miércoles, noviembre 19, 2008

Despertares Ideológicos

Feinmann, J.P.


1. Panes y pasteles

Suele narrarse una ilustrativa anécdota a propósito de los orígenes de la Revolución Francesa. Se dice que algunos asesores de Luis XVI le informaron del creciente descontento del pueblo y de la conveniencia de sosegarlo. Se dice que Luis XVI se preocupó, pero no mucho. De modo que los asesores decidieron también poner al tanto de la explosiva situación a María Antonieta, esposa de Luis XVI y –se decía, también- desmedidamente influyente en las decisiones de su marido, hombre algo distraído o taciturno, acaso triste. Se dice que se allegaron hasta ella y le informaron sin más, crudamente, que el pueblo se encontraba al borde de la insurgencia. Se dice que María Antonieta inquirió sobre las causas de semejante estado de disgusto con el poder real, es decir, básicamente con ella.
- ¿Qué quiere el pueblo? –se dice que preguntó.
- Pan- se dice que le dijeron.
Se dice que entonces ella incurrió en una rabieta histórica, en una ofensa que habría de desatar tumultos sin retorno, definitivos.
- ¿No tienen pan? Que coman pasteles.
Sería simple creer que éste es el detonante de la Revolución que hicieron los franceses en 1789, pero es sin duda un símbolo del excesivo desdén del poder real, de su soberbia, de su confianza en sí mismo, en su inalterabilidad, en su imperturbable devenir histórico. No era para menos. Los reyes a quienes la Revolución vino a incomodar -hasta el extremo de cortar sus cabezas- creían gobernar por derecho divino. Creían que el rey era el representante de Dios en la tierra, que gobernaba en su nombre y que ese poder, en consecuencia, era intocable. ¿Cómo habría de tocar los hombres un poder que había venido de Dios sin insultar a, precisamente, Dios? Así las cosas, el gran despertar del humanismo moderno radica en esta blasfemia. En la blasfemia de gritarles a los reyes:
Ustedes no tienen origen divino. No gobiernan por delegación de Dios. Los gobiernos deben ser ejercidos por los hombres y elegidos por los hombres.
¿Cómo se llegó a este despertar? La situación concreta de miseria social fue determinante, pero si sobre una situación de miseria no se monta una conciencia social, intelectual, un sistema de ideas o, digamos así, una ideología blasfema, negadora del orden instituido, nada habrá de pasar, por más extremo que el hambre sea. La respuesta de María Antonieta (el sarcasmo hiriente, desaforadamente ofensivo de recomendarles pasteles a los pobres ya que carecían de pan) no habría producido nada si no hubiera caído en medio de la siguiente situación coyuntural:
a) Los reyes no gobiernan por derecho divino.
b) La razón humana puede cambiar y mejorar la historia.
c) Todo cambio implica la superación de las desigualdades entre los hombres.
La conciencia social que leyó como intolerable la frase de María Antonieta había sido laboriosamente construida por los intelectuales de la Ilustración. Por los Enciclopedistas. Por hombres como D’Alambert, Rousseau, Voltaire.
Breve nota sobre Voltaire: Voltaire está en las ideas y en la pólvora de la Revolución. El imponente Leopold Mozart, el padre de Wolfgang, lo odiaba por saberlo un enemigo del poder real, ese poder ante el que Leopold exhibía a su hijo como un fenómeno circense que producía jugosas ganancias. De Voltaire había dicho: “El sin Dios Voltaire”. Gran definición. Voltaire, padre del humanismo, era, en efecto, un hombre sin Dios. No creía en ese Dios que convalidaba el poder de los reyes. No creía en el Dios de Leibniz, quien había abusivamente dicho que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, ya que Dios, allá, en los orígenes, puesto a crear mundos, había creado, generosamente, el mejor, que era éste, el nuestro. Si existe, en cambio, algo que define a un filósofo que impulsa una revolución, un despertar ideológico, es decir que no, que éste no es el mejor de los mundos posibles, que hay otros mejores. Voltaire lo había hecho de un modo brillante y popular en una breve novela que tituló Cándido o el optimismo. De este modo, ante las desdichas de la realidad, Cándido osaba preguntar:
¡Ah! ¿Dónde estás tú, el mejor de los mundos posibles?
La pregunta es blasfema, ya que implica decir que éste no es el mejor de los mundos posibles: si lo fuera, no preguntaríamos dónde está, estaríamos en él, tal como nos lo dicen los ideólogos del poder. (Que siempre dirán, de una y mil maneras, distintas, eso). Por no ignorar esto, Voltaire introduce un personaje que se ha hecho inmortal. Es un filósofo a quine llama doctor Pangloss. Colorido personaje destinado a justificar todas las calamidades y a pedir unánime resignación ante ellas. Un optimista irredimible. Pero un optimista entregado a optimizar lo establecido. Un enemigo de todo despertar. Un opiómano.
Justificando desdichas injustificables, dice Pangloss:
Todo eso era indispensable; de las desventuras particulares nace el bien general; de modo que cuanto más abundan las desdichas particulares más se difunde el bien.
No obstante, Cándido, sumido en incontables infortunios, dice:
Si éste es el mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros? (Esta frase tan actual de Voltaire no la inventé ni la modifiqué. Se ubica sencillamente en la p. 63 de Cándido y otros cuentos, Alianza).
Por fin, Cándido y Pangloss se encuentran con un derviche. Cándido dice:
Pero mi reverendo padre, el mal está enseñoreado de la tierra.
El derviche responde:
¿Qué importa que haya bien o mal? Cuando su Alteza envía un buque a Egipto, ¿le importa saber si los ratones que hay en el buque están bien o mal?
¿Qué hacer pues? -pregunta Pangloss.
Y el derviche entrega la respuesta que niega, por esencia, todo despertar ideológico, toda rebeldía. Dice:
- Callar.

2. Entre el silencio y la rebeldía

El hombre es negación, es nihilización del ser, de lo fáctico, de lo que es y se presenta como verdadero, justo y bueno por el solo hecho de ser. Todo despertar es negación. Negamos nuestro estado anterior. Ya no dormimos. Ni dormimos ni nos atonta la soñolencia. Dormir es aceptar. Aceptar es someterse. Todo despertar es negación del estado de sometimiento. Acaso estén latiendo en estas frases algunas ideas tempranas de Sartre. De acuerdo.
¿Qué le hubiera dicho Sartre al derviche volteriano?
- No pienso callarme -le habría dicho-. Callar es aceptar. Aceptar es rendirse antes las cosas como son. Es negar lo propio del hombre, que es decir no.
La propuesta del derviche ha tenido ecos suntuosos en la filosofía. Wittgenstein, que es lo otro de Sartre, ha escrito en su célebre y celebrado Tractatus lógico-philosophicus: “El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural -o sea, algo que nada tiene que ver con la filosofía-, y, entonces, cuantas veces alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no había dado significado a ciertos signos. Este método le resultaría insatisfactorio -no tendría el sentimiento de que le enseñábamos filosofía-, pero sería el único estrictamente correcto” (Alianza, p. 183). Y aquí Wittgenstein, concluyendo el Tractatus, dice la frase más conformista de la filosofía. Dice lo que decía el derviche cuando aconsejaba callar acerca de las calamidades del mundo.
De lo que no se puede hablar hay que callar- dice.
Si el método correcto de la filosofía es “no decir más que lo que se puede decir” y si lo que se puede decir son “proposiciones de ciencia natural”, estamos condenados al silencio. Ocurre que el hambre, el dolor, la injusticia, la muerte, la violencia, el sometimiento, no son “proposiciones de la ciencia natural”, sino realidades del mundo en que los hombres, complejamente, están. Sobre ellas dice su palabra el hombre de la rebelión. Cuya condición de posibilidad es negar el silencio, no dormir el sueño de los tontos y los sometidos. Despertar.
Porque es cierto que es imposible demostrar que está mal que unos hombres opriman a otros. Que está mal que unos tengan todo y otros poco o nada. Que está mal que los hombres sufran o pasen hambre. La lógica nada tiene que ver con proposiciones que se dirimen en el campo de la ética y aun de la metafísica. (Si yo digo que Dios no ha otorgado poderes a los reyes estoy en plena metafísica, ya que estoy refutando otra proposición metafísica, la contraria: que los reyes gobiernan por derecho divino). Pero aquí es donde el hombre de la rebelión advierte que la lógica no le sirve para despertar. Porque todo despertar ideológico es un acto de la imaginación. Tengo que imaginar algo distinto a esto para decidir que esto es intolerable. De aquí que los revolucionarios del Mayo francés sintieran que existía una sola forma de ser realistas. Pedir lo imposible. Es decir, lo indemostrable.

3. El despertar es un fantasma temible

El despertar de Mayo del 68 fue pródigo en consignas, se desbordó en graffitis. Todos –o, al menos, los más inteligentes, lúcidos- explicitaban una filosofía de la negación, una filosofía de la conciencia.
Por ejemplo:
No puede haber revolución más que donde hay conciencia.
La obediencia empieza por la conciencia y la conciencia por la desobediencia.
El segundo graffiti –sugiero- dice lo siguiente: hay que someter a la conciencia para imponer la sumisión. Ahí donde la conciencia es adormecida se torna imposible el despertar ideológico. Pero la condición de posibilidad de la conciencia es la desobediencia. La conciencia es conciencia cuando dice que no. Cuando desobedece al derviche y a Wittgenstein: cuando no calla. No callar es desobedecer. Cuando uno desobedece el mensaje omnipresente y ensordecedor del poder, accede a la conciencia. Y aquí nos volvemos sobre el primer graffiti: no puede haber más revolución más que donde hay conciencia. Así, la conciencia –como la facultad de des-obedecer, de negar lo establecido- es siempre el fundamento del acto revolucionario, que aquí, cautelosamente, entenderemos como la visualización de otro estado de cosas, como la posibilidad de un futuro que niega un presente que se ha vuelto intolerable. (Todos sabemos, a esta altura de los tiempos, que las revoluciones suelen implantar nuevas situaciones intolerables, nuevos estados de opresión e injusticia. No importa. Lo que importa es afirmar la posibilidad constante del despertar ideológico. También es despertar oponerse a un régimen que fue un despertar y se ha traicionado como tal. Acaso le sea esencial a la historia despertar y oscurecerse para ir en busca de un nuevo despertar.)
El despertar es siempre amenazante para el poder, para lo establecido. Si despertar es desobedecer, todo régimen de obediencia –y los regímenes se instauran para ser obedecidos- buscará impedir la conquista de la vigilia. Para el poder, el despertar es un fantasma, ya que es, siempre, el fantasma de las viejas rebeliones, que vienen desde el fondo de la historia y testimonian por la dignidad del Hombre. Si –como propone Hannah Arendt- el conflicto central de la historia humana es el de la lucha de la libertad contra la tiranía, la libertad es siempre la vigilia, la lucidez, la conciencia, el despertar, la asunción, hoy, de una lucha de siglos contra el embrutecimiento, contra el silencio, contra la siesta triste y sofocante de los sometidos al poder. Así, para los reyes de ayer y de hoy, el despertar es un fantasma temible porque hace suyas todas las luchas, todas las rebeliones, porque viene para reactualizarlas.
La noción de fantasma es clásica en la literatura política porque con ella inicia Marx el Manifiesto del Partido Comunista, que publica en Londres en febrero de 1848. Resulta notable ver cómo Marx describe el temor de la vieja sociedad ante un despertar que la atemoriza, que recorre Europa y parece incontenible. Escribe: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”. Aquí aparece una relación de hierro: la contradicción entre la policía y los despertares. Al defender lo establecido, el orden imperante, la policía está contra todo despertar. Más aún: se puede ver que, en un régimen que surgió como despertar y se ha anulado en su busca de la libertad, el abandono de los sueños fundacionales se relaciona con la consolidación de un poder policial. En Los justos, dolorosamente, Camus escribe: “Se comienza por querer la justicia y se acaba organizando una policía” (Obras, tomo II, Alianza, p. 144). Un texto de Sartre muy significativamente se titula: El fantasma de Stalin. O sea, si el comunismo es el fantasma de la vieja Europa, Stalin es el fantasma perenne del comunismo, su posibilidad latente, su fracaso. Así, Stalin como concepto (Stalin como poder policial, como dogmatismo ideológico) es el fantasma temible de todo despertar. Porque la lucha por la libertad ha conducido, con dolorosa frecuencia, a instaurar otro rostro de la tiranía. Sin embargo, hay algo que late en esta proposición y debemos rechazar: la resignación. Aunque la libertad, una y mil veces, haya concluido por reinstalar la tiranía, su lucha jamás debe ser abandonada.