José Antonio Antón Pacheco
El tema de este seminario se refiere al cuerpo y al libro, y ningún título podía venir mejor para la consideración del Libro en la Edad Media. Pues en efecto, el Libro tiene un cuerpo, es un cuerpo. Ahora bien, todo cuerpo posee un alma, o también, según la antropología tradicional, un alma y un espíritu. A tenor de esto, el Libro en la Edad Media es un viviente que da vida. Nos estamos refiriendo naturalmente a la categoría de Libro revelado, y en este sentido lo que podemos decir de la Biblia en cuanto que texto sagrado, se puede decir también de la Torá y del Corán. Este común estatuto de Escritura sagrada y revelada, provocará que también las hermenéuticas que produzcan estos tres libros tengan puntos comunes, y por tanto también serán susceptibles de estudios comparativos.
Como hemos aludido, existe una primera división elemental, pero esencial, en la exégesis de los significados del Libro: si éste consta de cuerpo y alma, sus sentidos serán el literal y el espiritual, el exterior y el interior, el superficial y el alegórico. Es decir, el libro presentará una estructura simbólica, pues al mismo tiempo vela (mediante el sentido literal) y desvela (a través del sentido profundo), oculta y revela: se ve claramente la importantísima función teológica y filosófica de la interpretación. En definitiva, el Libro cumple de manera paradigmática la esencia del símbolo.
Los orígenes de este carácter simbólico y de sus consecuencias hermenéuticas pueden encontrarse en diferentes ámbitos. Por un lado estaría el influjo del alegorismo griego. Ya sabemos cómo toda una corriente de pensamiento griego interpretó alegóricamente los mitos homéricos y hesiódicos: desde Anaxágoras hasta Proclo, pasando por los cínicos y los estoicos, toda una pléyade de críticos literarios y filósofos han visto en los mitos grecolatinos alegorías físicas, morales, psicológicas o metafísicas. Pero sin descartar un posible influjo de este alegorismo en la interpretación bíblica cristiana, son evidentes las diferencias entre ambos métodos. El alegorismo pagano grecolatino es siempre abstracto, se limita a sustituir un elemento por otro, y sobre todo esta forma de exégesis carece de la capacidad de reactualizar en la interioridad del intérprete el mito al que se aplica la alegoría.
Por otro lado, en este brevísimo recorrido de posibles fuentes de la interpretación simbólica de la Biblia, nos encontramos con la tradición midrásica judía. También el pueblo de Israel tenía desde mucho tiempo atrás una exégesis no meramente literal, el midrás, con sus dos variantes, la halacá (o interpretación normativa) y la agadá (interpretación alegórica o narrativa); a las que se añadiría el midrás pesher (o interpretación visionaria). Es lógico por tanto pensar que ésta arraigada tradición exegética haya tenido su presencia en la configuración de la hermenéutica cristiana, dada la evidente aproximación doctrinal de judaísmo y cristianismo. Aquí la figura de Filón de Alejandría nos parece crucial, pues encierra en sí misma tanto la tradición de la alegoría estoica (por su formación filosófica) como la tradición escrituraria judía (por su condición de fiel creyente mosaico).
Esto hace de Filón el primer filósofo hermeneuta de la historia (de hecho, todos sus libros de filosofía son libros de interpretación bíblica) y un paradigma de una determinada forma de concebir la filosofía y la hermenéutica (o la filosofía como hermenéutica), aquella que consiste en interiorizar y repetir el relato interpretado, subjetivizándolo...