Gloria Garrido
Banqueros y soberanos de una corte brillante, los Medici figuran entre los grandes artífices del Renacimiento. Interesados en la magia gobernaron Florencia durante tres siglos.
El interés
El forense Gino Fornaciari ha iniciado la exhumación de 49 cadáveres de la familia Medici. Le apoya un cualificado equipo de expertos, entre quienes destaca el Dr. Bob Brier, prestigioso egiptólogo conocido como «el detective de las momias». Estos investigadores pretenden determinar qué enfermedades padecieron y, sobre todo, si algunos de ellos fallecieron realmente de muerte natural o fueron asesinados. Los círculos de poder del Renacimiento eran un medio donde abundaban los personajes adictos al uso de venenos y los expertos en liberarse de sus rivales, o de cualquiera que entorpeciera sus planes por medios demasiado expeditivos.
Estos hábitos nada santos estuvieron tan de moda que hasta se hicieron frecuentes en torno al trono de Pedro en el Vaticano. De modo que todos estamos pendientes del estudio de Fornaciari. Nadie sabe qué sorpresas deparará su investigación, ni hasta qué punto puede cambiar nuestra visión de la historia. Sobre todo cuando hablamos de esta fascinante familia aristocrática, culta y refinada, paradigma del ideal renacentista, en la que hallamos mecenas, eruditos, políticos y grandes estadistas, muchos de ellos implicados en la magia, el hermetismo, las tradiciones esotéricas y las sociedades secretas.
En 1463, los Medici deslumbraron Florencia. Cosme el Viejo, fundador de la saga, estaba a punto de morir cuando hizo un encargo extraordinario a su consejero y protegido, Marsilio Ficino: abandonar la traducción al latín de las obras completas de Platón y emprender la de su última adquisición: el Corpus Hermeticum, un manuscrito griego atribuido a Hermes Trismegisto que un monje acababa de traerle de Macedonia. Teniendo en cuenta que estos dos hombres eran devotos de Platón y que la Academia de Villa Careggi, fundada por Cosme y dirigida por Ficino, había sido concebida para difundir la filosofía neoplatónica, el encargo no dejaba de ser sorprendente. ¿Por qué tanto interés en aquella obra y tanta urgencia en traducirla? La respuesta no es sencilla. Cosme era un hombre capaz de vengarse con astucia de sus adversarios, controlar el poder político y económico de la ciudad, realizar una estrategia de matrimonios convenientes para la familia y, al mismo tiempo, interesarse por cuestiones místicas y practicar una ascesis religiosa. Le preocupaba sobre todo el destino del ser humano y la inmortalidad del alma, que no sería declarada dogma por la Iglesia hasta 1513...
Demasiado tarde para él, que murió en 1464. Por otro lado, en aquella época se creía que el Corpus Hermeticum, que ahora sabemos fue escrito en el siglo II, parecía proceder de la más remota antigüedad egipcia, muy anterior a los filósofos griegos, quienes habrían bebido en sus fuentes. La figura de Hermes estaba además avalada por los testimonios de los Padres de la Iglesia. San Agustín le atribuyó la autoridad de un gran sacerdote egipcio y remontó su genealogía a la época de Moisés, emparentándole con el dios Thot, que enseñó la escritura a los egipcios y a quien los griegos asociaron al dios Mercurio. Lactancio definió a Hermes como un gran profeta del cristianismo, pues en sus obras se anunciaba al «Hijo de Dios». Que las grandes autoridades cristianas aprobaran a Hermes resultaba estimulante para quienes, como Cosme Medici, y más tarde su nieto Lorenzo el Magnífico, deseaban combinar la filosofía griega y la sabiduría antigua con el cristianismo.
Aunque en realidad, no hacían más que regresar a una concepción religiosa del mundo cargada de influencias orientales, que en el siglo II d.C. había dado lugar al gnosticismo, asociado a la magia, la astrología y la alquimia, que concentraron el interés de las elites a partir del siglo XV.
El poder de las estrellas
El entusiasmo que despertaba Hermes se debía también a su fama de mago excelso, corroborada por otro de sus supuestos tratados, el Asclepius, pero también por el Picatrix, una obra árabe del siglo XII. Ambas eran sendos compendios de magia talismánica que proponían al hombre hacerse dueño de su destino, dominando los poderes de las estrellas. En el primero se describían las fórmulas secretas que los egipcios emplearon para transmitir a las estatuas de los dioses el espíritu y los poderes del cosmos.
Y en el Picatrix se decía que estas técnicas permitieron a Hermes fundar en Egipto una ciudad prodigiosa, Adocenty, donde las imágenes mágicas se dotaban de espíritus parlantes que ayudaban a los ciudadanos a conservarse puros y alejados de todo pecado. Esta fama legendaria hizo que Cosme deseara conocer el contenido del Corpus antes de dejar este mundo. Y lo consiguió gracias a la eficacia de Ficino. Fue así como, antes de morir, Cosme leyó en el Poimandres que «el hombre es mortal debido a su cuerpo, pero inmortal por haber sido creado con una sustancia eterna, la misma de la que está hecho todo el Cosmos».
En realidad, Ficino, Cosme y todos cuantos frecuentaron la Academia, hombres de estado, clérigos, ricos comerciantes, pero también poetas, músicos y artistas como Leonardo da Vinci, Boticcelli y Pico della Mirandola, entre otros, hallaron en las obras herméticas la llave de la gnosis perdida que permitía retornar al Uno, la fuente de la que deriva el dominio sobre el mundo. Durante el tiempo que dirigió la Academia (14561499) Ficino divulgó en Florencia un nuevo neoplatonismo basado en la magia natural y mezclado con la visión del mundo que le proporcionaron las traducciones y lectura de los Himnos órficos, o los Oráculos caldeos, que Cosme le había ido regalando, amén del Corpus.
Algunas de las ideas clave de esta filosofía influirían durante los siglos posteriores el pensamiento de hombres como Giordano Bruno, Tomas Campanella y Robert Fludd, entre muchos otros. Dicha cosmovisión sostenía que el universo tiene un alma, y también el hombre, que es inmortal y divino; la Creación se había realizado por emanaciones; la Tierra está en movimiento y todo en el Cosmos presenta dos polos opuestos; el fin último de la naturaleza y las cosas creadas es alcanzar la unidad con el Todo; y la magia es un camino espiritual de perfección y salvación que devuelve su dignidad al ser humano a través de la disciplina personal.