domingo, abril 24, 2022

La Vida Sexual de Jesús

Fransesco Garufi

El interés por el aspecto de la vida del fundador del cristianismo aumenta a medida que nuevas investigaciones fueron descubriendo su actitud revolucionaria respecto al sexo y la mujer.

El Hijo de Dios

Jesús, el Hijo de Dios, ¿mantuvo relaciones sexuales durante su vida? No deseamos ensuciar su figura ni hacer un aprovechamiento oportunista de ella. Nos proponemos establecer, a través de las fuentes disponibles, si el hombre llamado Jesús conoció ese sutil estremecimiento que atrae a mujeres y hombres, impulsándolos a unirse sin vergüenza ni culpa en una cópula amorosa.

En realidad, en toda la Biblia se habla del amor humano. Pero es importante situar en su contexto lo que dice este libro sagrado escrito a lo largo de mil años, haciéndonos cargo, en cada caso, del momento histórico, los modos de vida, usos y costumbres. El protagonismo de esta historia pertenece a una cultura concreta que se desarrolló en Palestina hace 2000 años. Algunos pasajes bíblicos abordan temas escabrosos, como el incesto, la mutilación sexual, la prostitución –tanto sagrada como profana–, la masturbación y la homosexualidad. 

En el Antiguo Testamento hallamos numerosos episodios que giran en torno a las relaciones carnales, como el de Zipora y Moisés, el estupro de Dina o la desnudez de Noé. Es emblemático el famoso pasaje de Génesis 19 sobre Sodoma, en el cual vemos a Lot defendiendo a los ángeles del Señor, huéspedes de su casa, de un grupo de sodomitas empeñados en violarlos. En esta situación, Lot no duda en ofrecer a sus jóvenes hijas («que todavía no han conocido hombre») para aplacar a los lascivos varones que le exigen la entrega de los ángeles. Más adelante, después de haber huido a las montañas las hijas de Lot emborrachan al padre con vino y abusan sexualmente de éste para quedarse embarazadas.

De esta unión incestuosa nació la estirpe de los moabitas, a la que perteneció Ruth, una antepasada de Jesús. Pero en el Antiguo Testamento hay muchos otros pasajes similares, como el erotismo desenfrenado del rey David, campeón de intrigas con trasfondo sexual, que llegó al extremo de enviar a la muerte a Urías, uno de los jefes de su ejército, para arrebatarle a su esposa Betsabé, después de haberla poseído en ausencia del marido. No deja de ser llamativo que del fruto de este adulterio execrable surgiera la línea davídica de la que nacería Jesús, según Mateo.

Las seguidoras de Cristo...

Pero en el Antiguo Testamento no sólo hay escándalo. También se encuentra uno de los ejemplos más sensuales de la poesía erótica en la literatura universal: El Cantar de los Cantares. En sus versos se exalta el esplendor de Eros, la naturaleza, la belleza, la ternura... Y el perfume: «por la fragancia son embriagantes tus perfumes, aroma es tu nombre, por eso las jóvenes te aman» (l,3).

Este pasaje aparece evocado en el evangelio de Juan, cuando la casa que hospedaba a Jesús «se llenó del perfume del ungüento» (12,3). En el Cantar apreciamos la figura de la mujer en un contexto bíblico. Comparando los textos donde se habla del hombre, en el Antiguo Testamento destaca la escasa presencia femenina. Para el judaísmo es el hombre quien refleja la imagen de Dios. La mujer aparece relegada a un papel secundario y muy subordinado. Sin embargo, en este poema atribuido a Salomón se descubre la sensualidad femenina.

La pasión que transmite el Cantar es un intenso deseo carnal, pero dotado con una «chispa divina». Estamos ante un simbolismo en el cual convergen el amor humano y el divino, que así se transforman en dos dimensiones estrechamente ligadas, como la naturaleza humana y la divina en Cristo. En el Nuevo Testamento, observamos un hecho que enlaza con esta tradición bíblica de valorización del amor y que tiene enorme importancia: Jesús jamás condena la sexualidad y nunca tiene palabras de reproche para ninguna mujer. En su prédica, Jesús estuvo acompañado por los apóstoles y por algunas mujeres que los evangelios mencionan. Entre ellas destacan Magdalena, Juana y Susana, o María la esposa de Cleofás y «hermana de la Virgen».

Esta presencia resulta muy significativa por el momento histórico. Por lo pronto, suponía una clara infracción a las normas de una sociedad donde la mujer era confinada a su casa y que, en un plano jurídico, estaba asimilada a los esclavos no hebreos y a los menores de edad. El judío debía respetar prohibiciones severas en su relación con el sexo femenino: no podía ser servido por una mujer en la mesa, ni mirarla, ni caminar detrás de ella en público, ni hablarle en la calle. Sin embargo, Jesús rompe con todas estas normas. Permitió que algunas mujeres formaran parte del grupo itinerante de discípulos y les brindó un trato igualitario. Se trata de una conducta anómala y escandalosa en aquella sociedad. En el episodio en que Marta y María de Betania acogen a Jesús en su casa, por ejemplo, ellas le rinden honores de huésped, que eran competencia exclusiva de los hombres. Marta, servicial, se preocupa de prepararle la comida, mientras María se sienta a los pies de Jesús a escucharle.

La propia Marta pide a Jesús que llame la atención a su hermana por extralimitarse. En los escritos rabínicos se insistía explícitamente en que la mujer no debía ser instruida en la Ley. Tampoco podía permanecer en la misma habitación donde hubiese un huésped masculino. Por eso, lo que Jesús responde a Marta resultaba tan subversivo para las costumbres judías: «Marta, Marta, por muchas cosas te afanas y te agitas. Sin embargo, pocas cosas son necesarias, o mejor, una sola. María ha escogido la mejor parte, que no se le ha de quitar» (Lucas 10, 40-42). Aquí Jesús aparece reivindicando la igualdad entre los sexos de una forma clara que violentaba los usos y costumbres de su época y las normas de su cultura religiosa.


Un pasaje

Pero no es el único pasaje en que vemos este desafío. En un episodio del Evangelio de Tomás leemos: «Simón Pedro le dijo a Magdalena: ‘¡María aléjate de nosotros! Porque las mujeres no son dignas de la vida’. Y Jesús le replicó: ‘Entonces, yo la guiaré para que se haga hombre y se convierta en un espíritu vivo igual a vosotros. Porque la mujer que se hace como un varón entrará en el Reino de los Cielos». Esta consideración de la mujer era impensable para los judíos de aquellos tiempos. Sin embargo, vemos que son mujeres, en este caso María Magdalena, las destinatarias de las enseñanzas del Maestro. Y también son ellas las que, según los evangelios, están junto a él en los momentos cruciales de la vida del Señor: María a los pies de la cruz y Magdalena como testigo de la resurrección. Este es un hecho de suma importancia.

Jesús confía a una mujer el mensaje de la resurrección: la Palabra es transferida a Magdalena, convirtiéndola en «Apóstol de los Apóstoles». Y esto resulta tremendamente revolucionario en una cultura para la cual la palabra de la mujer no tenía ningún valor jurídico, ni siquiera la mínima consideración como testimonio ante los tribunales, como tampoco en el culto. Incluso los oficios religiosos en la sinagoga se iniciaban cuando había quorum masculino, ya que el número de mujeres no contaba y, además, ellas estaban relegadas a un espacio aparte y ocupaban un nivel más bajo. Pero además, este episodio está íntimamente ligado al Cantar por su trama simbólico-corpórea.

Magdalena se convierte en la Esposa del Cantar, que busca por todas partes a su amado Esposo para abrazarlo. En la vibrante e intensa escena de la resurrección, Cristo se dirige a esta mujer con dulzura infinita, llamándola por su nombre: «¡María!». Ella se vuelve y exclama en hebreo: «¡Raboni!» (Juan 20:16), el diminutivo familiar de «Maestro». En este momento estremecedor de intimidad, ella no se contiene en su deseo de abrazar al amado y él dice: «No me toques, pues todavía no he subido al Padre» (Juan 20:17). La corporeidad se expresa en ese no dejar de lado el cuerpo y sus sentimientos. Pero la razón que Jesús da a Magdalena para evitar el contacto indica que éste había existido como algo habitual durante su existencia. Si no hubiese sido así, carecería de sentido esta petición tan extraña en aquel contexto judío.

Por una parte, las lágrimas de María, la desesperación por la muerte, la turbación por la ausencia de Cristo. Por otra Jesús, que en su resurrección muestra la perfecta conjugación de la carnalidad con el espíritu. María dirá después a los discípulos haber «visto» al Señor, refiriéndose a su corporeidad. La experiencia de la fusión en Uno se expresa en la culminación del proceso con la pareja Jesús-Magdalena, como se había expresado en sus inicios con Jesús en el vientre de María. ¿Es posible en este punto ver el cumplimiento del mandato bíblico, según el cual el hombre abandonará a sus progenitores para hacerse Uno con su esposa? Estamos ante la analogía del amante y el amado, del dolor por la separación y la alegría por la unión. Una espléndida visión del Dios-Hombre y de su gran capacidad de amar la existencia terrena hecha de afectos, miradas, dulzura, encuentros, emociones y turbaciones. Es también Magdalena la protagonista de otro discutido pasaje de los evangelios conocido como «la unción de Betania»: «María, tomando una libra de perfume auténtico de nardo, de mucho precio, ungió los pies de Jesús y se los enjugó con los cabellos. La casa se llenó del aroma del perfume» (Juan 12:3). En Lucas se dice: «Una pecadora, al saber que él estaba comiendo en la casa del fariseo, llevó consigo un frasco de alabastro lleno de aceite perfumado y, poniéndose detrás de él, a sus pies, y llorando, comenzó a bañárselos con lágrimas y con sus propios cabellos los iba secando, y luego volvía a besarle los pies y a ungirlos con el perfume» (Lucas 7-37-38).

El comportamiento de Jesús es aquí emblemático del respeto y la consideración en que tenía a Magdalena. No se sustrae del cariño expresado por la mujer, ni evita el contacto. El aceite de nardo perfumado, de extrema sensualidad olfativa, intensifica los sentimientos de devoción y se convierte en el vehículo para esa unción mesiánica del cuerpo antes de descender al sepulcro.

Una dulce historia

Hay una profunda dulzura en este instante de amor, una gracia que hace pensar en las sensaciones experimentadas por Jesús en aquel momento, y quizás también en su turbación interna. Emociones fuertes, al límite del placer sensual. Una reacción humana, como la experimentada con el dolor físico de la crucifixión. Un gran especialista en la Biblia, Luis Alonso Schökel, hizo un comentario de esta escena con palabras de gran inspiración. El denominador común de la escena es el perfume, como también sucede en el Cantar.

Un «perfume entendido como emanación del intenso amor de Magdalena que envuelve al amado en su aroma. Y los cabellos, orgullo de la mujer, se tornan más hermosos con el tacto y con este aroma que empieza a pertenecerle a él. Así, la comunicación recíproca se expresa como un movimiento circular de ella a él y de él a ella. Pero es él quien ha empezado, atrayéndola con la dulce fuerza irresistible del amor». Este intenso recogimiento es interrumpido por las críticas del fariseo a quien Jesús responde que todos recordarán a esa mujer para siempre por lo que ella ha hecho. Entonces ¿qué ha hecho ella que sea tan importante para ser recordada? Si Jesús sale de inmediato en su defensa, no puede ser más que por una razón poderosa. Una razón probablemente censurada sucesivamente por los revisores del Canon. Por lo tanto, se impone una pregunta lícita: ¿es posible que Magdalena fuese la esposa de Jesús y María de Betania otro de sus nombres? El Papa Gregorio Magno sostuvo que eran la misma mujer, opinión que compartieron muchos otros católicos doctos, como San Bernardo de Claraval.

En los evangelios gnósticos ya encontramos elementos claros de estos esponsales. En las escrituras canónicas no se habla para nada de una posible relación de Jesús con una mujer. Todo ha sido «olvidado», o resultaba tan evidente y normal que Jesús fuese casado como para no mencionarlo en los relatos evangélicos. Pero Jesús era hombre en su tiempo y los matrimonios eran parte esencial de la vida, también en la de un rabbí. Algunos estudiosos han propuesto la hipótesis de un matrimonio dinástico entre el Mesías y Magdalena para preservar una línea política y de sangre. En la misma leyenda que surgió pocos años después de la muerte de Jesús, Magdalena fue identificada como la Gran Madre. Existió un culto muy fuerte a Magdalena en Provenza, en el sur de Francia, donde la leyenda dice que ella llegó huyendo de las persecuciones.

El Señor amaba a Magdalena

Pero es sobre todo en los apócrifos, como el Evangelio de Felipe y en el de María Magdalena, que nos encontramos con esta verdad. En el de Felipe leemos: «La consorte de Cristo es María Magdalena... El Señor amaba a María más que a todos sus discípulos y con frecuencia la besaba en la boca... Los otros discípulos le dijeron entonces: ‘¿Por qué la amas más que a nosotros’? Y el Salvador les respondió: ‘¿Por qué no os amo a todos vosotros como a ella?».

En un texto encontrado en Nag Hammadi del que sólo se conserva un fragmento, correspondiente al final del Evangelio de María, leemos: «Pedro le dijo a María: ‘Hermana, no sabíamos que el Salvador te amaba más que a las otras mujeres. Comunícanos las palabras del Salvador que tú recuerdes, las que tú conoces y nosotros no; las que ni siquiera hemos oído». Sigue una serie de visiones y de enseñanzas crípticas, al final de las cuales el texto continúa: «Pero Andrés replicó y dijo a los hermanos. ‘Decid qué pensáis de todo lo que ella ha dicho. Yo, por lo menos, no creo que el Salvador haya dicho eso. Respecto a estas cosas también habló Pedro: ‘¿Ha hablado quizás en secreto y no abiertamente a una mujer sin que nosotros lo supiésemos? ¿Tenemos que creerlo y escucharla a ella? ¿Quizá él la ha preferido a nosotros?’ Levi le respondió: ‘Si el Salvador la ha hecho digna, ¿quién eres tú para rechazarla? No hay duda, el Salvador la conoce bien. Por eso la amaba más que a nosotros». Paolino da Nola, un provenzal que se hizo monje, con la particularidad de estar casado, en una epístola que se remonta a alrededor del 300 d.C. comenta el episodio de Betania.

Este monje nos habla de la figura de la Magdalena, describiéndola en términos inequívocos: «Bienaventurada ella que probó a Cristo en la carne y recibió el cuerpo de Cristo en la realidad física. Bienaventurada ella, que mereció ser presentada con esta imagen como símbolo de la Iglesia». Últimamente, algunos estudiosos están llevando adelante un excelente trabajo sobre la figura de Paolino da Nola y sobre su implicación en la elección iconográfica y arquitectónica relacionada con la construcción de iglesias en las que Magdalena era la máxima referencia. Una importante conexión con la leyenda de Magdalena en Provenza nos llega, por lo tanto, del mismo Paolino y nos permitiría establecer también una relación con la dinastía merovingia ligada a la descendencia de Cristo.

La datación de la epístola de la que hemos hablado anteriormente, resulta ser muy próxima al 300 d.C., una época inmediatamente previa a la leyenda merovingia. Por tanto, Jesús pudo haber sido el esposo de Magdalena y surgen algunos problemas de identidad con las figuras del Evangelio. En este pequeño análisis sobre la posibilidad de una relación matrimonial entre Jesús y Magdalena nos hemos preguntado por la posibilidad de encontrar dentro de los evangelios canónicos un episodio que permita pensar en un matrimonio. Los indicios parecen inclinarse por el de las Bodas de Caná, narradas por Juan y que, aparentemente, parece el relato muy sencillo de un milagro. Leído tal como se presenta la mayor parte de las veces, como una parábola, oculta su verdadero significado. Pero son muchas las «rarezas» de este episodio que sólo pueden explicarse en clave simbólica. Comenzando por la frase de Juan: «Hubo un matrimonio» (Juan 1:1). Pero no se mencionan para nada los nombres de los desposados. Después se dice que faltaba el vino. El maestro de mesa afirma que el esposo había reservado el vino bueno para el final del banquete.

Esta es una ausencia muy extraña en un matrimonio hebreo. La palabra «vino» se menciona unas cinco veces en doce versículos. El fruto de la vid representa unos de los dones de la Antigua Alianza y muchos profetas lo relacionan íntimamente con el tema de la boda. Y es curioso observar que en esta boda tan extraña, la Virgen María pide a Jesús que se encargue de ver si hay vino suficiente, expresando su preocupación. Es entonces cuando Jesús realiza el famoso milagro de transformar el agua en vino. Pero al mismo tiempo, este hecho destaca como especialmente significativo, porque era al novio a quien la costumbre judía asignaba el deber de garantizar que hubiese vino en la boda. La sospecha es legítima. No se nos dice quién es el novio ni quién es la novia.

Pero se nos presenta a María encargándose de supervisar que todo esté en orden y a Jesús aportando el vino, asumiendo el papel que la costumbre asignaba al novio. ¿Cómo penetrar en el sentido de estas singularidades? Se necesita otra exégesis, una manera distinta de leer, para captar la interpretación simbólica intrínseca de muchos pasajes del Nuevo Testamento. Hemos planteado sólo algunas preguntas a las que queríamos dar respuestas que no ofendiesen a los creyentes. Y concluimos con unas reflexiones. A Magdalena –dice la tradición cristiana– le fueron perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero, ¿a quién amó? ¿A Jesús, en cuanto Hijo de Dios o en cuanto hombre? ¿Por qué Magdalena quiso abrazar a Jesús resucitado y se nos sugiere que estaba acostumbrada a hacerlo en vida de éste? ¿Dónde acaba lo humano y empieza lo divino en Jesús de Nazareth?