicó que le enseñaría cuanto supiera a cambio de un retrato.

En la primera de sus clases Velasco procedió a leer la mano de su nuevo discípulo y halló en ella escrito que el joven estaba perdidamente enamorado de una doncella que apenas reparaba en él. Ante la atribulada confirmación del aprendiz no dudó Velasco en prometerle toda suerte de conocimientos para hacer caer, rendido a sus pies, el objeto de su deseo. Así, le entregó una fórmula para conciliar amores, un secreto para rendir a cualquier mujer y la receta para hacerse invisible y poder entrar en el cuarto de su amada sin que nadie reparase en él.

Fórmula Ad amorem conciliandum

Vete antes que salga el sol y mira donde estuviese una verbena en flor. Mientras la cortas y la sostienes en la mano dirás el Pater Noster, el Ave María, el Credo y el Evangelio de San Juan. Luego, puesto de cara a oriente, te hincarás de rodillas en el suelo y, tras santiguar la verbena, dirás: Verbena, yo Juan Alonso te mando por Dios que te creó que me guardes y me valgas en todas las cosas para las que yo te cojo y para todo lo que yo quisiere pretender, v. g. para que llegando contigo a una dama me ame o que trayéndote conmigo todos me amen, especialmente llegando contigo a la persona que yo quisiere me ame y si fuere señor se aficione a mí para hacerme mercedes, o trayéndote conmigo sea yo libre de todos los peligros que a los hombres suelen suceder.