sábado, noviembre 29, 2008
Traficantes de Reliquias
Por Manuel Carballal
Durante la Edad Media se llevo a cabo un insólito tráfico de objetos de culto. Se trataba de las reliquias. Trozos de la Santa Cruz, paños de Verónica, plumas de las alas de los ángeles, dedos de santos o divinos prepucios, eran objeto de culto en casi todas las iglesias del mundo, y ambiciosa pieza de los coleccionistas de reliquias. Un fenómeno tan real como siniestro, que marcó la religiosidad de toda una época.
A pesar de que, en sus orígenes, la religión judía despreciaba las reliquias, como despreciaba todo lo relacionado directamente con la muerte, a partir del siglo III d.C. comenzó un tráfico indiscriminado de objetos sagrados, tan siniestro como absurdo.
El versículo bíblico incluido en el libro de Números, capitulo 19, versículo 11: “Quien toque un cadáver será impuro durante siete días” , parece haber sido obviado por los cristianos a partir del 200 d. C., cuando los padres y doctores de la iglesia encontraron en el tráfico de reliquias, una forma de afianzar la fe de los devotos, amén de una lucrativa fuente de ingresos.
De hecho, y en cierta manera, el Nuevo Testamento también fomenta una forma de fetichismo, al ungir con ciertos presupuestos poderes sobrenaturales, algunos objetos que estubieron en contacto directo con Jesús, como la túnica.
Incidentes como el descrito por Mateo en su capitulo 9, versículo 20, cuando una mujer hemorroísa se cura de súbito al tocar el manto de Jesús, ayudaron a fomentar la fe irracional en el poder de esos objetos. No es de extrañar, por tanto, que con el paso de los años, todos esos objetos fuesen divinizados, a veces casi tanto, o incluso más, que sus propietarios originales.
El filólogo e historiador Juan Eslava Galán clasifica sólo las reliquias de Cristo, en varios tipos. A saber: “orgánicas e inorgánicas. A su vez las orgánicas se dividen en divinas y terrenales. Las divinas pueden ser hematológicas (sangres de la Pasión o de la circuncisión; o tierra de Getsemaní impregnada del sudor de sangre), odontológicas (dientes de leche; dientes saltados por la paliza de Mc. 14,65; o el estacazo de Jn. 18, 22), cárnicas (prepucios) y capilares (cabellos). Forman las reliquias terrenales de Cristo cuatro grandes apartados: animales, vegetales, metálicas y pétreas. La reliquia animal es, obviamente, la esponja en que se le dio de beber hiel y vinagre. Las vegetales se clasifican en lignarias o textiles. Pertenecen a las primeras el madero de la cruz, la tablilla con el INRI, las espinas de la corona, la estaca con la que un escriba-policía le propinó un rapisma o estacazo en la faz, el asta de la lanza de Longinos y el cetro de caña; a las segundas, los santos pañales, las sábanas santas, los sudarios, el Pañolón de Oviedo, las verónicas y las sagradas vendas. Las metálicas son los clavos santos, los hierros de las santas lanzas y los grilletes. Las pétreas, el pesebre del portal de Belén, el Santo Sepulcro , la tapaderas del mentado sepulcro, el pavimento de la fortaleza Antonia y, en general, las piedras que las divinas plantas hollaron en su peregrinar por este mundo, tanto en su vida privada como en la pública”.
Y todo esto, sólo en las reliquias relacionadas directamente con Jesús. Si a ellas sumamos todos los fetiches atribuidos a la Virgen, a los ángeles, arcangeles, potestades, dominaciones, serafines y demás criaturas, o a todos los santos y santas que en la historia han sido, podremos hacernos una imagen de la inconmensurable cantidad de reliquias que poblaron casi cada iglesia y ermita, a lo largo de la Edad Media.
Para el historiador José María Kaydeda, poseedor de una fascinante colección privada de reliquias, estos objetos de devoción han sido utilizados como una herramienta de control por la jerarquía de la iglesia, que no supo calcular las pasiones humanas que podría llegar a despertar la ambición por poseer estos objetos.
En 1529 el erasmista español Alfonso de Valdés, queriendo demostrar que el saqueo de Roma por Carlos V fue un castigo divino por el fomento indiscriminado que el papado hacía de las reliquias, escribía con escéptica lucidez:
"El prepucio de Nuestro Señor, yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de Anversia(...) Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres, y el uno echó Santa Helena, madres del emperador Constantino, en el Adriáticos para calmar una tempestad, y el otro hizo fundir en almete para su hijo, y el otro hizo un freno para su caballo, y agora hay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia, y otro en Paris y otro en León y otros infinitos. Pues de palo de la cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della en la C ristiandad se juntase, bastaría para cargar una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño, pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. (...) Si os quisiese decir otras cosas más ridículas e impías que suelen decir que tienen (...) sería para haceros morir de risa". (Bataillon, p. 378)
Sin embargo, las voces críticas que se alzaron contra el absurdo tráfico de reliquias, especialmente por los protestantes de la reforma, fueron las menos. De ahí situaciones tan absurdas.como los siniestros desmembramientos de cadáveres de los santos, con objeto de obtener el mayor número de objetos de culto posibles. No debe sorprendernos pues que cuerpos, como el de Santa Teresa de Ávila, reposen hoy, cruelmente mutilados, en diferentes iglesias desperdigadas por el país.
Las mil y una reliquias
En el siglo IV, a finales, ya se habían “localizado” las principales reliquias de Cristo, que se han multiplicado “milagrosamente” con el paso de los años: como la Cruz de la Pasión, los clavos, la columna donde fue flagelado por Pilatos, y posteriormente llegaron la corona de espinas, la lanza de Longinos (que ha legado a identificarse con la mítica espada del rey Arturo, Excalibur) o la vara que se sirvió de cetro.
En el siglo VI ya no existia iglesia o ermita que se preciase, que no poseyese al menos una reliquia importante. Todavía hoy, los poseedores de esos fetiches religiosos, pueden narrar simpáticos episodios, que ilustran como la mitificación de estos objetos pervive entre los creyentes actuales.
Jose Mª Kaydeda, que entre otras cosas posee una pluma del ala del Arcangel Gabriel, o un prepucio de Cristo, a sorprendido a mas de un visitante a su museo postrado en devota oración ante el lujoso relicario que escolta su colección privada.
El mismo Juan Eslava Galán relata como en octubre de 1981 presenció el robo, a punta de pistola, del cuerpo incorrupto de Santa Lucía, en la Iglesia de San Jeremías, en Venecia.
Y es que las reliquias, más que paz de espíritu, han supuesto auténticos torbellinos emocionales entre los creyentes, encendiendo apasionadas polémicas, provocando hurtos, peleas y hasta guerras.
Las Cruzadas descargaron sobre occidente un auténtico aluvión de reliquias religiosas importadas por los “santos” Cruzados desde Tierra Santa. La mayor parte de ellas llegaron a Europa entre el siglo XIV y el siglo XIV. Y el Camino de Santiago expandería posteriormente esa sacrosanta costumbre. Los peregrinos que acudían desde Europa, por el “camino francés” reconfortaban su fe visitando los mil y un monasterios y capillas, en los que un dedo de la santa de turno, o un diente de un beato cualquiera, les otorgaban los presupuestos dones sobrenaturales.
Todavía hoy continuan llegando a Santiago reliquias de peregrinos que se quedaron por el camino, o que eran transportadas por viajeros desde Jerusalén, y que, al morir antes de concluír la ruta Jacobea, fueron “adoptadas” por iglesias o monasterios de El Camino, siento cedidas a la Cetedral Compostelana, cinco siglos despues de haber iniciado su viaje.
Esa pasión por las reliquias, fomentada en la Edad Media, no se limitaba al pueblo lleno de escasa formación cultural, en absoluto. Por el contrario, los mayores amantes de estos fetiches eran los nobles, que llegaban a empeñar grandes fortunas en pos de completar tan irracionales como abundantes colecciones de reliquias.
En 1509, por citar solo un ejemplo, el príncipe elector Federico el Sabio legó a la iglesia palatina de Witembers su colección de 5.000 reliquias, muchas adquiridas personalmente en Tierra Santa. Entre las piezas más valiosas de tan inaudita colección -de un valor teológico y crematístico incalculable-, destacaban cinco gotas leche de los senos de la Virgen, así como 4 pelos y varios trocitos de su camisa.
Algunas de esas reliquias, como el trozo más grande de la cruz de Cristo, conservada en Cantabria, el Santo Grial conservado en Valencia o el "Pañolón" resguardado en Oviedo, palidecen ante otro tipo de reliquias que, según la clasificación de Eslava Galán, definiríamos como del tipo “cristicas”; suptipo “divinas”, y clase “carnicas”, como el Santo Prepucio.
El santo prepucio de Cristo
Aunque pudiese sonar a cachondeo, nada más lejos. El Santo Prepucio de Cristo ha supuesto un dilema teológico que ha obsesionado a los padres y doctores de la iglesia durante siglos. Amén de haber protagonizado los trances y éxtasis de los grandes místicos de todos los tiempos.
La explicación a esta trascendental reliquia ha de a de buscarse en el dogma -decretado por Santo Concilio- de que la naturaleza del hombre Jesús es a la vez divina. Pero Jesús, como judío que era, fue sometido a las circuncisión, y ese trozo de pellejo de su pene, por lógica, habría de ascender a los cielos de la misma forma que ascendió todo el cuerpo de Jesus resucitado.
Pero, durante siglos, los grandes pensadores de la Iglesia se debanaron los sesos intentando dilucidar la respuesta al enigma: ¿se unió el prepucio de Cristo al resto del cuerpo tras la ascensión física de Jesús a los cielos? ¿acaso ascendió una vez operado el pene del Mesías y aguardó a la derecha del Padre a que se consumase la pasión de Cristo? ¿tal vez el Prepucio de Jesús -y la primera sangre derramada por el Hijo de Dios en su misión salvífica- encerraba en si mismo parte de la redención prometida?
Mientras los grandes teóricos especulaban sobre tan inquietante dilema teológico, las místicas del medievo protagonizaban insólitos éxtasis en los que el Santo Prepucio se manifestaba en toda su gloria.
Sor Agnes Blannbekin, por ejemplo, una monjita mística muerta en Viena en 1715, vivía unos espectaculares trances en los que se le aparecía el Divino Prepucio, comulgando con él como lo que es: la carne y sangre de Cristo (no olvidemos que en el sacramento de la comunión precisamente comemos la carne y sangre del Mesías). Y, según describía en sus extasis místicos, el Santo pellejillo se materializaba en su boca, con un sabor dulce y carnoso, llenándola de una gran sensación de gozo.
Tras Sor Agnes Blannbekin, otras muchas místicas protagonizaron comuniones prepuciales parecidad, e incluso se escribieron tratados monograficos sobre el tema, como el célebre El sagrado prepucio de Cristo, publicado en 1907 por el erudíto A. V. Müller.
Como no podía ser menos, los traficantes de reliquias dirigieron su atención ante tan extimulante fetiche, y por obra del Espiritu Santo, comenzaron a venerarse Divinos Prepucios en diferentes catedrales, basílicas, monasterios, iglesias, ermitas y capillas del mundo. Hoy en dia se puede rendir pleitesía a un prepucio de Cristo en la basílica laterana de Roma, pero también en Charroux, o en Ambres.
También se profesa devoción a un Santo pellejo en París, y a otro en Brujas. Existe otro Santo Prepucio en Bolonia, otro en Besanson, uno más en Nancy, y otro en Mentz. Tambien hay un divino pellejo en Le Puy, otro en Conques, y otro en Hildesheim. Por no hablar del Prepucio de Cristo de Calcuta, el de Burgos y un largo etcetera.
En algunas ciudades, como Charroux (Francia) era tal la devoción que inspiraba el Santo pellejo, que llegaron a crearse cofradias organizadas, como Hermandad del Santo Prepucio, encargados de custodiar la reliquia conservada en esa ciudad, muy venerada por las mujeres embarazadas, o que deseaban estarlo.