lunes, octubre 17, 2022

Trascendencia: La Vida Después del Tiempo

Tomás y Garrido, Gloria y M.Consuelo

Cuando topamos con el término “trascendencia” experimentamos un cierto rechazo a comprender cual sea su significado por considerarlo quizá demasiado profundo, filosófico o alejado de la realidad cotidiana.

Nada más falso. El hombre “transciende” constantemente. La etimología de esta expresión puede facilitarnos su comprensión. Procede del latín trans: más allá, y sacando: escalar. Significa pasar de un ámbito a otro atravesando el límite que los separa. Se opone a inmanencia, permanecer dentro. Por ejemplo, pensar y conocer permanecen dentro del ser vivo y, como dice Aristóteles, son un incremento del sujeto en sí mismo.

A través de los actos de conocimiento y amor los hombres “trascendemos” la mera materialidad –típica del mundo animal-, a la espiritualidad. “El Milagro de Ana Sullivan”, película basada en un hecho real, muestra como Helen Keller, ciega y sordomuda desde la cuna, supera el comportamiento infrahumano de los primeros años de su vida -en los que sólo sigue tendencias e instintos ausentes de racionalidad sin poder entablar cualquier comunicación-, gracias a la actuación eficaz, que en ocasiones puede parecer cruel, de Ana Sullivan quien con paciencia y rigor se encargará de su educación.

El filósofo Julián Marías, con el ingenio que le es propio, ha descrito la intimidad como una “interioridad abierta”, un “patio andaluz”, cerrado pero abierto. ¿Qué significa esto? Significa que es necesario relacionar la dimensión íntima del hombre con su capacidad de apertura o capacidad de trascender la materia y entender ese mundo interior para relacionarnos con el mundo, los demás y también con Dios.

Todas las personas experimentamos la posesión de una interioridad, espacio reservado a cualquier otra mirada.

Nos pertenece de forma exclusiva hasta tal punto que podemos concluir que todo lo exterior no es mas que un pobre tener y que no podemos tener ser propio mas que cuando es absolutamente interior...

Esta intimidad significa un “santuario” de lo humano donde exclusivamente tiene entrada uno mismo. Se trata de un dentro personal al que sólo tiene acceso la propia persona. Es lo más nuestro, lugar donde anidan afectos, pensamientos, recuerdos; anhelos y decisiones; intenciones y deseos, vivencias; contenidos interiores profundos y recónditos que, frecuentemente, tienen el tono afectivo de ser entrañables. Es como el depósito de los actos espirituales de cada uno; algo que no pertenece a la humanidad sino sólo a mí.

La riqueza propia del hombre es la que alberga su intimidad, ámbito que trasciende la cantidad y el mundo material pues no se trata de tener, sino de ser y de ser cada vez mejor. Desde ese espacio reservado puede lanzarse a la nada, al fracaso más rotundo de su propia existencia, o autotrascenderse hasta llegar más allá, a la verdadera felicidad.

Por todo esto necesitamos cultivar una intimidad rica fruto del trabajo, del estudio, de la reflexión, de la experiencia propia y de la que nos aportan los demás, porque si ese mundo interior estar deshabitado, mal alimentado, poco transitado, en una palabra, maltratado, será entonces muy difícil que el hombre encuentre la felicidad porque ese “algo” que parece iluminar el sentido de la vida, sólo puede emerger de lo más elevado que hay en nosotros: de nuestro mismo interior.

Pero la intimidad no es la clausura del yo en sí mismo –es “patio andaluz” dentro, pero abierto-, sino el núcleo de la trascendencia, de la apertura. La persona sólo se perfecciona cuando se relaciona con los demás, cuando se da, cuando se entrega. Existe un claro nexo entre la interioridad dinámica del ser humano y su capacidad de trascendencia, de relacionarse con otros. A un grado más alto de intimidad, de riqueza personal, corresponde una mayor capacidad de relación.

Todo hombre siente un fuerte deseo de comunicación. Es la manifestación de la intimidad que cada persona realiza libre y dueño de ella porque quiere, cuando quiere y a quien quiere. En condiciones normales sólo abrimos ese mundo interior a quienes están también en nuestra propia intimidad y no a cualquiera, de lo contrario nuestro ser personal y interioridad que nos pertenece se va deshilachando cruelmente ante miradas ajenas. El ámbito propio por el que manifestamos lo más íntimo es lo que se denomina confianza, relación que supone verdadero afecto y familiaridad en el trato.

La vida nos enseña que el éxito acompaña a quien sabe abrirse a nuevos ámbitos y ensamblarlos con otros que ya posee. Se ha dicho que el hombre es “un ser de encuentro” que se despliega abriéndose a otros seres creando con ellos un campo de juego, de relaciones. Esta apertura implica un riesgo pero aporta una nueva forma de realización, es más creativa, más madura, más rica, y supone un modo renovado de estabilidad. Ese encuentro se da especialmente en las relaciones de amistad. La interesante película “La luz prodigiosa”, magníficamente interpretada por Alfredo Landa y Nino Manfredi, se sigue con entrañable emoción por la humanidad desbordante y por la leve intriga que regala esta interesante película.

Siendo la amistad y el amor, como hemos visto en el capítulo anterior, algo tan grande y tan necesario para la felicidad humana, constatamos que no es suficiente para nuestra realización más plena. Experimentamos en lo mas hondo de nuestro ser la necesidad de un más allá, de otra vida que nos posibilite no sólo permanecer en el recuerdo de otros hombres, sino de que nuestro yo perdure después de la muerte y en el que todas nuestras ansias sean cumplidas.

La realidad de la muerte es un hecho con el nos topamos. La experiencia subjetiva de que moriremos se experimenta como término y final de la propia vida y se asume conscientemente. Todos los hombres que nos han precedido han muerto y todos los que actualmente vivimos moriremos igualmente. Nadie duda de que vaya a morir y esto no sólo lo constatamos por las realidades exteriores, sino que es una certeza que anida en nuestro interior: nuestra estructura personal está abocada a la muerte.

Junto a esto percibimos también un rechazo a morir que se manifiesta en el deseo de inmortalidad, de permanecer, de durar para siempre, y en el deseo de saber si existe algo más allá de la muerte que garantice la supervivencia El director de cine Zanussi topó en una calle de Varsovia con un graffiti que posteriormente utilizó como título de una de sus películas -“La vida como una enfermedad de trasmisión sexual”- en que la realidad de la muerte y la necesidad vital de otro mundo y de un Dios que siempre llega a tiempo son magistralmente tratadas. El autor de estas palabras, “la vida es una enfermedad mortal trasmitida sexualmente”, tenía tanto una clara percepción de la realidad de la muerte como una falta absoluta del sentido de trascendencia.

La creencia en la existencia de algún tipo de vida después de la muerte es una convicción generalizada de la humanidad. Aparece prácticamente en todas las épocas y en todas las culturas manifestándose de múltiples formas. La clave esencial para fundamentar la pervivencia después de la propia muerte es una realidad que los hombres constatamos vivencialmente: la existencia en nuestro ser de un núcleo espiritual, al que clásicamente se denomina alma, que trasciende las estructuras de espacio y tiempo.

Afirma el sabio filósofo Séneca: “un hombre bueno no puede carecer de Dios”. A pesar de que la experiencia de la propia espiritualidad es común a todos los hombres, la muerte plantea interrogantes de difícil solución. Esos interrogantes podrían agruparse en dos categorías: el sentido de la vida y la pregunta sobre Dios. La experiencia subjetiva de la muerte está ineludiblemente imbricada en el sentido o sin sentido de la vida que se ha vivido, que se experimenta como plena o vacía, como buena o mala, como opaca o apasionante.

En este sentido, Hamlet, el joven heredero de la corona de Dinamarca, manifiesta una profunda fe en otra vida, en la que el premio o castigo son una realidad. Ante la ocasión que se le presenta de vengar fácilmente a su padre el rey, asesinado por su tío Claudio que le arrebata el trono, el reino y también a su mujer Gertrud, madre del príncipe-, decide no aprovechar la oportunidad que se le brinda porque es un momento de oración y arrepentimiento de Claudio y el joven no desea que el traidor se salve. Al asistir a la representación de Hamlet descubrimos que trasciende la obra: algo en el personaje y a su alrededor nos impresiona como pidiendo y dando prueba de alguna esfera más allá del alcance de nuestros sentidos.

La célebre frase de San Agustín “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” expresan con una enorme profundidad los deseos de trascendencia infinita que albergan los recovecos más íntimos de toda persona. Ningún ser de la Creación y ni la quimérica posesión de toda la Creación sería capaz de satisfacer las ansias mas nobles del corazón humano.

Paradójicamente todo hombre posee la experiencia de su limitación, pero reconoce en su intimidad las más nobles ambiciones de infinitud, su radical apertura a lo eterno. A sus 69 años, anota Guardini en su Diario: “Nueva, maravillosa experiencia: el pensamiento de la vida eterna se me ha hecho cercano. Si Dios me concede esa gracia, me iré con El. Entonces cesará la menesterosidad que todo lo penetra; todo lo destruido y falso de sentido. El me da vida y sentido”.

Anhelamos la realidad de otro mundo, de una vida futura en la que todas las nobles aspiraciones se verán cumplidas.

Una mirada por culturas y civilizaciones nos llevan a concluir la religiosidad propia del ser humano, su creencia natural en un Ser Superior al que busca vitalmente aunque en esa búsqueda, frecuentemente, se equivoque al poner sus ansias mas íntimas en esos cristales de colores que brillan en el materialismo, en la ambición o en el orgullo.

Nuestro comportamiento encuentra su verdadero sentido en la consideración de la finalidad. Lo que cualquier ser humano hace se comprende cuando se conoce el fin por lo que lo hace. La observación de una acción insólita, como puede ser la de un demente, produce estupor o perplejidad, pero no tanto porque se salga de las pautas habituales de conducta, sino porque no se entiende qué ha hecho o a qué viene eso: se ignora su sentido, en definitiva.

Desgraciadamente nos sumen en esa misma perplejidad los actos de terrorismo, o cualquier otro comportamiento carente de una finalidad lógica.

Sencillamente, pero con una visión trascendente de los hechos y acontecimientos, la muerte no es ya una especie de disolución en el vacío, sino más bien el paso a la continuidad: la muerte así no es la anulación de la vida, sino su suma final; algo que nuestra época ha olvidado. Los antiguos hablaban del ars moriendi, del arte de morir, con lo que se referían a que hay formas incorrectas y formas correctas de morir: el mero secarse y hundirse, pero también el llevar a término, la realización última de la existencia. Avanzamos lentamente en el tiempo forjando con nuestras decisiones la propia eternidad. El carácter totalizante que tiene el fin último sobre nuestras acciones libres pone de relieve la radical importancia de nuestro poder de elección. Estimula saber que través los actos y de todos los acontecimientos ordinarios de la vida, nuestra libertad tiene el poder de trascender nuestro tiempo de vida.