Jenny Fraser
No pretendo, ni mucho menos, en estas líneas dar respuesta a la cuestión como tal, más bien pretendo hacer ver que en realidad la pregunta en sí está mal formulada y que por lo tanto debería volver a plantearse. ¿Hay vida después de la muerte?. Bueno, lo cierto es que en el planeta existía vida muchos años antes de nuestro nacimiento y con toda probabilidad seguirá habiendo vida durante mucho tiempo después de nuestra muerte, la respuesta a esta pregunta por tanto es sencilla; sí, hay vida después de la muerte, el problema es que lo que realmente nos preocupa no es si existe vida después de la muerte sino si existe nuestra vida después de nuestra muerte. Dicho de otro modo, lo que preocupa es la conservación de la consciencia/conciencia, esto es, de la capacidad de darnos cuenta y ser conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor, de sentir, ver, escuchar una realidad externa a nosotros y percibirla dentro de un conjunto parámetros internos que permita identificarnos a nosotros mismos como una identidad independiente del resto de individuos que no son “yo”.
Aceptando esta premisa como cierta, repasemos las teorías más populares dentro de las grandes corrientes religiosas y filosóficas a fin de comprobar hasta que punto satisfacen el ansia humana de la permanencia de la consciencia más allá de la barrera de la muerte física.
Comencemos por la teoría de la reencarnación, defendida, entre otras corrientes por el budismo y el hinduismo. Según esta teoría, al morir nuestra alma se reencarna en otro cuerpo y vuelve a renacer dentro del mundo que conocemos pero bajo otro individuo, otra identidad, en diferente lugar geográfico, con diferentes progenitores y familiares y bajo unas circunstancias sociales y personales que no tienen porqué parecerse necesariamente a las que se poseían en la vida anterior. Algunas sub - corrientes religiosas afirman además que esta reencarnación no se produce forzosamente en un nuevo ser humano recién nacido, sino que puede realizarse también sobre animales o incluso sobre objetos inanimados, según otras, el destino de la próxima reencarnación irá en función del “karma” o cadena de causa-efectos que hayamos cultivado en nuestra última vida, de esta manera una persona que ha practicado una vida de santidad, por ejemplo, se reencarnará en un ser superior, sin embargo un individuo que haya actuado con maldad y desidia, será reencarnado en un ser acorde con sus fechorías. Además el sujeto reencarnado no recuerda nada de sus vidas anteriores, salvo en el caso excepcional de místicos o santones especialmente entrenados o, quizá también a través de la hipnosis. Esta cadena de reencarnaciones sigue eternamente hasta que, en el caso defendido por el budismo, se adquiere el “Nirvana” o estado superior en el que el alma se funde con el universo y se rompe la cadena de reencarnaciones que nos mantiene atados al “Samsara” o mundo sensible...
Ya a primera vista esta teoría ofrece numerosos puntos flacos en lo que a consolar el deseo de trascendencia de la consciencia individual se refiere. ¿De qué sirve reencarnarse en un nuevo ser si no se recuerda nada de la identidad anterior?, es decir, ¿qué diferencia hay con la “noexistencia” y la perdida de consciencia?, el no acordarse de la vida anterior equivale a no haber tenido vida anterior y por lo tanto en la vida actual el saber que nos reencarnaremos en un nuevo ser apenas ofrece un tenue consuelo si tenemos la garantía de que no nos acordaremos de nosotros mismos en absoluto. Pero hay otro asunto delicado a tratar dentro de esta explicación trascendente, Si la persona en la que nos reencarnamos no posee nuestro nombre, no pertenece a la misma familia, no tiene el mismo aspecto físico, ni posee nuestros recuerdos, no vive en el mismo lugar y hasta puede llegar ser de otro sexo o incluso de otra especie, ¿hasta que punto ese individuo somos nosotros?; quiero decir que yo, como ciudadana con nombre y apellidos, soy yo y mis circunstancias. Mi personalidad está formada por mis recuerdos, el lugar donde nací, mis experiencias y mis relaciones, mis manías y mis deseos, mis miedos y mis quimeras que forman parte indivisible de lo que yo soy y de lo que me diferencia del resto del mundo. Todo ese conglomerado de circunstancias es el barro con el que se forma la identidad que nos permite reconocernos a nosotros mismos y lo que nos gustaría conservar más allá de la muerte. Tal vez tras cerrar los ojos quede un alma vacía y sin definir que vaya volando en el limbo en busca de otro cuerpo que habitar, pero Jenny Fraser, aquella que nació una fría mañana de otoño en Québec, aquella habrá desaparecido para siempre y , qué demonios!, resulta que esa soy yo! y la materia astral que quede tras ella poco tendrá que ver conmigo.
Tras comprobar el escaso consuelo que ofrece la reencarnación como explicación convincente, pasemos a analizar las teorías que ofrecen las grandes religiones monoteístas. Según la mayoría de estas religiones existe un paraíso más allá del firmamento donde las almas que han sido bondadosas viven eternamente, libres de todo dolor y de toda pena, en un estado de máxima y extática plenitud. En ese lugar no sólo conservas tu consciencia y recuerdas quien eres sino que además es posible reencontrarse con aquellos seres queridos que marcharon con anterioridad. La vida sigue transcurriendo aquí por los siglos de los siglos pero libre de toda agitación y malestar.
A primera vista quizá esta explicación parezca más convincente que la primera, pero tras un breve análisis empezamos a verle también numerosos fallos. Se supone que al llegar al paraíso nos convertimos en seres perfectos, todos nuestros defectos se minimizan hasta su casi extinción y somos todos seres encantadores, pues bien, en ese caso ¿seguimos siendo nosotros?. Quiero decir, de nuevo, que lo que nos define a nosotros mismos, a nuestra personalidad es toda la amalgama de cualidades que poseemos, incluyendo aquellas que no pueden calificarse de ideales. Pero seamos optimistas, supongamos que los efluvios del paraíso nos hagan entrar en razón y nos conviertan en seres más sabios y amables, a pesar de ello ¿durante cuanto tiempo seguiremos siendo nosotros?, es decir, ¿qué porcentaje representarán las vivencias de 70,80 o incluso 100 años de vida cuando llevemos habitando 2, 10 o 100 millones de años en el paraíso?, sea lo que sea en lo que nos hayamos transformado ya poco tendrá que ver con nosotros pues la vida en la Tierra, aquella que nos ayudó a definirnos como somos, la que creó nuestra identidad, será apenas un recuerdo borroso en nuestras mentes celestiales de la que, con suerte, tendremos únicamente una vaga sensación. Y eso sin tener en cuenta todas las situaciones que se platearían y que acabarían rompiendo todo nexo con nuestra vida original, por ejemplo, aún suponiendo que hayamos sido fieles a nuestra pareja durante 30, 50 o incluso 60 años antes de la muerte, ¿estamos seguros que podríamos convivir con ella eternamente?, ¿seguiría despertando en nosotros el mismo interés después de 1000, 10.000 o un millón de años?. Y lo que se dice de la pareja puede trasladarse a cualquier nivel de parentesco. ¿Cuanto tiempo pasaría antes de que acabáramos repudiando a nuestros propios hijos de puro tedio y aburrimiento?. Todo hace pensar que con el paso de los eones acabaríamos convirtiéndonos en algo que repudiaríamos en nuestra vida terrenal y que tendría con el “yo “ actual un parecido poco mayor que el alma apática y límpida que viaja de cuerpo en cuerpo en la reencarnación. …Llegamos a la misma conclusión que antes.
Por último están las teorías deistas que defienden la existencia de una consciencia universal, una especie de sopa cósmica donde nuestra alma no es más que un chorrito que se disuelve completamente en el gran caldo indiferenciado de la energía universal. En fin, esta teoría muestra su falta de utilidad en su propia definición; si nuestra consciencia se disuelve con el resto de consciencias y pasa a ser un “todo” indivisible ¿de qué me sirve?, una vez más ¿Qué diferencia hay entre esto y la extinción total?, apenas un vago e inadmisible consuelo.
No querría, a pesar de todo, dar una imagen excesivamente pesimista acerca del tema tratado. Como colofón a lo expuesto me gustaría concluir que quizá nuestros sesudos esfuerzos filosóficos quizá dieran un mejor fruto si los concentráramos en abordar el problema de la conciencia en lugar del problema de la muerte. Pienso que la mejor solución a nuestro “sentimiento trágico de la vida”, recurriendo inevitablemente a la voz de Unamuno, pasa por una mejor investigación del complejísimo tema de la consciencia/conciencia al que ya, desde hace algunos años, algunos científicos y expertos le están dedicando muchas de sus horas de estudio.
Dedicado a los mortales.